A partir de los dieciocho años la bicicleta dejó de ser para mí un deporte y se convirtió en un medio de locomoción. Entre otras cosas, gracias a la bicicleta pude cazar un poco en los años de la inmediata posguerra, irme a bañar a la central del Cabildo, o visitar a mi novia durante los meses de verano. Desplazarse a cazar no era fácil por la impedimenta; en un vehículo tan esquemático como la bici había que acomodar la escopeta, el morral con la comida y los trebejos, más la perrita. De ordinario el macuto se colocaba en el manillar, en la barra la escopeta y, detrás, en el soporte, siempre que fuera dócil, la perrita. Pero una cosa es decirlo y otra hacerlo, pues tuve un animal de buena estampa, que padecía de vértigo y a la segunda pedalada ya se había arrojado a la carretera. Para subir a la Granja de la Diputación, a tres kilómetros de casa, esto no constituyó problema: el animal corría tras la máquina y de esta manera yo conseguía dos objetivos: librarle del vértigo y desbravarle, evitar que en el cazadero se alargara detrás de las perdices. Pero si el recorrido era de más de una decena de kilómetros era preferible dejar a la perra en casa y desempeñar personalmente sus labores sacudiendo las matas con los caños de la escopeta. A la bicicleta le debo gratas horas de esparcimiento en el campo en días difíciles e incluso algún alijo de estraperto que introducía en la ciudad salvando, con la misma pericia con que siempre sorteé a los municipales, la atenta vigilancia de la policía de abastos.

La bicicleta fue también en esa época el transporte adecuado para irnos a bañar al Cabildo, en el Pisuerga, cinco kilómetros aguas arriba de la capital. Así evitábamos las atarjeas, y alcantarillas que descargaban la porquería de cien mil vallisoletanos en el Paseo de las Moreras. Eduardo Gavilán y Vicente Presa solían ser mis acompañantes. Y allí, entre el boom-boom de la Central y el melodioso canto de los ruiseñores, nos bañábamos en la pesquera, en cuanto apretaba el calor.

No era un sitio muy cómodo pero sí limpio y allí coincidíamos con mis primos Federico y Julián y los hermanos Enciso que llegaban en coche al acabar sus quehaceres. Entonces, en los años 40, el coche de mis primos era de los pocos que quedaban útiles en la ciudad. Era un Chevrolet del año 36 que ellos, jugándose la vida, habían librado de la requisa general de la guerra enterrándolo bajo un túmulo de tablones en la serrería que regentaban entonces. Pero nosotros llegábamos al Cabildo por atajos, sinuosos senderos de tierra apelmazada junto a la carretera o a campo través, donde los neumáticos de las bicicletas producían un rumor estimulante, muy agradable, una grata sensación que todavía no he olvidado. Es claro que los cinco kilómetros de regreso nos ocasionaban una sofoquina mayor que si no hubiéramos ido a bañarnos, pero era una servidumbre obligada en una época en que las piscinas constituían un lujo apropiado únicamente para los artistas de Hollywood. Este placer de bañamos en agua corriente, no mancillada aún por la porquería urbana, duró pocos años. Enseguida empezó la modesta industrialización de la ciudad y naturalmente el lugar de emplazamiento tuvo que ser el Cabildo (las empresas sienten atracción por las aguas transparentes semejante a la de las polillas por la luz). Se emporcó aquella zona del río y como remate se sembró de lucios que con el tiempo subirían aguas arriba y crearían un serio problema para la población truchera.