Isabel II, la reina adolescente, tras formar gobierno consensuado con su madre el 27 de enero de 1847, empezó a mostrarse de repente rebelde e independiente y, buscando la compañía de la infanta Josefa, su prima, que siempre se había dado a conocer como una joven frívola e inquieta, se entregó a una vida de desenfreno. Sus compañeros eran músicos, gente de teatro, damas de la aristocracia de mala reputación y prebostes considerados vividores como el marqués de Salamanca, señalado hombre de negocios. La pérdida de equilibrio de la reina llenó de confusión a los políticos. Todos quisieron sacar tajada. Prim se comprometió en público a defender a su majestad, pero todas las figuras se movieron en el tablero hasta el punto de empujar a la reina al exilio y cambiar la dinastía reinante.
Nada de esto fue ajeno a una vida atolondrada y gobernada por el desenfreno. La Isabel II que Prim expulsó de España ya no era la reina golosa de ojos verdes que había jurado la Constitución. En su corte nadie sabía cuándo terminaba el hedonismo reinante y empezaba el gobierno. Si bien siempre aparentó más edad debido a su figura oronda, Isabel fue una mujer elegante y sugerente que cosechaba éxitos entre los varones. Las historias galantes de la época la muestran como objeto de grandes pasiones atribuidas a políticos como Salustiano Olózaga y generales como Serrano, O’Donnell y Prim, de quienes se dice que se sentían atraídos por una pasión arrebatadora hacia esta mujer simpática y vistosa que saludaba con afecto y repartía miradas y sonrisas como un torbellino. Una mujer con poder, que bailaba muy bien y de forma incansable; una de las atractivas damas de la corte que más disfrutaba de la vida.
Las mujeres de la familia eran francas y apasionadas, pero lo eran de un modo tal que a poco que subiera la temperatura echaban chispas. Sin ir más lejos, su madre, María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, cuarta esposa del rey, la reina gobernadora por el testamento de Fernando VII y la única que le dio hijos, hizo un viaje a La Granja de San Ildefonso dos semanas después de la muerte de su marido. En el camino, según cuenta la infanta Eulalia de Borbón[27], María Cristina empezó a sangrar por la nariz de forma persistente. Agotados los pañuelos sin haber logrado detener la hemorragia, hubo que recurrir a Fernando Muñoz, el oficial de la escolta, quien ofreció el suyo. Poco después, superado el trance, doña María Cristina devolvió por su mano el pañuelo al apuesto capitán, quien con un gesto bizarro y a la vez galante se lo llevó a los labios. Aquello fue suficiente para que apenas tres meses después de la muerte del rey la viuda se casara con su escolta, en secreto, en la capilla del Palacio Real. La pareja tuvo ocho hijos. Fernando Muñoz, su marido, se convertiría en el duque de Riánsares en 1844. Desde entonces, gran parte de la ocupación de doña Cristina se dedicó a ocultar su matrimonio morganático y su nutrida prole.
A consecuencia de este desbarajuste por la vía de la ingle, los carlistas cantaban con muy mala uva:
Clamaban los liberales
que la Reina no paría,
y ha parido más Muñoces
que liberales había.
En este mundillo privilegiado y despreocupado de calenturas borbónicas y amores apasionados, la jovencísima niña que a sus tres años había sido designada por Fernando VII para el trono había conocido al general Francisco Serrano, quien se mostró en contra de la doble boda de Isabel con Francisco de Asís y de Antonio de Orleans —duque de Montpensier— con Luisa Fernanda y con el que se la relaciona durante el largo período de 1840-1846.
Recordemos que el reinado de Isabel II estuvo trufado de momentos excepcionales desde que se casó con Francisco de Asís, al que apodaban Paco Natillas y a quien ella decía no poder querer desde que la noche de bodas descubrió que la camisa de su marido tenía más encajes que la suya. Al rey consorte, Francisco de Asís, afeminado y mezquino, el pueblo lo mortificaba con despiadadas coplas como ésta:
Paquito Natillas
es de pasta flora
y orina en cuclillas
como una señora.
León y Castilla, el embajador español en París, quiso hacer una frase laudatoria con mala fortuna. Durante un banquete, sentado junto a Isabel II, que estaba sola, le dijo a la reina: «Señora, hoy tengo el honor de ocupar el puesto del rey». Ella, entrada en carnes, rápida y cortante, le contestó: «No te preocupes. Si lo haces como él, no es mucho trabajo».
Se cree que Isabel se entregó en los brazos del impulsivo y seductor Serrano —a quien bautizó «el general bonito»— en un romance muy apasionado. La vida se convirtió en una locura sin horarios ni distingos entre el día y la noche. Fiestas y celebraciones se encadenaban, cada vez más públicas y desvergonzadas. Pero no era su única pasión.
«La afición favorita de Isabel II desde los trece, catorce años, es decir, poco más o menos al iniciar su reinado, era comer a cualquier hora, deglutir compulsivamente cuanto se le antojaba. Sus platos predilectos de por vida: la tortilla de patatas, el bacalao con tomate, el cocido madrileño abundante de tocino y de garbanzos y el arroz con pollo, con más pollo que arroz»[28].
Solía frecuentar el restaurante Lhardy y reservaba el saloncito japonés, objeto de una y mil leyendas que indican que alguna que otra vez, tras noches de celebración sin fin, se encontraban allí abandonadas ropas, lencería y otros objetos propiedad de la reina. Todo eso no hacía más que acrecentar su mala reputación.
Mientras sus amigos la animaban, Isabel montaba a caballo, iba al teatro, se marchaba de cena hasta la madrugada. Los ministros tenían que esperar horas antes de ser atendidos, o bien marcharse sin haber podido despachar. La vida disoluta de su majestad se convirtió en la comidilla política de toda la corte, y luego de la villa y corte.
En los tiempos felices, en los barrios bajos se hablaba de la relación de Serrano con la reina. Los diputados lo comentaban escandalizados en las Cortes. La reina, sin dejarse amilanar, le dijo a Donoso cuando éste trató de reconvenirla: «Todo eso que se dice que yo le miro en el paseo y en el teatro: no le volveré a mirar».
No obstante, los ministros llegaron a amenazar a Serrano con juzgarlo por desacato, pues se resistía a cumplir la orden del ministro de la Guerra de desplazarse a Navarra. Igualmente se trató de convencer al rey de que le prohibiera poner los pies en palacio.
Las salidas de la reina por Madrid le depararon una alegre y creciente popularidad. La alegría de la reina y su ansia por divertirse parecían conmover a la población, que la saludaba con delectación en el Teatro del Príncipe y la vitoreaba en los toros. En una ocasión, en la plaza la recibió un enorme abanico que por un lado rezaba «Viva la reina» y por el otro «constitucional». Los espectadores abandonaron el festejo cantando el himno de Riego y dando vítores a la reina y a Serrano.
En un estado de exaltación sin freno, Isabel quiso divorciarse de su marido para casarse con Serrano. Vivía el amor como la adolescente entregada que era.
El marido, burlado, se quejaba amargamente: «Yo habría tolerado a Serrano… pero me ha maltratado con calificativos indignos; me ha faltado al respeto… Es un pequeño Godoy que no ha sabido conducirse; porque aquél, al menos, para obtener la privanza de mi abuela, enamoró a Carlos IV».
Caído O’Donnell, Prim dejó la Unión Liberal y retornó al Partido Progresista. Al año siguiente, su hija Isabel, que se llamaba así por la reina, fue amadrinada por su majestad.
No obstante, en enero de 1862 tuvo que padecer ataques e incomprensión al frente de la expedición que encabezó en México para resolver la suspensión del pago de deudas decretado por el Gobierno de Juárez. Ingleses, franceses y españoles poseían intereses en aquel país, pero los franceses especialmente querían imponer un rey. Napoleón III había decidido convertir a México en imperio, con el archiduque Maximiliano como emperador, y envió un mensaje a Prim en el que le daba a conocer su proposición, pero éste la rechazó inmediatamente. El general Francisco Serrano, a la sazón capitán general de Cuba, estaba sin embargo dispuesto a ayudar a los franceses, sin prestar mucha atención a los deseos de los naturales del país. Prim, conocedor como pocos de la realidad de la política mexicana gracias a su matrimonio con Paca Agüero, se opuso a la intervención militar y a la imposición del príncipe Maximiliano, hermano del emperador de Austria, casado con Carlota, la princesa belga. El desenlace de la expedición fue la guerra de Francia con México y la retirada de españoles e ingleses. La iniciativa de Prim, en esa oscura relación de amorodio que siempre mantuvieron, generó un fuerte enfrentamiento con Serrano. Sin embargo, a su regreso en España, la reina Isabel II respaldó a Prim: «¿Has visto qué cosa más buena ha hecho Prim en México?», preguntaba. Desde luego, los mexicanos quedaron eternamente agradecidos a los españoles: a Prim y al pueblo de España.
La reina Isabel II le concedió a Serrano el Toisón de Oro por haber sofocado en un gran baño de sangre el pronunciamiento de los sargentos de artillería del cuartel de San Gil.
Isabel había disfrutado de un entorno influyente cuando contaba con Serrano como amante y con Salamanca y el embajador británico Bulwer como consejeros. Más tarde llegaron el hundimiento de su carácter, la indiscreción y las malas consecuencias políticas, que acabaron con su precaria fama. No era cosa simplemente de lances amorosos, a los que la corte estaba acostumbrada, sino la constatación de un carácter inestable, caprichoso e ingobernable, esclavizado por las pasiones.
La reina Isabel, empujada hacia la abdicación, tenía la impresión de que todo conspiraba contra ella. Sor Patrocinio, la Monja de las Llagas, tuvo que intervenir para impedir que prestara oídos a los que le aconsejaban que abdicara.
Isabel tomó una serie de decisiones que la privaron del favor popular. Mientras, su círculo íntimo lo ocupaban el padre Claret y sor Patrocinio, a quienes la reina consultaba hasta la saciedad, hasta el extremo de que la opinión pública creía que no podía vivir sin la monja y el confesor. También creó estupor la relación entre la reina y Carlos Marfori, su ministro de Ultramar, el mismo que fue con Cheste a reprimir a los parlamentarios reunidos por la suspensión de las Cortes.
El conde de Lema definió a Marfori como «mozo gallardo, algo ordinario, listo y de mucha labia». Al parecer, su intimidad con Isabel II comenzó cuando acompañó a los reyes a La Granja de San Ildefonso en el verano de 1867, como ministro de Ultramar. Coincidió con el momento de mayor descrédito de la monarquía, lo que convirtió aquella relación —junto con la que mantuvo Isabel con Serrano en su primera juventud— en munición política.
Junto a la figura desgastada, muy sobrada de peso de la reina contrastaba la figura erguida del galán tipo latino, apuesto y fornido. Una pareja cuya fama traspasó fronteras.
En un café concierto alemán era posible ver con escándalo cómo una cupletista imitaba la satisfacción de Isabel en brazos de Marfori. En aquellos días se desencadenó una abundante literatura satírica y pornográfica que acompañó a la agitación revolucionaria hasta el estallido de 1868. El máximo exponente lo constituyeron las acuarelas brutales y las groseras coplillas del álbum Los Borbones en pelota, firmado con el seudónimo SEM y atribuido a Valeriano y Gustavo Adolfo Bécquer, en el que abundaban las imágenes abiertamente pornográficas de Isabel junto a Marfori, escoltados por la monja sor Patrocinio y el confesor padre Claret. Protegido, como su hermano, por el círculo de Narváez, el famoso poeta compartía la finura de sus poemas y la acidez de la revista Gil Blas. La imagen de Isabel II caminaba hacia una degradación imposible de parar.
La muerte de O’Donnell hizo que Serrano tomara el relevo como jefe del partido y con Dulce, Ros de Olano y Zabala se uniera a la conspiración revolucionaria.
La reina estaba ya muy alejada de todo contacto con la realidad y mantenía a su último valedor, el general Narváez, con quien le había quitado el poder a O’Donnell marcándose un rigodón en la sala de baile de palacio.
La siguiente anécdota ilustra bien quién era este general Ramón María de Narváez, duque de Valencia. Se encontraba en su lecho de muerte en compañía del confesor, quien en sus últimos instantes le exhortaba a bien morir. En un momento dado le dijo:
—Hijo mío, ¿perdonas a tus enemigos?
Narváez, conocido como el Espadón de Loja, hizo un gesto negativo con la cabeza. El confesor insistió:
—Tienes que perdonar a tus enemigos, hijo mío.
Haciendo un esfuerzo supremo, Narváez aclaró:
—Es que no tengo: los he fusilado a todos[29].
En 1868, el papa Pío IX le concedió a Isabel II la Rosa de Oro. En una de las viñetas pornográficas de los hermanos Bécquer aparecen desnudos Marfori y la Reina, acompañados por la monja y un arzobispo que hace oscilar un incensario humeante. Debajo se lee una copla que dice:
Pío nono agradecido
a los dones de Isabel
le da bula singularis
para que pueda joder.
El infante don Enrique de Borbón, hermano del rey consorte Francisco de Asís, primo de la reina, fue uno de los Borbones verdaderamente en pelota. Juguete de una vida sin objeto, había sido empujado de aquí para allá hasta terminar de pura decoración del empedrado, tarea en la que a fuerza de resabio acabó convirtiéndose en buscador de batallas perdidas. Parece ser que en París prometió a su prima hacer lo imposible porque el duque de Montpensier, que de forma tan reiterada estaba conspirando, no llegara jamás a tener verdaderas posibilidades de obtener el trono de España.
En un ambiente de dimes y diretes, tiranteces familiares y luchas por el poder, el infante Enrique de Borbón se lanzó un día de cabeza a la batalla de la sucesión para cortarle el paso a Montpensier y, el 7 de marzo de 1870, lanzó un manifiesto contra el duque que se publicaría en La Época tres días después:
Cumple a mi honor romper el silencio cuando, desde la llegada a Madrid del duque de Montpensier, se hace correr la especie de hallarme acobardado o en tratos sumisos con aquél, cual si fuera un héroe conquistador que a todos debe atar a su carro.
La especie es tan malévolamente calumniosa y tan inicua como la que hace depender la coronación de Antonio I por el distinguido general Prim, en un depósito de millones como pago del servicio.
Del ilustre presidente del Consejo de Ministros no es necesario proclamar lo que, en honra suya, nadie ignora y prueban sus terminantes palabras, así como yo no necesitaría repetir, a no haber interés montpensierista en olvidarlo.
Primero. Que soy, y seré mientras viva, el más decidido enemigo político del duque francés.
Segundo. Que no hay causa, dificultad, intriga ni violencia que entibie el hondo desprecio que me inspira su persona, sentimiento justificado, que por su truhanería política experimenta todo hombre digno en general, y todo buen español en particular.
Nada me importa provocar iras y sordos propósitos vengativos de los que se han envilecido besando, al pesarlo, el dinero montpensierista.
Emigrado yo, y trabajador liberal en París, cuando Narváez y González Bravo, hablo con conocimiento de causa referente a la cuestión Montpensier.
Este príncipe tan taimado como el jesuitismo de sus abuelos, cuya conducta infame tan claramente describe la historia de Francia, habría sido proclamado Rey en las aguas de Cádiz si un ilustre compañero mío de Marina no se negara a manchar su uniforme indisciplinándose por Montpensier, y no rechazara, con tanta energía como dignidad, la mayor traición que conocen los tiempos modernos.
Dicen los mercenarios que ¡Montpensier es un ser perfecto, el iris de la paz y Dios de bondad!… Por eso, cuanta sangre se ha derramado antes de su completa desaparición cae sobre su cabeza de pretendiente. ¡Mala manera de levantar una corona caída por tierra!
El liberalismo de Montpensier, conducido por la fiebre de hacerse rey, es tan interesado, que se merece la terrible lección que de cuando en cuando impone la justicia de las naciones indignadas.
Soy español y experimento las nobles impresiones de mi país.
Siempre que navegando pasaba por delante de Gibraltar, he exclamado: ¿Cuándo seremos completamente españoles? Y siempre que paso por delante del augusto monumento del Dos de Mayo, repito: ¿Cuándo seremos del todo españoles?
En 1808, cuando mi padre provocaba el levantamiento del valiente pueblo de Madrid, era la invasión armada contra nuestra patria. Hoy es la invasión hipócrita, jesuítica y sobornadora de los orleanistas contra nuestro país, tan ametrallado por sus gobiernos.
Por fortuna, los nombres gloriosos de Daoíz y Velarde y de los mártires del Carral no han desaparecido aún. Y aún están presentes para todo buen español.
Montpensier representa el nudo de la conspiración orleanista contra el emperador Napoleón III, conspiración en la que entraron ciertos españoles de señalada clase. Pero que sepan esos conspiradores de Francia y España que, caída la dinastía imperial, no la heredarían los Orleanes, sino Rochefort, o lo que es lo mismo, ¡la República francesa!
Que sepan también que en España, el esclarecido Espartero es el hombre de prestigio y el objeto de la veneración nacional, y de ninguna manera el hinchado pastelero francés.
ENRIQUE DE BORBÓN
El desafío se celebró a muerte, más allá del Portazgo de Alarcón de Madrid, por la carretera de Extremadura, en el campo de tiro militar de Carabanchel. Hubo un tenso silencio mientras se cargaban las pistolas de duelo, ritual macabro donde los haya. Los caballeros de Orleans y Borbón frente a frente. Habían disparado dos veces sin atinar. Disparó el infante, y Montpensier resultó ileso. Se oyó el tercer disparo de Montpensier. El infante pegó un brinco y giró sobre sí mismo como una marioneta. Al hacer el violento giro y caer al suelo quedó en decúbito supino. La herida mortal sangraba en la sien derecha. El pie izquierdo quedó retorcido. El rostro no estaba desfigurado, aunque la cabeza permanecía semihundida en la tierra. En sus labios se dibujaba una increíble sonrisa amarga.
El doctor Federico Rubio valoró la herida y la respiración entre estertores y diagnosticó que estaba expirando. En la distancia, el duque cabizbajo dejó caer las lentes que llevaba colgadas de un cordón. Hizo un aspaviento para deshacerse del pesado pistolón, elegante e imponente en su letal presencia. Se apretó la cabeza con las manos y seguramente lamentó haber matado al primo hermano de su esposa, a la vez que mucho se temió que aquello hiciera que cualquier posibilidad de ceñir la corona de España se esfumase. El muerto pertenecía a la familia real española: era hermano del rey, cuñado y primo de la reina. La bala del Orleans le quitó la vida al infante y la bala del Borbón, ciega y perdida en el monte, como corresponde a un tirador torpe, hizo trizas la esperanza del trono. Los padrinos se dividieron para acompañar a los caballeros. En realidad Montpensier parecía el muerto, por lo abatido que iba. Probablemente había buscado un éxito fácil, que el duelo se hubiera resuelto a primera sangre para deslumbrar a sus imposibles súbditos, pero el destino le había gastado una mala pasada.
Respecto al infante don Enrique, el día de su entierro pudieron verse a la luz del día sus desnudeces. Las modestas paredes de su salón y la pobreza de los muebles. Sólo dos cuadros, uno muy oscuro, de cacería, y un retrato de un personaje del XVIII con peluquín; ambos habían tenido un esplendor ya muy pasado. Debajo, una consola vieja y plebeya junto a un juego de sillones tapizados con aire de modernidad modesta. Todo lo que pudo verse daba testimonio del estilo espartano y la escasez, probablemente en sintonía con la honrada modestia con la que había vivido el digno infante, que nunca se sometió a sus parientes.
Más tarde, cuando Alfonso XII decida casarse con su prima María de las Mercedes, hija del duque de Montpensier, uno de los principales sospechosos como autor intelectual del asesinato de Prim, sólo los autores de folletines creerán que se trata de una jugada del amor. ¿Qué clase de amor tan afortunado permite que lo que no ha logrado el padre gastando su fortuna, obligado incluso a financiar toda una revolución para llegar al trono, lo logre la hija de este mismo obseso del poder?
El matrimonio de María de las Mercedes hizo que el sumario que investigaba el asesinato de Prim se cerrase en falso diez años después, tras haber estado a punto de procesar a su padre Antonio de Orleans, duque de Montpensier, ocultando de este modo la verdad a España y a todos los españoles. No resultaba conveniente que el suegro del rey apareciera aludido, señalado o imputado en la más terrible de todas las conspiraciones.
Si Prim había querido decir con sus tres jamases que mientras él viviera no volverían los Borbones, comunicaba con ello que en ese momento concentraba en sus manos todo el poder. Pero una vez muerto, volvieron; tan deprisa como les fue posible.
Ahora quedará despejado que María de las Mercedes y Alfonso XII matrimoniaron más como una estrategia de la monarquía borbónica —fruto de la aguda inteligencia del conspirador Cánovas del Castillo— que como una historia de amor, por mucho que la llevara al cine el galán romántico Vicente Parra y la hicieran pasar por un dramón popular: «¿Dónde vas, Alfonso XII? ¿Dónde vas triste de ti?» «Voy en busca de Mercedes…»
Este Alfonso tan enamorado de su prima, por la que pierde el sueño, es el mismo a quien, en su lecho de muerte, la tradición popular adjudica este otro dicho dirigido a su segunda esposa: «Cristinita, guarda el coño, y ya sabes: de Sagasta a Cánovas y de Cánovas a Sagasta»[30], lejos ya de la juventud enamorada y pensando, claro, en la política. Del mismo modo, recientemente se apuntaba la posibilidad de que la reina María de las Mercedes —que fue expuesta, una vez fallecida, en lo que era el comedor del palacio de Oriente, en una sala tan llena de bombillas que se dice que cuando se encienden todas se para el metro de Madrid— hubiera muerto a consecuencia de unas fiebres contraídas a causa del agua con filtraciones tóxicas bebida en la casa de sus padres, el palacio de San Telmo en Sevilla, actual sede de la Junta de Andalucía. Esto contribuiría también a despejar de romanticismo la restauración borbónica.
De todas formas, los ojos verdes de Isabel II no pudieron —o no quisieron— detener a Prim. Tal vez la crecida revolucionaria se habría evitado si hubiera colocado a Prim al frente del Gobierno. La reina no pudo demostrar que era la reina de todos, y ello contribuyó a la gran indignación que fue acumulándose y que forzó a Prim a cambiar de golpe y porrazo una casta dirigente por otra; la dinastía borbónica por la de los Saboya, de nuevo cuño. Sin complejos. En la persona de un príncipe italiano, sin arraigo alguno, y por tanto sin compromiso con ninguno de los nobles españoles. Es lógico que todos recelaran y que muchos de ellos quisieran matar a Prim, que representaba la pérdida del poder y de la influencia de todos y se comportaba como un dictador, con la particularidad de respetar a toda costa las leyes que él mismo dictaba.