XV
Una guerra entre masones

Para sus enemigos encarnizados, que los tiene, la masonería es un poder infernal que nunca cesa de acecharnos. Incluso a día de hoy sus enemigos piensan que permanece activa, manejando los resortes ocultos del mundo. Sin embargo, para el común de los ciudadanos priman la ignorancia y el desconocimiento. Muchos piensan que fue un partido del siglo pasado y otros, simplemente, creen que no existe. Sin embargo, los misterios de algunas épocas y políticas sólo se entienden por la intensa actividad de las sociedades secretas, que funcionan como mecanismos de conquista del poder o como sociedades de socorros mutuos.

En esta historia verdadera, donde el rey francés es Napoleón III y la emperatriz Eugenia de Montijo, perviven en París como intrigantes la reina gobernadora y Fernando Muñoz, duque de Riánsares. Los regentes de diferentes épocas son los espadones Baldomero Espartero, duque de la Victoria, y Francisco Serrano, duque de la Torre, ambos con tratamiento de alteza real. La reina expulsada de España es Isabel II, asesorada por el padre Claret y sor Patrocinio, la Monja de las Llagas, y los supuestos amantes reales Serrano, Olózaga y Marfori. La acción transcurre en un Madrid donde nieva horrores, en calles de honda raigambre popular: del Sordo, del Turco, Alcalá y Barquillo. También en el palacio de Buenavista, el Congreso de los Diputados, la basílica de Atocha y el Panteón de Hombres Ilustres. El inspector de policía se llama Galo Ortega; el atentado lo lleva a cabo una banda de individuos cubiertos con ropajes largos que ocultan trabucos, armas con boca de trompeta capaces de hacer nueve impactos con un solo tiro. El magnicidio se comete después de que la víctima haya recorrido toda Europa en busca de un rey, en una suerte de subasta en la que la recompensa es el trono de España, lo que llega a provocar el estallido en 1870 de la guerra entre Francia y Prusia.

En aquellos tiempos suponía un gran insulto que a uno lo tildaran de pastelero. El infante Enrique de Borbón se lo llamó por escrito —públicamente— a Antonio de Orleans, duque de Montpensier. En el duelo a pistola, la tercera bala le costó la vida al infante y alejó al francés de la corona para siempre. Un tiro de verdadera mala suerte. A Prim lo dibujaron en La Flaca haciendo pasteles: algo así como amasar la política, amañar los cargos y hacer tirabuzones del poder.

En esa sociedad donde los pasquines volanderos se pegaban en las paredes y un periódico era una hoja mal impresa escrita con rabia, las sociedades secretas habían dejado de estar perseguidas. Los periodistas eran directamente los políticos, así como muchos masones que presumían de serlo. En concreto, la francmasonería resultaba muy visible. Estaba presente en el Congreso de los Diputados y en el banco azul, nada menos. Durante la batalla política para elegir la forma de gobierno y luego al candidato a monarca resultó poderosa y muy activa. Incluso se llegó a mentir suponiendo que Amadeo era un rey masón, cosa que no se pudo confirmar.

El ambiente era de normalidad y de exaltación de los masones, que cada vez eran más atrevidos, ocupaban más puestos en el poder y se dejaban ver con sus mandiles, triángulos y hojas de acacia. En un país católico confeso, vaticanista por sus reyes, se trataba de un avance insólito y sorprendente. Unos no temían a la masonería porque aseguraban que no existía; otros, porque la desconocían. Pero el poder de las sociedades secretas no desaparece y, en concreto, la masonería ofrece en este asunto muchos indicios de que a día de hoy continúa viva. Para los que la persiguen, se trata sin duda de una secta enemiga de la patria y la religión. Y la lista de políticos masones resulta impresionante.

A la floración masónica del siglo XIX contribuyó un real decreto, dictado por la reina gobernadora en Aranjuez el 26 de abril de 1834, en virtud del cual se amnistiaba a los masones y se les facultaba el acceso a cargos públicos, si bien se condenaba a quienes pertenecieran a sectas secretas a partir de la fecha señalada. El efecto real del decreto fue que anuló la poderosa legislación anterior contra la francmasonería y no se aplicó nada más que para la amnistía, lo que facilitó a los masones su presencia en la vida pública.

Personajes de grado 33

Como afirma el escritor reusense Pedro Voltes, todo esto alcanzó verdadera relevancia histórica durante la revolución de septiembre de 1868[31]. Las figuras que promovieron el cambio pertenecían a la masonería, y entre ellas destacaban Prim, Serrano, Sagasta y muchos otros. Los masones primaban entre ministros y diputados, generales, periodistas y demás grupos de poder.

Según Voltes, en 1889 un boletín del Gran Oriente Español ofrecía una lista de personajes que habían alcanzado el grado 33 de la masonería. En ella se nombraba a «Agustín Argüelles, Alberto Lista, Francisco Espoz y Mina, Evaristo San Miguel, Rafael del Riego, duque del Parque, conde de Parcent, Antonio Pérez de Tudela, infante Francisco de Paula, general Nogueras, Juan Álvarez Mendizábal, generales Juan van Halen, Francisco Linage, Rafael Maroto y Baldomero Espartero, conde de Toreno. También Manuel Ruiz Zorilla, Cristino Martos, Fernando Fernández de Córdova y Manuel Becerra…».

El 26 de abril de 1869, el republicano Pi y Margall había anunciado en el Congreso: «Hace tiempo que el catolicismo está muerto en la conciencia de la humanidad y que está también muerto en la conciencia de este pueblo».

Manuel Ruiz Zorilla fue nombrado gran maestre de la Logia Simbólica de España, en la que habrá de sucederle el catedrático de Historia Miguel Morayta. Éste fue destituido en 1888, lo que provocó una escisión de la orden. Recuperaría el primer plano en 1891, cuando reapareció como gran maestre del Consejo del Oriente Español. Se vivió un tiempo en el que, sin el título de masón, resultaba difícil abrirse camino en todo lo referido al Estado. Según recoge Voltes: «Los que gobiernan son altos dignatarios de la masonería»[32].

El nuevo monarca, Amadeo I, hijo del rey de Italia, que jamás lograría hablar español con fluidez, fue votado en el Parlamento y fue víctima, sólo un año y siete meses después de acceder al poder, de un atentado del que salió ileso. El suceso fue igual en todo al de Prim, lo que demuestra que la maquinaria del magnicidio seguía presente, con el mismo poder de siempre, comandada por los mismos que ya la emplearon y en busca de los objetivos, todavía vivos, que nunca habrían de lograrse.

Precisamente, aquel verano de 1870 Serrano se había puesto en contacto con Nicolás María Rivero para intentar imponerlo al frente del Consejo de Ministros en lugar de Prim.

La misma mañana del día que iba a morir, Prim, que era doblemente masón —según cuenta Pérez Galdós en su episodio nacional España trágica, perteneció a la vez con el grado 33 al Gran Oriente de Escocia y, con el grado 18, a la Logia del Grande Oriente de España—, dedicó gran parte de las últimas horas antes del atentado a conceder dignidad masónica en la logia al mismo Nicolás María Rivero, a quien —como acabamos de señalar— el verano anterior Serrano había querido usar de palanca para apartar a Prim de la presidencia del Consejo y al que él había mantenido como ministro de la Gobernación, concediéndole su confianza de forma inexplicable, hasta que a pocas horas de recibir los trabucazos lo cambia, de forma más insólita aún, por Sagasta.

Hay autores como Fernández Almagro que afirman que Prim se integró en la masonería para servirse de ella. Sin embargo, lo cierto es que era él quien servía a la masonería. Aquel día en el que se anunció tanto su cercana muerte, sin que él le prestara atención, Prim ocupó el comienzo de la jornada en uno de los habituales rituales masónicos a los que asistía, en los que firmaba con su nombre de hermano, «Washington». En este caso ejerció como capitán de guardias en una ceremonia del Grande Oriente de España en la que se celebró el nombramiento masónico de Nicolás María Rivero. La firma que rubricaba el documento fue la última del general. Finalizada la ceremonia, Prim se encaminó al Congreso, hacia el primer acto de su propia muerte. ¿Quién era el ubicuo masón Nicolás María Rivero?

El «hermano» y político Nicolás María Rivero nació en 1814 y fue abandonado por sus padres recién nacido en Sevilla. Lo adoptaron la nodriza de la casa de expósitos de Morón y su marido. Cursó, tras poner mucho empeño de su parte, las carreras de Derecho y Medicina. Ya en 1848 era diputado por el Partido Demócrata. En la revolución de 1854 se encontraba en la cárcel cuando fue liberado por el pueblo. Se hizo famoso como orador, y en 1854 fundó La Discusión. Luchó en las barricadas de Madrid en 1866, y tuvo que permanecer oculto hasta la revolución de 1868. Fue presidente de la Junta Revolucionaria y alcalde de Madrid, así como presidente de las Cortes Constituyentes entre 1869 y 1870; más tarde llegaría a ser ministro de la Gobernación. Fue uno de los 191 diputados que votaron por Amadeo de Saboya, y era presidente del Consejo cuando el rey italiano renunció al trono.

Todos masones

Los presuntos máximos responsables del crimen —el jefe de los asesinos de a pie; el ministro de la Gobernación, Práxedes Mateo Sagasta, «hermano Paz»; el gobernador de Madrid, Rojo Arias; el periodista Bernardo García, que trató de advertir a Prim con una lista de asesinos; Ricardo Muñiz y hasta el propio juez del distrito del Congreso, Servando Fernández Vitorio— eran todos masones. También lo era, como hemos visto, el historiador y diputado Morayta, que trató de pararlo a la salida del Congreso. La filiación masónica de casi todos los citados consta en la relación del gran maestre Morayta en la memoria de la asamblea del Grande Oriente Español de 1915; en el caso del juez se desprende del modo en que firma en todo el sumario.

A lo largo de varias décadas se ha repetido que el magnicidio de Prim fue también, en parte, una guerra abierta entre masones. El historiador y diplomático Javier Rubio afirma que al juez instructor Servando Fernández Vitorio se le reconoce como masón por su manera de firmar. Hay muchas firmas de su señoría (por ejemplo, en los volúmenes I y II), y en todas se distinguen tres puntos dispersos dispuestos en triángulo, siempre iguales. Según el rito masónico, se trata de una señal de reconocimiento practicada por muchos hermanos, los cuales estampan en sus rúbricas tres puntos que conforman un triángulo equilátero que hace referencia a las tres luces del Ara, al número tres y al propio triángulo, símbolos importantes para recordar permanentemente a los hermanos.

En el sumario Prim, al menos uno de los declarantes —Juan Antonio Rodríguez Trío (volumen II, folio 164)— utiliza también los tres puntos finales en su firma, si bien la del juez Victorio es mucho más estilizada.

Pese a ello, el magnicidio no puede atribuirse a una conjura masónica —aunque las fuentes masónicas saben mucho de lo ocurrido—, sino más bien a un episodio de enfrentamiento entre masones.

En aquel tiempo era habitual entre los hermanos masones mostrar signos a fin de poder reconocerse entre ellos. A pesar de todo este despliegue, hay quien todavía niega que Prim fuera masón y a quien le molesta que se diga; para estos cortos de entendederas habría que seguir falseando la historia.

Como es sabido, en agosto de 1870, Serrano, junto con Nicolás María Rivero, su candidato para sustituir a Prim, envió desde La Granja, donde pasaba el verano, un telegrama por medio del cual convocaba un Consejo de Ministros en Madrid con el afán de presidirlo. Cuando tuvo noticia de ello, Prim acuarteló las tropas de la guarnición y recibió al regente con una mirada dura. Serrano trató de consumar su propósito, pero a mitad de Consejo perdió las fuerzas y desistió sin llegar a plantearlo. En la estación, Prim y sus ministros se comportaron con una parsimonia y ceremonia tales que la despedida sonó a tomadura de pelo.

Más tarde el general se fue a pasear en compañía de Moret, a quien le comentó que si Serrano se hubiera atrevido a seguir adelante «lo habría cogido por la cintura y arrojado por el balcón». Tal vez por ello suena a escarnio cuando Serrano, tras la muerte de Prim, se afanó él mismo, como única fuente, en convencer a unos y otros de que era tanto el afecto que el fallecido le tenía que pasó las últimas horas de su vida llamando a sus correligionarios para que se votara en el Congreso una pensión vitalicia de 25 000 duros en su favor, así como la propiedad de la Casa de los Heros, la mansión en la que vivía como regente, dado que en los estertores de la agonía Prim sufría ante la posibilidad de que el duque de la Torre se quedara sin protección económica.

Fondo de odio

El conde de Romanones, astuto profesional, escribió en su Amadeo de Saboya: el rey efímero (1935) que, tras una barrera de cortesía aparente, existía un fondo de odio entre Prim y Serrano. En los mentideros de Madrid, una frase atribuida a la esposa de Serrano señalaba hasta qué extremo habían llegado las cosas: «Nada puede hacerse [con Prim] sino acabar con él».

Parte de los masones estaban descontentos porque Prim, grado 33 en el Gran Oriente de Escocia, no había acudido al sepelio del infante don Enrique de Borbón. Tampoco lo había hecho el sinuoso Sagasta, que andaba purgando su pasado masónico.

Pérez Galdós relata cómo en la escalera del domicilio del infante los visitantes encontraban a Roque Barcia («su cuerpo mezquino y su cara irregular, más ancha de un lado que del otro»), el sordo imputado por el asesinato de Prim, y a otros dos masones vestidos con levitas anticuadas, encasquetado el sombrero de copa a la moda del año 1840, ceñidos de bandas, con el deslucido adorno de un mandil que colgaba del pecho hasta debajo de la cintura; tan desastrados, en definitiva, que parecían figurantes de guardarropía. En el salón se quejaban de que no asistieran a velar al ilustre difunto los personajes de primera fila de la orden. Era, claro, una protesta de los masones pobres o de mala situación, aunque eso aparentemente no exista.

Pérez Galdós describe así la exposición del cuerpo de don Enrique de Borbón: «En el salón contempló el cuerpo del infante en cama imperial de la sacramental de San Isidro, vestido de vicealmirante. En la cabecera se veía el escudo con las armas reales, y debajo de éste, un paño bordado con signos diversos, descollando en el adorno el número 33 en letras de oro. El cadáver estaba colocado en la línea de Oriente a Occidente, y en los cuatro ángulos de la cama hacían guardia otros tantos individuos con bandas y mandil, empuñando la espada. Parecían estatuas o más bien maniquíes, vestidos de levitones demasiado anchos o de casaquines que reventaban de estrechos. En los relucientes aceros advirtió Segismundo todas las variedades arqueológicas. Alguno era ondeado como el que se le pone al Arcángel vencedor de Satanás, y otros procedían sin duda de las panoplias de Zorobabel, o de Ciro Rey de Persia».

Había quien se manifestaba en contra de sacar a relucir la guardarropía masónica en este acto; se criticaba que se había hecho del funeral del infante patriota una mala comedia para niños y criadas. Se despotricaba contra la masonería. Pero «los del mandil» o «del triángulo», relata Galdós, siempre muy enterado, respondían con gravedad sacerdotal que el acto debía tener carácter religioso, aunque «cada uno de los ritos masónicos simboliza la destrucción del templo de la farsa para construir el de la verdad».

El día que Prim habría de ser víctima de los trabucos, Ricardo Muñiz le recordó al general en el banco azul que esa noche banqueteaban los masones en memoria de san Juan Evangelista. Si bien el santo apóstol no tiene nada que ver con los caballeros de la acacia, coincidía que la masonería se congregaba en fiesta solamente dos veces al año, en el solsticio de verano y en el de invierno, San Juan Bautista y San Juan Evangelista. La cita era en la fonda Las Cuatro Estaciones, de la calle Arenal.

Las iniciales C. R.

Prim era miembro reciente del Gran Oriente Nacional de España, donde le habían asignado el cargo de Portaestandarte del Supremo Consejo de la Orden, con el grado 18 y título de Caballero Rosacruz. Muñiz le recomendó honrar la solemnidad masónica de aquel día, pero don Juan le argumentó que estaba exhausto, necesitado de algún reposo antes de viajar a Cartagena a recoger al rey Amadeo. Por no decepcionarle del todo, Prim acabó prometiendo que se sumaría al café después de la cena.

Prim fue un masón tan militante que incluso sus calcetines estaban firmados. Cuando los estudiamos, comprobamos que lucían las iniciales C. R. La primera impresión fue de extrañeza: ¿cómo era posible que le hubieran enterrado con los calcetines de otra persona? Un tipo tan atildado como el general… Pronto salimos de nuestro error. En realidad, las iniciales constituyen un nuevo guiño a los masones, pues significan «Caballero Rosacruz». Hay quien afirma que también podría tratarse de las iniciales de Conde de Reus, algo en lo que no podemos estar de acuerdo: nadie representaría en sus calcetines un ducado con tanta humildad, sin escudo condal ni nada. En aquella época la masonería era muy popular y no existía connotación negativa alguna en hacer expresa la pertenencia a ella, incluso en el bordado de los calcetines.

«En la misma basílica de Atocha, el 4 de enero, se le tributó un funeral masónico que al llegar a conocimiento público provocó acusaciones de profanación del templo»[33]. Los masones convirtieron por un rato el templo en logia o taller. Así lo cuenta de nuevo Pérez Galdós, muy interesado en el tirón de la masonería. Dice que en los tiempos que vendrían después aquello habría sido «la más escandalosa de las profanaciones», merecedora de «los tizonazos del Infierno».

El cadáver del héroe de los Castillejos yacía en una de las primeras capillas, a mano izquierda, descubierto en una caja de bronce. Del otro lado del templo llegaba ruido de misa, toses y carraspeos. Los masones, en número de treinta, pertenecientes al Gran Oriente Nacional de España, comenzaron la ceremonia sin que nadie tratara de impedirlo.

En primer lugar, hicieron tres viajes alrededor de la caja, formados en fila de a uno. Los dos primeros viajes fueron dirigidos por los dos primeros Vigilantes de la Orden; el tercero fue guiado por el gran maestre. Al paso echaban hojas de acacia sobre el cadáver. El gran maestre dio tres golpes de mallete (mazo de madera) sobre la frente de Prim a la vez que le llamaba por su nombre simbólico: «Caballero Rosacruz. Grado 18».

A cada llamamiento los masones, tras mirarse gravemente, exclamaron: «No responde». Luego formaron la cadena mística, dándose las manos alrededor del fallecido. El vigilante engoló la voz para decir: «La cadena se ha roto. Falta el hermano Prim, Caballero Rosacruz, grado 18».

El gran maestre pronunció entonces un discurso que exaltaba la figura del fallecido. Después leyó un balaustre, el nombre que reciben las comunicaciones o documentos que las logias se cruzan de forma universal para establecer la fraternidad. El balaustre en cuestión procedía de la masonería italiana y ponía bajo la salvaguardia de los hermanos del Gran Oriente Español la persona de Amadeo de Saboya, encomendándoles que velaran por el nuevo rey.

Añade Pérez Galdós que al parecer el balaustre resultó ser falso, y que Amadeo no figuraba en la masonería de su país. No consta que estuviera nunca en logias, cámaras o talleres; se cree que todo fue una superchería de un español partidario de los Saboya, que quiso provocar un alud de propaganda eficaz en la fundación de la dinastía en un país turbulento como España.

Como consecuencia de esta ceremonia —y después de que se publicase en la prensa, con todo lujo de detalles, la noticia del acto masónico— se destituyó a Leopoldo Briones, rector de la basílica de Atocha, «varón docto y un tanto hereje».

En Historia de las Sociedades Secretas en España, Vicente de la Fuente afirmaba que el magnicidio de Prim había sido «fríamente preparado, impulsado y dirigido por las sociedades secretas»; es importante señalar que esta obra fue escrita al poco de ocurrir el atentado. Mucho después, en su libro La masonería en España, Mariano Tirado afirma que puede señalar «a los instigadores e instrumentos del delito». Sostiene que las logias encontraron en Paúl y Angulo un instrumento adecuado y que se pusieron de acuerdo con la sociedad El Tiro Nacional, asociación secreta de la que Tirado, de forma errónea, dice que Paúl y Angulo fue presidente, y que fue allí donde se señaló la fecha del asesinato. El presidente de El Tiro Nacional era Sandalio Pastor, aunque sí es cierto que la sociedad estuvo realmente imputada en el magnicidio. Otros autores, como Fernández Almagro, Vaca de Osma y la Enciclopedia Espasa (A-23, t. XLV, II, p. 399) vienen a decir que Prim fue asesinado por la masonería por no haber cumplido los compromisos secretos.

La máquina de matar sigue activa

Sin embargo, el crimen participado por masones obedeció a un enfrentamiento entre ellos, que se embarcaron en el magnicidio a título individual. Se comprobó que en las logias hubo masones republicanos que rechazaron el homicidio y, una vez cometido, lo repudiaron. Con ocasión del atentado de la calle del Turco se produjo un nuevo enfrentamiento entre masones.

Manuel Ruiz Zorrilla, que era en aquel momento el gran maestre de la masonería en España, fue uno de los más destacados a la hora de impulsar el descubrimiento de los autores del crimen. Posiblemente por esta razón sufrió un intento de asesinato en el que es fácil descubrir la misma factura que presentaron aquellos que afectaron al general Prim. En febrero de 1871, Ruiz Zorrilla recibió un anónimo en el que se le prometía una información que resultaría muy valiosa a la hora de identificar a los asesinos del general. Al proponer un lugar de encuentro, él decidió que la entrevista se celebrara el 18 de febrero, a las diez de la noche, en casa de un amigo situada en la calle del Pez. Allí aguardó durante largo tiempo con su secretario Luis Hernández, hasta que se convencieron de que los misteriosos delatores no se presentarían. A las dos de la madrugada decidieron regresar a casa. Nada más salir, cerca de la esquina con la calle de San Roque se cruzaron de repente dos hombres. Uno de ellos abrió fuego contra Ruiz Zorrilla, quien de forma inexplicable no fue alcanzado por ninguno de los siete proyectiles del trabuco. El segundo fue rechazado por Hernández, que enseguida le hizo frente disparando con su revólver, poniéndole en fuga.

Por entonces Ruiz Zorrilla era ministro de Fomento en el Gobierno de Serrano en la nueva monarquía, y no es preciso señalar que fue el único que de forma rotunda insistió en hallar y juzgar a los organizadores del asesinato de Prim. La investigación estuvo obstaculizada por una cadena de asesinatos en el interior de la cárcel, en la que podría decirse que murieron todos los que se mostraron demasiado proclives a colaborar con la justicia. Además se produjeron intentos de envenenamiento y constantes amenazas a los testigos y a cuantos señalaban pistas de los autores intelectuales, lo que explica la dificultad a la hora de que las investigaciones avanzaran.

Según narra el corresponsal de The Times, cuando aquella fría noche de invierno Ruiz Zorrilla se percató de las sombras que se dirigían hacia ellos le confió a su secretario: «Lo presentía. Estamos vendidos». Los criminales huyeron, abandonando en el suelo un trabuco, lo que constituía una pista indudable. No sólo Prim, sino también otros progresistas como Ruiz Zorrilla fueron objetivo de los traidores que armaban el brazo de los asesinos. En particular Zorrilla no se amilanó y rechazó a Paúl y Angulo. Una vez exiliado Paúl y Angulo en París, Ruiz Zorrilla encabezó a los jefes republicanos que le creían culpable, le descalificaban y le rechazaban por las acusaciones que pesaban sobre él y por su rebeldía ante la justicia.

Puede decirse que el aparato criminal que acabó con la vida de Prim no quedó desactivado durante el reinado de Amadeo. Parte del mismo estuvo detrás del intento de homicidio contra Ruiz Zorrilla en febrero de 1871, y más tarde también tras el atentado contra el propio rey Amadeo y su esposa, en julio de 1872[34].

Como en el magnicidio de Prim, la noche que dispararon contra los reyes vino precedida de comentarios y avisos. Medio Madrid sabía que a los reyes habrían de matarlos aquella madrugada en la calle del Arenal, al regreso a palacio desde los jardines del Retiro. Para muchos, como recoge el inevitable Pérez Galdós, «son los mismos que mataron a Prim». Y Pérez Galdós lo sabía de cierto.

Atentado a los reyes

En la esquina del callejón de San Ginés vieron a un tipo malencarado con blusa larga que trataba de pasar desapercibido. En la esquina de Bordadores, dos hombres cruzaron a la acera de enfrente y bajo sus blusas se adivinaban trabucos o retacos. Por la calle de las Fuentes se distinguía un consorte[35] de los anteriores atento a la vigilancia. Cerca de la calle de la Escalinata se oyeron llegar coches que avisaban de la comitiva de palacio. En efecto, se trataba de la carretela descubierta en la que volvían del Retiro el rey y la reina, a los que acompañaba el general Burgos. Detrás los seguía otro carruaje. De repente sonaron fuertes trabucazos. A ambos lados de la calle se produjeron destellos de fogonazos. Las yeguas que tiraban del coche se encabritaron y el vehículo se detuvo, convirtiéndose en un blanco de tiro perfecto. Don Amadeo se puso de pie y el general Burgos se plantó ante la reina a modo de escudo. Los peatones se agrupaban, curiosos, o se dejaban llevar por el pánico. Reinaban la confusión y el miedo, y por todas partes se oían gritos de mujeres. Del coche de escolta descendió el gobernador Pedro Mata y de todas partes salieron policías, como si estuvieran convocados. Hubo más trabucazos.

Pasada la sorpresa, la carretela de los reyes salió a escape hacia palacio: una de las yeguas del tiro cojeaba. Hubo una rápida lucha entre policías y paisanos. Los agresores huyeron hacia las Descalzas y Santo Domingo. Al menos un herido quedó tendido como muerto en la calle.

A la mañana siguiente el rey Amadeo, quien al igual que la Reina había resultado ileso, regresó al lugar del tiroteo. Frente a una tienda de cristales, situada entre la costanilla de los Ángeles y la travesía de los Donados, la gente le señaló las huellas de los proyectiles en el zócalo y en el rótulo de la tienda. Iba con su amigo Dragonetti y su ayudante Díaz Moreu. Alguien le entregó un proyectil que había quedado incrustado. Amadeo I recibió el obsequio con su cortesía tradicional y se despidió sombrero en mano. Volvió a pie a palacio.

Cuando nos abrieron el ataúd masónico por primera vez, ese de seda negra y dorados que reproduce una pirámide que algunos confunden con los entorchados de general —pese a que Prim fue amortajado de capitán general con traje de gala—, la eficaz y amable asistente del tanatorio de Reus nos advirtió: «Este señor era masón. Éstos eran signos masónicos». Por un instante no acabamos de darnos cuenta, hasta que vimos la pirámide en la parte superior frontal del ataúd.

Debajo de la tapa había un cristal rodeado de plomo por todas partes, como si fuera una lata de anchoas con vitrina. Al mirar dentro, no nos esperábamos que hubiera alguien que nos devolviera la mirada. Al otro lado, Prim parecía mirar con un ojo de vidrio acuoso y espeluznante. Era la primera vez que veíamos un muerto con esa clase de ojos tan caros y perfectos; la primera que veíamos un cadáver de ojos abiertos. Al parecer, podría tratarse también de parte de un ritual masónico.

Al entrar en la sociedad secreta, el neófito lleva los ojos tapados hasta que su maestro le introduce y le quita la venda por medio de la sabiduría y el conocimiento. El hecho de enterrar a un masón del grado 33 con los ojos abiertos de par en par puede obedecer al reconocimiento de que el fallecido ya goza eternamente de la gran sabiduría.

Los ojos de Prim han permanecido enterrados durante ciento cuarenta y dos años y conservan un aspecto inmejorable. En las viejas crónicas no se dice nada de estos ojos de vidrio pegados en los párpados del general, que infunden miedo. No hay nada escrito sobre ellos en el momento de la exposición, ni tampoco se ven en el cuadro que recoge la visita de Amadeo al cadáver expuesto. No se sabe quién ordenó que se los colocaran, ni cuál fue el auténtico motivo.

Por un lado, poner ojos al cuerpo está en sintonía con el acto de encerrarlo en tres ataúdes, pero dejar un cristal en el último para poder observarlo desde fuera es un guiño al espectador. Los ojos le dan un mayor realismo; un realismo sobrecogedor. Pero, por otro lado, ponerle ojos y que nadie tome nota ni escriba acerca de ello parece un contrasentido. Si nadie lo reflejó no fue porque nadie lo viera, puesto que en las mismas imágenes en blanco y negro de TVE pueden observarse a simple vista, aunque no se difundió ningún primer plano. Pero entonces estábamos en el franquismo, y las cosas de la masonería, o las que pudieran siquiera llevar a hablar de ella, no tenían ninguna chance; incluso estaban prohibidas en los medios oficiales. De modo que quienes exhumaron el cuerpo para trasladarlo a Reus sabían que Prim era masón e hicieron como si eso no tuviera importancia. Lo trasladaron y obviaron el impactante espectáculo.

Sin embargo, cuando sucedió, en tiempos de Amadeo, también fue un secreto restringido. De los ojos desconocemos el objetivo o el lugar donde fueron fabricados; tampoco sabemos cuándo se produjo ese toque surrealista y genial del pasado.

Aunque hemos buscado antecedentes y explicaciones, hasta ahora sigue siendo un misterio. En Internet aparece en la revista National Geographic algo parecido: las momias del anatomista italiano Giovan Battista Rini (1795-1856)[36] que conservaba cuerpos por medio de baños químicos hasta conseguir la petrificación. Al parecer fue la primera vez que se momificaron cadáveres para realizar estudios anatómicos, según antropólogos del Instituto de Momias y del Hombre de Hielo de Bolzano (Italia). Los ojos que Battista Rini les ponía a sus momias son muy parecidos a los de Prim, y su intención era dotarlas de un realismo sobrecogedor.

Por la fecha cabe perfectamente que el séquito de Amadeo de Saboya conociera estos usos y técnicas o que incluso viniera o mandaran venir a alguien que supiera fabricarlos, pero no puedo imaginar qué animaría a la familia de Prim a ponerle ojos de vidrio, puesto que el general permanecería expuesto los tres días de respeto y luego la eternidad enterrado. Y los ojos no añaden mayor dignidad a un capitán general muerto, que puede descansar con los párpados cerrados con total dignidad.

Ojos de rito

Por tanto, los ojos obedecen a un guiño secreto, a un rito, y tal vez relacionado con la masonería, dado que aquel año era el de la extrema tolerancia para los hermanos, si bien se guardó en secreto. Creo que tarde o temprano se acabará averiguando el porqué de sus ojos inquietantes.

La exposición que se prepara para la conmemoración del bicentenario de su nacimiento permite que el público vuelva a contemplar el rostro de Prim, con su mirada acuosa.

De ellos nada dice don Benito, que tan cotilla era, ni de ellos se habla cuando se saca el cadáver de Prim, después de cien años de haber sido enterrado, para trasladarlo del Panteón de Hombres Ilustres de Atocha, en Madrid, al cementerio de Reus. En la exhumación estuvo presente el periodista catalán Carles Sentís, que también era muy observador y especialmente puntilloso con el cabello; por ejemplo, no pudo resistirse a explicar la pulcritud del peinado, porque según él Prim iba siempre muy bien peinado. ¿Y los ojos? ¿No vio los ojos, no le llamaron la atención? Sentís contaba que el cuerpo se conservaba muy bien, pero no mencionó los ojos. ¿Por qué? El franquismo lo tenía prohibido. ¿Quién le puso esos ojos que miran la eternidad? ¿Son simplemente un complemento de maquillaje o representan el simbolismo de alguna clase de mirada profunda?

Con posterioridad, en 1971, en las imágenes de TVE en blanco y negro se puede ver cómo se abre el segundo catafalco. Allí está Prim, mirando desde el más allá, pero nadie parece ver ni decir nada. Los primeros que nos quedamos de piedra somos nosotros, los miembros de la Comisión, que no esperábamos encontrar la mirada del general.

El catedrático de Medicina Legal sugiere que se trata de un rito masónico. A mí me parece que de haber sido algo más expreso o conocido —por ejemplo, parte del embalsamamiento—, se habría mencionado en los periódicos o habría figurado en los Episodios nacionales de don Benito.

El caso es que son unos ojos aterradores, magníficos, que encajan a la perfección en una momia masónica de ciento cuarenta y dos años de antigüedad maravillosamente conservada; la primera momia de esta clase estudiada científicamente de nuestra historia. No está de más recordar aquí que, según la ciencia, no es que el cuerpo se quedara así después de habérsele administrado conservantes por medio de inyecciones, sino que evolucionó de forma natural hasta convertirse en una momia que conserva todos sus órganos. Sin embargo, en aquel tiempo, una vez expuesto el cuerpo, la visión debería haber impresionado a los visitantes. Este hecho no fue recogido —ni siquiera tomó nota— por Antonio Gisbert Pérez en su famoso cuadro de 1871. Probablemente el artista lo pintó sobre un boceto a lápiz, y pienso que, por mucho que le impresionara el detalle de los ojos, no pudo utilizarlo para su obra.

Redondeando el misterio, el general fue enterrado con tres frascos. El primero fue hallado entre las piernas, junto a los genitales (en principio los técnicos pensaron que podría tratarse de una estaca para elevar el cuerpo), y los otros dos se hallaban cada uno debajo de una axila. Independientemente de que se tratara de meros frascos de olor o de que estuvieran destinados a conservar el cuerpo, la disposición compone un triángulo masónico. Los misteriosos frascos se guardaron en una caja fuerte del Ayuntamiento de Reus, y no hemos vuelto a saber de ellos.

Se dijo de manera no oficial que el fin de los frascos era favorecer la conservación del cadáver. Es posible que tal fuera una de sus funciones, y otra ofrecer buen olor, pero aparte de eso su ubicación no es casual. Insistimos: los tres frascos dibujan claramente un triángulo masónico.