Entre los presuntos asesinos materiales de Prim estaba en primer lugar José Paúl y Angulo, republicano radical, bebedor tabernario, jefe de los asesinos de a pie, que disparó contra el general en la calle del Turco junto a los otros once que figuran en la lista que recoge el sumario. Además estaban los numerosos sicarios que no llegaron a actuar pero que hacían guardia en todos los posibles itinerarios que Prim habría podido elegir esa noche. Entre ellos se encontraba José María Pastor, hombre de confianza de Serrano.
Pedrol Rius señala a José Paúl y Angulo como jefe de los asesinos materiales y descree de lo que este mismo imputa al general Serrano, duque de la Torre, haciéndole responsable en sus memorias del hecho de que la ronda policial estuviera ausente en la calle del Turco por orden suya, lo que evidenciaría su complicidad. Para Pedrol y para muchos otros, Paúl y Angulo, nacido en una familia rica, señorito de Jerez, fanático y exaltado, duelista y provocador, es el principal de los presuntos asesinos que mataron por su mano al general. Contaba entonces veintiocho años.
Conoció a Prim en el destierro y lo acompañó hasta Cádiz. Esperaba que Prim acabara sumándose al bando republicano, pero los acontecimientos no siguieron el rumbo que él deseaba. De este modo nació un distanciamiento cada vez mayor y más agrio: Paúl le perseguía en el Congreso y le insultaba desde su periódico, El Combate. Actuaba como quien ha convertido a su antiguo ídolo en el peor de los enemigos.
Por otro lado, el diputado jerezano inició en las tabernas una vida de degradación y alcoholismo que le condujo a convertirse en un pelele obsesionado que podía transformarse en asesino y jefe de asesinos. Se dice que Paúl y Angulo escribió en El Combate que a Prim «había que matarlo como a un perro». Sin embargo, en el tomo LXXVIII del sumario se guarda la colección de los números de El Combate y no hemos hallado en ninguno de los artículos esa frase tan ruin y descriptiva. El 25 de diciembre de 1870, dos días antes del magnicidio, se suspende la publicación anunciando que los redactores van a sustituir «la pluma por el fusil».
Ese día Paúl y Angulo abandonó la fonda París, donde residía. No se llevó equipaje alguno y anunció que salía de viaje, sin especificar adónde. En realidad se escondió en Madrid, porque fue visto al día siguiente, en la calle Relatores, por un barbero que le rapaba la barba. En ese momento llevaba las cejas pintadas de negro y se había despojado de las gafas.
Se dice, si bien no puede ser comprobado, que el general Prim y su ayudante Moya reconocieron en la escena del crimen la voz de Paúl y Angulo dando órdenes a los asesinos, probablemente disfrazado sin barba, con una cazadora de pelo negro, sin gafas y con las cejas pintadas de negro. Explica Pedrol que Muñiz habría de publicar unas memorias en las que narraba que el general había reconocido a Paúl y que se lo contó a su esposa, a Muñiz y a Moreno Benítez. Según denunció Valle-Inclán, como ya vimos, tales memorias fueron falsificadas.
Por cierto que, como en todo juicio histórico, será bueno que el autor de las Sonatas, «eximio escritor y extravagante ciudadano» como le llamó el dictador Miguel Primo de Rivera, haga aquí de abogado del diablo y nos diga qué opina de Paúl: «Para caminar con alguna luz en el obscuro proceso del asesinato del general Prim es preciso descartar la culpabilidad de Paúl y Angulo». ¿Y de la víctima? Dice Valle: «Don Juan Prim y Prats era hombre teatral y autoritario, de mucha cautela y de cortas verdades. Su conducta política jamás estuvo alumbrada por la llama de la noble pasión ideológica ni sufrió el rigor de los escrúpulos». Por otra parte, esto era lo que opinaba sobre los revolucionarios septembrinos: «Aquellos revolucionarios, confiando alegremente en que para siempre habían hecho desaparecer la dinastía borbónica, se quedaron perplejos y no acertaban a decidir si mantendrían la forma monárquica…» Y el párrafo más devastador del gallego: «Con estas palabras enjuicia el señor conde de Romanones, en la vida de Amadeo de Saboya, el pensamiento de los revolucionarios septembrinos, espadones y tribunos, plutócratas de la trata de negros y áticos maestros del periodismo».
Valle-Inclán escribe sesenta y cinco años después del atentado, dejándose llevar por una vena de romanticismo carlista.
Cuenta Romanones que Paúl y Angulo quiso defenderse «poniendo en la cuenta del duque de Montpensier y de sus secuaces la preparación del crimen»; insinuó también que éste pudo tener su origen en aquellos a quienes la desaparición de Prim pudiera aprovechar. ¿Y a quién podría aprovechar más que al general Serrano, regente del reino?
Al duque de Montpensier, que mientras viviera Prim jamás sería Rey de España: Antonio María Felipe Luis de Orleans, duque de Montpensier (Neuilly, Francia, 1824-Sanlúcar de Barrameda, 1890), fue el quinto hijo de Luis Felipe de Francia. Al principio se negoció su boda con Isabel II, pero Inglaterra se opuso. Mucho después fue Francia la que vetaría su candidatura al trono español. Celebró finalmente su casamiento con la infanta Luisa Fernanda, hermana de la Reina, el mismo día y en la misma ceremonia que Isabel II contrajo nupcias con Francisco de Asís. Fijó su residencia en Sevilla. A pesar de sus dispendios y de sus enormes gastos en política, Antonio de Orleans tenía por el contrario fama de ser más agarrado que un chotis. Hasta cultivaba para venderlas las naranjas del huerto de la residencia de San Telmo, por lo que se ganó esta cuarteta:
Yo soy el rey naranjero
de los huertos de Sevilla.
Quise atrapar un sillón
y me quedé sin la silla.
Como se ha dicho, uno de los que más se benefician con la muerte de Prim es el general Serrano, duque de la Torre. Romanones, sentencioso y delicado, tira con bala aunque juega al despiste: «No puede pasar inadvertido que el regente del reino [Serrano] se mantuviera apartado de cuantas negociaciones se realizaban para encontrar Rey, sin duda por pensar que no podía hallarse otro mejor que él mismo».
La opinión de Valle-Inclán, con su visión esperpéntica e hiperrealista de la época, vuelve a ser contundente: «El general Serrano fue uno de aquellos afortunados espadones isabelinos, ingrato, cortesano, tornadizo, de cortas luces y pocos escrúpulos, pero con mucha simpatía personal para el navajeo de las zaragatas políticas».
Leyendo el sumario, se sabe que el sospechoso Moya, inmediatamente después del atentado, manifestó ante el juez que había reconocido la voz de Paúl y Angulo. Y fue él quien sugirió que, ya que el general no había declarado, convenía interrogar a Moreno Benítez, quien estuvo a la cabecera del moribundo. Moreno Benítez declaró que el general le había manifestado que reconoció la voz de Paúl en aquellas órdenes. Sin embargo, todo esto huele a amaño desde el punto y hora que lo provoca Moya, que no quería testigos, y lo ratifica Muñiz, a quien le reescribieron las memorias una vez muerto. Moreno Benítez no declara a propio intento sino arrastrado por el ayudante, que salió curiosamente indemne del atentado y pretendió despedir a la testigo principal.
La causa recogió pruebas suficientes para acreditar la participación material en el asesinato de Paco Huertas, Ramón Armella, Adrián Ubillos y Montesinos, quien avisó de la salida del Congreso. Todos ellos eran guardaespaldas de Paúl y Angulo frente a la Partida de la Porra, de «inspiración gubernamental», encabezada por Felipe Ducazcal, a quien Paúl metió un tiro en la oreja en duelo a muerte, como un abejorro de plomo.
Todo había empezado cuando López, Sostrada y otros tres, por medio de la sociedad La Internacional, se ofrecieron para llevar a Montpensier al trono. Solís les recibió y les entregó la mitad triangular de una tarjeta que había de servir para cualquier persona que fuera de parte de López a pedir auxilio. ¿Por qué fue robada esta contraseña? ¡Porque existía el riesgo de que alguien sacara la otra mitad de manos de los asesinos!
Todo lo contado fue reconocido por Solís, mano derecha de Montpensier, pero con posterioridad dijo que tuvo noticia de los antecedentes de López, alias Madame Luz, y cortó sus relaciones con él.
La sustracción motivó la apertura de diligencias, pero sin que llegara a aclararse nada. La causa se convirtió en una subasta de sobornos. La verdad fue una y mil veces desacreditada; a veces ni siquiera fue creída, aunque estuvo igualmente pagada.
Hasta el año mil ochocientos ochenta y tantos, los historiadores no se atrevieron a nombrar claramente a las personas de las que sospechaban como instigadoras o autoras intelectuales del magnicidio. Les vencía el terror, puesto que el sumario había quedado inconcluso y el juicio no había llegado a abrirse.
Desde el principio, la voluntad de aquel Gobierno fue ocultar la verdad. A las nueve de la noche, el subsecretario de Guerra envió un parte a los capitanes generales y al comandante de Ceuta con información acerca del estado de Prim: «El Excmo. Sr. presidente del Consejo de Ministros al salir de la sesión del Congreso de hoy ha sido ligeramente herido por disparos dirigidos al coche en la calle del Turco. La tranquilidad no se ha alterado». Prueba de que no se trata de ningún error o ligereza, al día siguiente, 28 de diciembre, la Gaceta de Madrid, en su número 362, insistió en la misma falsedad: «Ministerio de la Gobernación. El Excmo. Sr. presidente del Consejo de Ministros ha sido ligeramente herido al salir de la sesión del Congreso, en la tarde de ayer, por disparos dirigidos a su coche en la calle del Turco. Se ha extraído el proyectil sin accidente alguno, y en la marcha de la herida no hay novedad ni complicación».
Nos tropezamos con el hallazgo de la lista de los asesinos materiales de Prim, las más jugosas acusaciones contra el duque de Montpensier y el general Serrano, señalados como presuntos autores intelectuales del crimen. Es una jornada provechosa, una de tantas que disfrutaremos a lo largo de la investigación. Encontramos asimismo las declaraciones de testigos presenciales y la prueba irrefutable de la gravedad de las heridas. Aparecen implicaciones de peso contra algunos de los autores intelectuales.
Los hallazgos fueron esplendorosos: no sólo los nombres de los asesinos que siempre se han barajado —Paúl y Angulo, Ubillos, el carnicero Paco Huertas (tomo LXXVII, folio 82)— sino muchos más, hasta doce, porque doce son los que conforman una lista de criminales en la que figuran los hermanos Villanueva, Ramón Armella (tomo XXXII, folio 6140), Montesinos y Rodríguez, junto a verdaderos desconocidos. La lista original nunca se había exhibido hasta ahora debido a que se encontraba ignorada, mal valorada, oculta en un sumario confuso, barajado y deteriorado —probablemente a propósito— para impedir que se conociera la verdad. Esta lista de los «apóstoles asesinos» habría sido cambiada de lugar para confundir, como ocurre con todo el sumario.
Para Javier Rubio, historiador y diplomático, la conclusión de su interesante trilogía España y la guerra de 1870, publicada por el Ministerio de Asuntos Exteriores, es contundente contra Antonio de Orleans: «Y podemos decir sencillamente que el responsable último, el gran inductor del asesinato y el eficaz encubridor de los asesinos del presidente del Consejo de Ministros, don Juan Prim, es el personaje político que se consideraba, por su causa, el gran perdedor, e incluso el gran traicionado de la Revolución. Su nombre: Antonio María de Orleans, duque de Montpensier».
En el sumario Prim, el coronel Felipe Solís y Campuzano, secretario de Montpensier, es constantemente señalado por unos y otros como parte de los conspiradores, en el centro mismo de la organización del atentado. Igualmente, José María Pastor, jefe de escoltas del general Serrano, es señalado de forma reiterada como contratista de sicarios, organizador de ensayos criminales y acogedor de sospechosos llegados a Madrid desde distintos lugares.
Sin embargo, para Javier Rubio el caso de Serrano difiere del caso del duque francés. Según su razonamiento, «por ninguno de estos criterios [los examinados] el duque de la Torre puede ser considerado un inspirador, o un cómplice, del crimen». En su opinión, «es ya hora de exonerar al general Serrano de esta siniestra responsabilidad».
Según las indagaciones de Sagasta, el crimen habría sido ejecutado por Paúl y Angulo y financiado por el coronel Solís, ayudante del duque de Montpensier. Va en la buena dirección, pero el prudente político —que sería todopoderoso primer ministro con Alfonso XII— se baja una parada antes de la estación final.
Los contratados para la tercera emboscada al general, esa que tenía tres trampas correlativas y que no podía fallar, empezaron a llegar a Madrid en octubre. Según el sumario, procedían de La Rioja y de Valencia. En total pudieron ser alrededor de treinta o cincuenta. Estaban dispuestos, ahora sí, a deshacerse del «obstáculo principal»: Prim.
Solís preguntó en septiembre si La Internacional disponía de medios para acabar con Prim, y López respondió que buscaría hombres suficientes. Era la única salida a los diputados que se venían abajo, los miembros del Gobierno que flaqueaban y los generales tentados por el cambio que temían la mano dura.
Solís y Pastor colaboraron en la cárcel. Al parecer, Pastor fue a la calle del Turco con los consortes de Paúl y Angulo. Una posibilidad es que los hombres de López y Sostrada acabaran obedeciendo al republicano Paúl y Angulo, el enemigo de odio insaciable.
No obstante, las responsabilidades penales no recayeron sobre los partidos sino sobre personas concretas. Sería injusto condenar al Partido Republicano sabiendo que muchos jefes principales —como Castelar, Pi y Margall y Figueras— no sabían nada del atentado. Además, lo condenaron firmemente y siempre repudiaron el trato con Paúl y Angulo, que tuvo que vivir en el exilio. Nunca se atrevió a volver a España, ni siquiera durante la República. Sus correligionarios no se lo habrían permitido.
Por parte de los autores intelectuales del magnicidio destaca Antonio de Orleans, duque de Montpensier, que trató de arrebatarle el trono a la reina. Todo apunta a que Montpensier fue un poderoso financiero que pagó todos los intentos de matar a Prim hasta lograrlo a través de su hombre de confianza, Felipe Solís y Campuzano, imputado en la causa por el asesinato.
Desde el principio se sospecha también, como gran estratega de la operación, de Francisco Serrano y Domínguez, duque de la Torre, «plutócrata de la trata de negros», cruel represor del levantamiento de los sargentos del cuartel de San Gil, de los que fusiló a sesenta y nueve, espadón, golpista, servidor de la monarquía mientras le beneficiaba y chaquetero, hasta ser el último presidente de la Primera República. Los progresistas le llamaban el Judas de Arjonilla. Incluso le ofreció sus servicios a Alfonso XII cuando éste regresó a España con la Restauración, pero el joven rey lo despreció; no en vano había echado a su madre del país.
A Serrano, a quien se le supone presunto cerebro estratégico del asesinato, le asistió siempre José María Pastor, el jefe de su escolta personal y el hombre de los asuntos turbios. Imputado en el sumario por la muerte de Prim, pudo ser él mismo quien se encargó de estrangular al general en su lecho de dolor.
Como se ve, los asesinos de Prim eran también enemigos feroces de los Borbones. Los asesinos de Prim querían el trono para ellos, o incluso establecer la República, pero lo que no querían bajo ningún concepto era legitimar el reinado de Alfonso XII.
Sobre la posible implicación de Cánovas del Castillo en el atentado, cabe subrayar que era tal su estatus moral que únicamente una persona, y muchos años después de los sucedido, tuvo valor para lanzar una insidiosa sospecha. Pero esa persona se llamaba Paúl y Angulo y, por lo tanto, no se podía considerar un testigo imparcial.
La lista de los autores materiales del crimen estaba escondida en el sumario, en un grupo de documentos que no le correspondía. En el sumario de Prim se habla varias veces de una lista de asesinos. En primer lugar, cuando el director de La Discusión le entrega a Muñiz una relación de los supuestos sicarios, cuarenta y ocho horas antes del crimen. Luego, cuando se incautan papeles en casa de José María Pastor, jefe de escoltas del regente. Y después, cuando se obtiene una lista que delata el preso más locuaz, probable «doble agente», Juan José Rodríguez López, alias Madame Luz, asegurando a sus consortes que «ésos son los asesinos de Prim».
El caso es que la lista de los asesinos está contenida en el sumario. Hasta Rueda Vicente, nadie había dicho con exactitud cuántos eran, ni había recitado todos sus nombres. Pero allí estaban: los conocidos junto con algunos que sonaban por primera vez. Los protagonistas auténticos del suceso, los ejecutores de a pie: Paúl y Angulo, Paco Huertas, Montesinos, Ubillos, Armella… En total, doce. Rueda Vicente dice que Paúl y Angulo aparece en la «lista de los que estaban conjurados en la calle del Turco y aledaños» y señala su ubicación en el sumario: causa 306/1870 (tomo XXXIV, folio 6751r). Para él forma parte de los documentos incautados a José María Pastor cuando fue detenido, en 1871, y señala que se encuentra junto a los estatutos de la sociedad secreta La Internacional, creada para llevar al trono al duque de Montpensier.
Sin embargo, los papeles incautados a Pastor se recogen en el tomo LXIII, con una carta del duque y más correspondencia.
Los presuntos que dispararon en la calle del Turco fueron:
Veinticuatro horas antes del crimen, Ricardo Muñiz, íntimo del general Prim, recibe en su casa a Bernardo García, director del periódico La Discusión, quien le entrega la lista de los presuntos ejecutores materiales del inminente atentado. En ella son únicamente diez los denunciados, y aunque le han dado traslado al gobernador, éste sólo ha intentado detener a uno de ellos, Paco Huertas, que consigue escapar del café Madrid.
Informado, Prim no presta mucha atención mientras corren las últimas horas de su vida. Entonces no se sabe, pero en el sumario se puede comprobar que los asesinos materiales de Prim acabarán siendo muchos, una multitud: más de treinta. Sobre un grupo principal de doce, que actuaría en la calle del Turco, había varias encerronas más preparadas.
A esas horas, gran parte de los diputados ha oído algo sobre lo que se les viene encima. El republicano Morayta le pide a Prim que vaya a cenar a la fonda para celebrar el San Juan de invierno masónico. Si acepta no pasará por la calle del Turco, pero ¿acaso ignora Morayta que hay más trampas? Otro diputado republicano, García López, le pide que cambie el trayecto que normalmente hace para librarse. Prim se lo toma a beneficio de inventario y sigue de broma con el resto de congresistas.
De excelente humor sale a la calle por la puerta de Floridablanca, donde le espera su ayudante González Nandín, que ordena al cochero que se acerque. Nieva con intensidad. En la portería, un tal Montesinos, que figura en último lugar en la presunta lista auténtica de los asesinos, sale con prisa, exponiéndose a la nieve sin miedo, tras abandonar el calor del brasero junto a dos agentes de la autoridad, y se pierde por la calle del Sordo, hoy de Zorrilla.
Se supone que Montesinos va a avisar a los sicarios de que ya llega el general. Pedrol Rius llama a Montesinos «mensajero de la muerte»[38]. Según el abogado, que publicó su libro sobre los criminales en pleno franquismo, en el último momento se presentan junto al coche Sagasta y Herreros de Tejada. Prim se sienta en el asiento de la izquierda y deja libre el de la derecha, donde normalmente va él. Cuando los diputados se marchan y suben los ayudantes Nandín y Moya, Prim permanece en el asiento de la izquierda. Nandín se acomoda en el asiento de la derecha —recordemos, el habitual de Prim— y Moya lo hace enfrente, junto al vidrio. Son ya las siete y media de la tarde.
A Prim prácticamente lo fusilan a corta distancia. No tiene escapatoria. Recibe al menos doce impactos de bala directos. Nueve en el hombro izquierdo, uno en el codo del mismo lado, otro en el dedo anular derecho y otro en la palma de esta misma mano, que está atravesada. Y, si bien las declaraciones de los médicos que supuestamente le atienden no lo mencionan, tiene que sangrar por fuerza por varias de las heridas. La del hombro izquierdo abarca, según la declaración sumarial después de la autopsia, seis centímetros y puede haber afectado a las arterias subclavia y humeral.
Según el forense que hace «la autopsia», es mortal ut plurimunt, en latín macarrónico, porque el doctor De la Fuente Chaos copia mal en el libro de Pedrol. En realidad, en el sumario dice mortal ut plurimum, en correcto latín, que significa «mortal de necesidad». Aun así, los médicos se atreven a declarar, tal vez obligados, que el herido mejora.
El abogado dice que una vez que la berlina llega hasta el palacio de Buenavista, su residencia y también sede del Ministerio de la Guerra, el general sube rápidamente, desangrándose, por las escaleras: «El día 30 expirará al atardecer. Empieza una historia médica que el doctor De la Fuente Chaos explicará al final del libro»[39].
El médico amigo no subraya la importancia de las hemorragias dado que es muy probable que, sobre la base de la naturaleza de las heridas recibidas, el shock traumático causado y el estado general de Prim, el general no pudiera subir las escaleras ni mantenerse en pie. Lo normal habría sido que hubieran llamado a un cirujano que le hubiera ligado las arterias y las venas sangrantes. Si no lo hicieron, fue porque ya no hacía falta.
En condiciones normales, para atender al hombre más poderoso de España que llega herido de bala habría debido convocarse una reunión de sabios que incluyera a los mejores médicos y cirujanos del momento. Sin embargo, esto no fue así. Doctores de cabecera acostumbrados a recetar jarabes o baños de asiento atienden a Prim; médicos militares de infusión y tintura de yodo se ocupan de revisar las heridas, ponerles un apósito y dejar que pase el tiempo como única terapia. Está claro que todo esto forma parte del tinglado de la antigua farsa.
Pedrol ya barre parte de la leyenda eliminando detalles del atentado que fueron añadidos por quien no estaba allí. Respeta el testimonio, recogido en el sumario, de los dos conserjes de la Escuela de Ingenieros (en el número 5 de la calle del Turco) que coinciden en que los asesinos huyeron hacia la calle de la Greda, hoy de los Madrazo.
Sin embargo, le extraña la «rara unanimidad» de muchos detalles aceptados por respetables tratados de historia contemporánea y biógrafos de Prim. Detalles, dice en su libro, «que aquí faltan y que allí sobran». Algo de eso, pero más profundo, nos ocurre a nosotros.
El abogado dice: «Resulta en cambio chocante que entre tanta leyenda, biógrafos e historiadores contemporáneos del suceso hayan ignorado el segundo intento de parar el coche en la calle de Alcalá con una carretela provista de cochero y lacayo». A nosotros nos extraña que él mismo, siendo el primero que revisó el sumario sin haberlo instruido, no reparara en el tercer intento de bloquear el coche que estaba previsto en la calle Cedaceros en caso de que Prim acudiera a cenar con la logia masónica a la fonda Las Cuatro Estaciones.
Y en especial sorprende que el médico coautor de su libro —porque firma el epílogo— coincidiera con la mentira oficial que se difundió desde el Consejo de Ministros acerca de que Prim había sido objeto de un atentado en la calle del Turco y que se estaba reponiendo de la herida leve recibida.
Los asesinos contaron con una inusitada abundancia de medios; con una financiación sin límite y una remuneración muy generosa que incluía la huida a lejanos países hispanoamericanos. El crimen fue planificado y tuvo instigadores, autores intelectuales, financieros con bolsa sin fondo e intereses políticos de primera magnitud. Puede decirse que el 27 de diciembre de 1870 todo el mundo quiso matar a Prim. Entre otros, más de tres decenas de asesinos mal contados.
Pocos minutos después de que llegara la berlina con el cuerpo del héroe de los Castillejos se presentaron en el palacio el regente Serrano y el almirante Topete, que con sus primeras decisiones no dejaron ver a la víctima —¿el muerto?, ¿el moribundo?— al juez instructor.
Llama poderosamente la atención el hecho de que la víctima de un atentado que no se encuentra en condiciones de declarar ante la justicia —ni siquiera para que el juez lo vea—, para dar fe de lo que sucede, hable sin embargo después con unos y con otros, que todos tengan libre acceso a su alcoba, donde comentan y charlan con el moribundo; su ayudante, el pariente Prats, su amigo el diputado Moreno Benítez, el almirante Topete, con el que discute de política y al que ruega que vaya a recoger al rey en su lugar… A todo esto, los médicos de cabecera que lo atienden no pueden verlo por el mal estado que presenta.
Lo que es seguro es que Serrano asume el mando. La viuda de Prim, después de haber visto llegar a su marido deshecho a tiros en la berlina, acaba de observar con espanto que la situación está en manos de su mayor enemigo.
Hace mucho que Serrano ambiciona el poder que encarna Prim bajo su mando: presidente del Consejo de Ministros y jefe del Ejército, ministro de la Guerra, dueño de la sociedad civil y del colectivo militar.
Serrano sabe que declarar la muerte en el acto de Prim es un golpe de Estado. Se temen reacciones airadas, especialmente entre los republicanos, que ya han amagado varias veces y que están preparados para cortarle el paso a Amadeo de Saboya, el rey que impone Prim, al que la gente en la calle no quiere y a quien llaman Macarronini I.
También puede suceder que los partidarios de Prim protagonicen un levantamiento o que otros aventureros aprovechen la situación: monárquicos, alfonsinos, carlistas… El propio Antonio de Orleans, duque de Montpensier, está al acecho y podría arreglarse con el duque de la Torre, ofreciéndole lo que envidia a cambio de acceder al trono de España.
De modo que si Prim está muerto no conviene que los autores del crimen lo sepan. Serrano y los ministros saben argumentar esto, si fuera necesario, ante la familia del general. La viuda, en especial, teme que se haya abierto la veda y que ahora vengan a por ella y a por sus hijos, su patrimonio y su libertad. No es extraño que acepte guardar silencio y difundir noticias tranquilizadoras.
Los capitanes generales y los gobernadores civiles reciben un mensaje apaciguador: Prim está herido leve y se recupera sin complicaciones. La Gaceta, la prensa oficial, lo ratifica. A Serrano no le conviene que el juez vea el cuerpo de Prim y deja de convenirle también que lo vean los médicos, que informan prácticamente improvisando una versión.
En 1960, en España, el general Francisco Franco deja que se hable del regreso de los Borbones al poder, esta vez a través de su sucesión a título de rey, que podría recaer en Juan Carlos de Borbón y Borbón. Un libro que no diga tanto quién mató a Prim como que los Borbones no lo hicieron podría resultar interesante.
Pedrol fue un jurista de carrera que jugó un papel político de primer nivel durante muchos años. Presidente del Colegio de Abogados durante décadas, fue un personaje influyente y consejero de las más variadas crisis.
Increíblemente, grandes historiadores y escritores —de Orellana a Pérez Galdós— parecen aceptar «con resignada unanimidad que el misterio del asesinato no tiene solución». Dice Natalio Rivas en 1950: «Transcurridos ochenta años no hay que pensar en que sea posible aclarar lo que perpetuamente quedará en el más profundo misterio». Pues no, señor.
Pedrol reflexiona con prudencia: «He ahí, noventa años después, una conclusión sorprendente, por lo menos. Un hombre que lo era todo en el país, un hombre que tenía a su lado la mayoría de la opinión española, es asesinado en una calle de Madrid. Participan, que sepamos, dos grupos, de ocho o diez hombres cada uno; dos coches en la calle del Turco, una carretela “con cochero y lacayo” en la calle de Alcalá. A estos hombres hay otros que los han armado, que los han escondido, que les han facilitado la huida a lejanos países americanos. Y todo esto ha ocurrido en un país como España, donde los más graves secretos tardan poco en circular alegremente por la calle bajo ese sol tan fuerte…»[40]
Hay que ver de lo que son capaces determinados novelistas e historiadores españoles con tal de no molestarse en buscar un papel, acudir a un juzgado, pedir un sumario, contrastar un dato. Son capaces de reproducir las ocurrencias del mediocre Roque Barcia hasta la eternidad. Incluso pasado mucho tiempo no exigen el cese del secreto, como derecho del pueblo español, por el legítimo trabajo funcionarial y la sacrosanta reclamación de aprender la historia. Pero nada, mejor ahondar en silencios esotéricos de este país de pitonisas, videntes, futurólogos y sanadores.
Los tiempos de Pedrol no eran los mejores para la investigación, puesto que la dictadura de Franco, a finales de los cincuenta, estaba fuerte y parecía dispuesta a durar muchos años. Pero el abogado reusense, como hombre aceptado por el Régimen, tuvo acceso al sumario que esconde el secreto mejor guardado del siglo XIX.
Y allí «Temis trabajaba para Clío», la musa de la Justicia para la de la Historia. La musa ciega había recogido incansable, paciente, manifestaciones de unos y otros, testimonios, acusaciones, documentos y listas de acusados. El lenguaje de la justicia es frío, árido, inalterable, desdeñoso frente a la imaginación. Tal y como si se tratase de una sucesión de placas fotográficas, recoge hasta el más pequeño detalle, sin comentarlo ni mezclarlo con aderezo alguno.
A pesar de que Prim iba y venía todos los días de su casa al Congreso por el mismo camino que pasaba por la tortuosa calle del Turco, el gobernador de Madrid no tomó ninguna decisión de cara al refuerzo de la vigilancia. Era como jugar con fuego. Para Pedrol, el comportamiento negligente e inexcusable de Rojo Arias le hace responsable del crimen.
En The Echo, un folletín inglés, se llegaría a publicar en tono despectivo que «cualquier policía que no fuera la de Madrid» descubriría a los asesinos en un periquete. (Lo que equivale a decir que cualquier policía menos la de Londres le echaría el guante a Jack el Destripador). Pedrol se complace en recordar que, a partir de lo publicado e inventado en Francia e Inglaterra, muchos «detalles falsos del asesinato» se trasladaron a obras de «muy concienzudos historiadores españoles», donde fueron acogidos como artículos de fe. El papanatismo nacional siempre tiende a sobrevalorar lo que simplemente viene traducido del francés o del inglés.
Morayta tuvo relaciones de gran proximidad con Prim y también con su delirante adversario, Paúl y Angulo, así como con otros de los señalados que formaban parte de la cuadrilla. Pi y Margall se ocupa de él en su Historia de Prim, con informaciones tomadas de Morayta. Las revelaciones de un tal Martínez, que se declaró autor del magnicidio en un país al otro lado del océano, se produjeron entre marzo de 1893 y 1894, fechas del archivo definitivo de la causa y de la publicación del historiador citado, y se recogen en una biografía de Prim de Miquel y Vergés publicada en México. Aunque al individuo se le sitúa en Santo Domingo, se le tiene por bedel de un colegio religioso y se le da el nombre de Marcelino, pero ya se sabe lo que pasaba con los nombres en esta investigación. Debió de ser un hecho de cierta notoriedad en determinados ambientes.
¿A quién beneficiaba la desaparición de Prim? Pedrol no nos hace la larga lista que sigue a esta pregunta —ya hemos apuntado que da la sensación de que todos hubieran querido matar a Prim—, sino que más bien nos ilustra acerca de lo que le interesa, como si dijera que no se sabe quién mató a Prim pero sí quién, seguro, no lo hizo. El partido alfonsino es el primer exculpado.
Pedrol enfatiza las razones en la figura de Cánovas del Castillo, que al parecer cenaba en la casa del marqués de Castrillo cuando tuvo noticia del asesinato. Según el letrado, «la superioridad de su inteligencia, su elevada condición moral, su repugnancia a la violencia, le habrían impedido la más leve concesión al crimen. Don Antonio, hombre de derecho, liberal, católico a machamartillo, odiaba el crimen»[41].
Para el brillante defensor, ni uno solo de los acusados en el sumario tenía, ni directa ni indirectamente, la mínima relación con el Partido Alfonsino. «En servicio de la justicia, en honor de la verdad, debemos, pues, sentar una primera conclusión: la venida de don Alfonso y la gran obra de la Restauración están limpias de toda salpicadura de la sangre de Prim»[42].
El abogado de Reus es un hombre de Estado. Sabe de leyes. Tiene en la cabeza la línea de la historia, la línea del horizonte histórico. Habrá quien diga que se dedicó al asunto de Prim porque ambos eran de Reus, y porque creció con la estatua del marqués de los Castillejos sobre su cabeza, pero en realidad lo hizo por la historia y por el futuro, para despejar este punto, dado que «fue en la Restauración cuando se cometió la torpeza de descabellar el sumario de mala manera»[43]. Sobre la base de los últimos descubrimientos científicos, la Comisión Prim ratifica que los asesinos del general no guardan relación alguna con los partidarios de los Borbones.
Acto seguido se exonera al partido carlista, por estar lejos del poder. El abogado aporta el discurso del representante de la minoría carlista, execrando el crimen como defensa con las más nobles palabras pronunciadas por ese asunto.
Quedan tres partidos que podrían beneficiarse de forma inmediata de la muerte de Prim: los republicanos, los partidarios del duque de Montpensier y el partido del general Serrano. Las pistas principales del sumario señalan a los tres.
El partido republicano tenía a Prim por el obstáculo insuperable. Prim era inevitablemente monárquico, aunque contrario a la dinastía de Isabel II. Pero si un día había pronunciado los «tres jamases» en contra de los Borbones, poco antes del atentado había afirmado frente a representantes de la República francesa: «No habrá República en España mientras yo viva». Consta a través de García Ruiz, republicano unitario, que había varios diputados federales en el Congreso que estaban al corriente de las trampas para asesinar a Prim. El partido republicano pretendía el Gobierno con urgencia y en cuanto fue posible, después de Amadeo de Saboya, alcanzó el poder.
El enfrentamiento con Montpensier venía de lejos. Si Prim no hubiera participado en el septiembre revolucionario de 1868, Montpensier habría sido rey de España. El almirante Topete, con la escuadra y los generales unionistas —entre ellos Serrano—, apoyaban su candidatura. Prim aplazó la decisión cuando más caliente estaba. Actuó de forma hábil y templada: no se opuso y aseguró que no tenía nada en contra de Montpensier, pero que algo de tal importancia debería decidirse en unas Cortes Constituyentes. Topete tuvo que plegarse a su razonamiento, porque era jurídicamente irreprochable y porque la figura de Prim tenía un enorme peso popular.
En su fuero interno, Prim había decidido no aceptar nunca al duque, porque no merecía la pena hacer una revolución como la Gloriosa para eso. Montpensier se había retratado con su actuación de financiar la revolución contra su propia cuñada, poniendo así de relieve su ambición personal. Además, Prim le había prometido al emperador Napoleón III que la revolución no se haría para llevar a Montpensier al trono. Y nada le haría incumplir la palabra dada.
Desde entonces, varios hechos perjudicaron a Montpensier como candidato; el que más, la muerte del infante don Enrique. Aunque Antonio de Orleans fue absuelto en el Consejo de Guerra, la opinión pública lo condenó por duelista, lo que no eran credenciales para un rey.
El regente, el general Serrano, también estaba muy enfrentado a Prim, si bien se tiende a minimizarlo. Cuando estalló la revolución estaba a la cabeza de todos, incluido Prim, y resultó vencedor en la decisiva batalla de Alcolea. También fue el primer jefe del Gobierno. Sin embargo, la popularidad de Prim, sus excepcionales dotes de mando, su trayectoria militar, sus servicios a la patria y el peso político de su figura desplazaron a Serrano.
Son muy ingenuos los que piensan que Serrano se conformaba con lo que le dejó Prim. Muy al contrario, pretendía salir de su jaula dorada y recuperar el centro del poder. Muerto Prim, Serrano fue presidente del Consejo con Amadeo de Saboya, y la Restauración borbónica se lo encontró de «presidente del Poder Ejecutivo de la República», es decir, de jefe del Estado.
Pedrol cede a la tentación de reproducir una caricatura satírica, publicada en La Flaca meses después del magnicidio, en la que el espectro de Prim señala con severidad al general Serrano. Es fácil entender que está acusando a Serrano de su muerte, y no solicitando una pensión vitalicia para el regente.
El tercer presunto culpable del atentado es, para Pedrol, José María Pastor, ese individuo tan importante a quien los historiadores no conocen porque no han tenido nunca en cuenta el sumario. Pi y Margall afirma que el testimonio de un sereno asegura que los asesinos corrieron a refugiarse en el palacio del regente Serrano.