Más tarde, cuando me casé, intenté incorporar a mi mujer a mis veleidades ciclistas y en la pedida, además de la pulsera, le regalé una bicicleta francesa amarilla de nombre Velox. La marca era ya un augurio pero siempre imaginé que en el vocablo habría no poco de publicidad. Con las dos bicicletas nos fuimos a la casa de mi padre, en Molledo-Portolín, a pasar la luna de miel. Fuera de nuestros paseos cotidianos y de los amartelamientos naturales, apenas teníamos otra distracción que las bicicletas. Y así, al segundo día de estancia le propuse a mi mujer irnos a comer a Corrales de Buelna. Ella, desconociendo el recorrido, aceptó con entusiasmo de recién casada. Nos encaramamos en las bicis y ya al bajar la varga me di cuenta que aquello de la Velox no era una hipérbole. La máquina amarilla, con un radio de rueda la mitad que la mía, empezó a embalarse y al llegar a la iglesia ya me sacaba seis metros. Entonces recordé que al terminar la cuesta, tras la curva, en el pueblecito de Madernia, había un paso a nivel contra el que podría estrellarse, de no moderar la marcha. Entonces la voceé:

—¡Frena!

Pero ella me gritó a su vez:

—¡No puedo! ¡No me puedo parar!

Pedaleé con energía hasta alcanzarla y mientras nos deslizábamos emparejados a sesenta kilómetros a la hora, trataba de convencerla de que la palanca del freno no estaba tan dura y que mediante un pequeño esfuerzo podría doblegarla. Inútil. No era fuerza lo que le faltaba sino anchura de mano, para alcanzar la palanca sin soltar el puño. La «Velox» adquiría cada vez mayor velocidad y yo ya imaginaba tras la curva que divisaba al fondo de la carretera, las portillas cerradas del paso a nivel y el topetazo inevitable. Entonces tomé una decisión a lo Tom Mix, una decisión disparatada: Yo frenaría mi máquina con la mano izquierda y, simultáneamente, sujetaría el sillín de la Velox con la derecha; es decir, frenaría para los dos hasta lograr detenernos. Era una determinación de enamorado, arriesgada pero poco práctica. Con el primer tirón, Angeles se desequilibró, y sin perder velocidad se fue de cuneta a cuneta en un zig-zag peligrosísimo. Al segundo intento, las bicicletas entrechocaron y a punto estuvimos de irnos los dos a tierra. Nervioso, a medida que la curva se aproximaba, grité:

—Por Dios bendito, ¡frena!

Pero ella ya había perdido la moral:

—¡No me puedo parar, no me puedo parar!

La Velox se aceleraba y, ante lo inevitable, alcé los ojos al cielo y pedí con unción que el paso a nivel estuviese abierto. Así fue en efecto, pero la Velox, ligera como el viento, haciendo honor a su nombre, atravesó la vía como una centella y no se detuvo hasta llegar a Santa Cruz, el pueblo inmediato, donde al fin nos repusimos del susto.