Esta emoción se esfumaba en carretera. En carretera sólo quedaba el esfuerzo: no había guardias a quienes burlar. En aquellos años, entre los doce y los catorce míos, pasamos tres veranos en el pueblecito de Boecillo. Entonces estaba yo envenenado por el Tour de Francia, por las gestas admirables de Mariano Cañardo, Federico Ezquerra y la Pulga de Torrelavega. Los ciclistas españoles acudían al Tour huérfanos, sin una organización detrás y, sin embargo, haciéndoselo todo ellos, conseguían clasificaciones meritorias: A Cañardo pocas veces le vimos por debajo del décimo puesto en la general, ni a Trueba muy alejado del decimoquinto. Por si fuera poco, Trueba —y también Ezquerra— fue Rey de la Montaña varios años. Y a mí, como a casi todos los niños de entonces, nos entusiasmaba más la victoria en la cresta de una montaña que en un final de etapa llano, sin accidentes. Todos aspirábamos a ser escaladores y nuestro sueño inexpresado era coronar un día el Tourmalet en primer lugar. Recuerdo que en aquellos años, adquirí, entre mis amigos, cierta fama de escalador. Y ¿es que poseía yo, en realidad, algún don para escalar mejor que ellos? Yo siempre he sospechado que subir cuestas en bicicleta es una de las mayores maldiciones que puede soportar un hombre, escalador o no. Pero ante el repecho de Boecillo, con su pronunciado recodo y su empinamiento súbito, en la parte final, yo no me amilanaba, dejaba pasar a mis amigos primero y, luego les rebasaba como si nada pedaleando a un ritmo loco, a toda velocidad:
—Claro, es que a Delibes no le cuesta —comentaban ellos.
Yo mantenía la superchería. Sonreía. Tácitamente les daba la razón, porque esa era la carta que me convenía jugar: fingir que no me costaba. Y con un muchacho al que no le costaba subir las cuestas no se podía competir. De modo que de acuerdo con mi manera de pensar, lo aconsejable para llegar a Rey de la Montaña era poner cara de palo, incluso esbozar una sonrisa, mientras la procesión iba por dentro. Aguantar, que no trascendiera al rostro el sufrimiento interior y la fatiga física, era una baza segura para que el competidor desistiera de alcanzarnos. Nada desanima tanto a un corredor como observar que el contrincante realiza con la sonrisa en los labios algo que a él le supone un esfuerzo sobrehumano. Ponerme la máscara fue el secreto de mi éxito como escalador: ni piernas, ni bofes, ni garambainas. A mí me costaba subir el repecho de Boecillo tanto como a José Luis Fando, el gordo de la clase, pero lo disimulaba y mis compañeros, al verse rebasados por un tipo alacre, que no se quejaba, a quien no le dolían los muslos ni se le aceleraba el corazón, se sentían descorazonados y se sentaban en la curva a charlar un rato y descansar, en tanto yo coronaba el cerro en solitario, de un tirón. Pero, al rebasar la cumbre, me tumbaba boca abajo a la sombra de una acacia y sujetaba el corazón contra el suelo para que no se me escapase del pecho. Luego, al llegar a casa, no podía comer, tenía que meterme en cama un ratito hasta que se me pasara el sofoco:
—Claro, es que a Delibes no le cuesta.
Llegué a pensar que mi impostura era la impostura de Trueba, de Ezquerra o del francés Vietto, en el Tour de Francia. El que sabía fastidiarse sin poner cara de fastidio, ese era el Rey de la Montaña. Mis reflexiones llegaban incluso más lejos: en España había más escaladores que en ninguna parte porque estábamos acostumbrados a mortificarnos disimulándolo. Esta teoría creo que se ha confirmado después: hoy los mejores trepadores son de Colombia. El escalador (aparte la orografía del país, que también ayuda un poco) va desapareciendo de Europa con el aumento del nivel de vida. Se está demostrando que subir una cuesta en bicicleta, aunque esta sea de aluminio y disponga de treinta desarrollos, es un tormento para todo hijo de vecino. También se demostró con los años que los fielatos y los billetes de andén y las matrículas de las bicis infantiles eran tasas arbitrarias, de acuerdo con las teorías de mi padre, porque unos y otras desaparecieron al poco tiempo.