XIII
Serrano, eterno conspirador

El habilidoso general O’Donnell logró que le fuera otorgada a Francisco Serrano, general vicalvarista, la importante Capitanía General de Madrid, que en caso de colisión resultaba crucial. Como capitán general, en 1876, Serrano acabaría ordenando que se dispararan sin interrupción bombas y granadas desde el Tívoli. Una de esas granadas reventó el techo del palacio de Congresos, y «uno de los leones de piedra de la escalinata del Congreso quedó sin cabeza, presentando el aspecto más ridículo y desolado…».

El fuerte componente obrero de la insurrección antiodonnellista acabó asustando a los líderes demócratas y progresistas. O’Donnell tenía que contar con la indecisión habitual de Isabel II.

El general Serrano pasa por ser amante de Isabel II, pero más tarde se enfrentó con ella y fue capaz de advertirle que si seguía manteniendo una política que rozaba el absolutismo, sería destronada. Poco después se dio cuenta de que las cosas habían llegado a tal punto «que iba a tener que marcharse en cualquier caso». Fue Serrano quien insistió a la reina tratando de superar las dudas que habían creado los partidarios de la reacción sobre la lealtad de Narváez, conde de Lucena.

La vuelta a la normalidad, por tanto, pasaba por que la reina diera fin a sus relaciones con Serrano. Mientras, el general se transformaba: de un hombre pobre —y, como decía Donoso, «por tanto débil»— en uno cada vez más rico. Todas las noticias coincidían en afirmar que Serrano estaba haciendo fortuna a toda prisa.

El conjunto de todas las presiones hizo que la pareja se rompiera. Según Agustín Fernando Muñoz, duque de Riánsares, la reina «tuvo dos días de lloros» durante los cuales no cesó de rogar que Serrano no la dejara. Por su parte, desde Arjona, el general, como siempre gallardo y seductor, escribió a Narváez afirmando que había sido la reina quien le había pedido que se marchase, «y es tal mi decisión en esa parte que estoy pronto a darme muerte, si esto pudiese serle grato». No hay expresión más rotunda que acate una voluntad.

El conspirador Aviraneta

Muchos progresistas empezaron a pensar que la política de O’Donnell daba paso al turno pacífico en el poder. Sin duda, la baza militar era ahí la representada por Juan Prim. Hasta Eugenio de Aviraneta, el conspirador que inspiraría a Pío Baroja, apostaba por que el sucesor de O’Donnell no sería Narváez sino Prim, al frente de los progresistas (si bien curados de veleidades revolucionarias). El conde de Reus era la persona más temible al frente del Partido Progresista, y ya se perfilaba como el sucesor de Espartero.

Se demostraría que Aviraneta estaba en lo cierto, pero antes Prim lograría un pacto con O’Donnell y se integraría en la Unión Liberal. O’Donnell nombró a Prim administrador de Rentas Estancadas en Figueras, un puesto económicamente muy rentable, y le dejó intuir la posibilidad de ser nombrado capitán general de Cataluña o la de ponerse al frente del ejército español si se ordenaba una expedición militar de castigo a Marruecos.

La Unión Liberal fue un partido de figuras con escasos seguidores de adhesión popular. No obstante, tuvo éxito entre los sectores modernos de la oligarquía isabelina y de las clases medias opuestas al aventurerismo progresista de los sectores moderados y del carlismo. A este apoyo se sumaban mandos del Ejército como Serrano, Prim, Ros de Olano y Dulce.

Más adelante, tras la llamada crisis de febrero, ante un clima de inestabilidad en el mandato de O’Donnell, la personalidad de Prim creció. Su participación en la guerra de Marruecos contribuyó a modelar un perfil político que proyectaba sus ideas liberales pero conjugadas con la preservación del orden, la autoridad, la fuerza y la justicia. Así lo indicó su postura tras el golpe que liquidó el Bienio Progresista (1854-1856).

Ya en enero de 1851, cuando Juan Bravo Murillo fue nombrado presidente del Consejo, el elemento civil empezó a sobresalir sobre el militar, lo que vino a satisfacer una vieja demanda de la opinión pública, harta en cierta medida del continuo predominio del colectivo militar. El protagonismo de los militares había comenzado con Espartero y seguido con Narváez, pero quedó interrumpido cuando Bravo Murillo nombró ministro de la Guerra a Francisco Lersundi, un joven mariscal de campo. Este hecho generó un movimiento de inquietud y protesta entre generales llenos de resentimiento a la cabeza de los cuales figuraban O’Donnell y Narváez, quienes constituyeron un frente opositor que enseguida provocó una rebaja del respeto al principio de autoridad y el orden público. Dada la audacia con la que los militares retaban al Gobierno, Bravo Murillo llegó a hablar de «ahorcar generales con sus propias fajas»[23].

De ese núcleo militar formaba parte el general Serrano, entonces muy unido a Leopoldo O’Donnell. La horca por su deshonra era una ofensiva amenaza. El marqués de Villa-Urrutia, que relata estos hechos, dice que en aquellos tiempos «no era la libertad una palabra vana, ni la Constitución un artilugio que se arrumba cuando estorba, ni vivía la prensa gubernativamente amenazada», de modo que se produjo un vigoroso movimiento contra el vergonzante absolutismo que con disfraz constitucional pretendía enseñorearse de España.

Esta forma de reprimir generales descontentos nos acerca a la idea y nos hace más comprensible el hecho de que Prim fuera finalmente asesinado por asfixia mecánica. Se respiraba en el ambiente entre el estamento militar.

Prim tenía amistad con el duque de Riánsares, Fernando Muñoz, marido de María Cristina, la reina madre, que le prestó algún dinero de relativa importancia y con quien convino la necesidad de celebrar un matrimonio de conveniencia que se materializaría en su enlace con una rica heredera mexicana que conoció en París. Aquel buen hacer con Riánsares procedía de las conspiraciones para derribar a Espartero.

La fama de militar valiente y hombre de Estado de Prim creció tras la campaña de Marruecos, hasta el punto de que los informantes ingleses concluyeron que «el peligro mayor que amenaza a O’Donnell es la rivalidad del general Prim quien, aunque en el presente se muestra amistoso, es una persona muy ambiciosa».

Uno de los grandes hechos que marcarían la vida del general Serrano fue su matrimonio con su prima Antonia Domínguez, hija de los condes de San Antonio, título que fue heredado en 1858 y que recibiría el hijo primogénito en 1881. La esposa tenía veinte años menos que el general y era de una belleza arrebatadora, fina y exquisita, si bien el ingenio y el cerebro no andaban parejos con su hermosura. La generala era de pocas letras, intelecto limitado y pobre criterio. Poseía un dominio especial de los peores géneros de intrigas políticas, aunque siempre marcado por el antojo. No obstante, para Serrano la palabra de su esposa suponía un condicionante imposible de ignorar. Parecía obedecerla a medias entre el cariño y el miedo, y en no pocas ocasiones se sometió claramente a su capricho, en contra del sentido común con el que el militar solía enfrentar sus problemas.

La campaña de México

Cuando se apuntó la posibilidad de que se impusiera una corona en México, Prim solicitó que se le concediera el mando del contingente que España iba a enviar para pacificar aquel país. Prim se había mostrado reticente a la intervención en México, pues tenía simpatía por Juárez y su esposa era familiar directo de uno de sus ministros.

La rivalidad de Serrano, que veía crecer la figura de Prim, se basaba principalmente en que consideraba que debía ser él quien había de encargarse de la campaña. Finalmente, sin embargo, la misión le fue encomendada a Prim.

A lo largo de tres años, desde el 24 de noviembre de 1859 hasta el 10 de diciembre de 1862, Serrano fue capitán general de Cuba. Entre la población había un alto componente de esclavos negros, y los esclavistas se contaban entre lo más granado de la sociedad cubana. En esa sociedad negrera, Serrano conquistó voluntades con los finos modales, la cortesía y la afabilidad que le definían, así como con la llaneza con la que trataba a todo el mundo.

Supuestamente, por aquel entonces la supresión de la trata de esclavos debería haberse completado ya, pero en su última fase ésta se tornó más violenta si cabe. Sobre las condiciones del esclavismo en Cuba, escribe William Law Mathieson en British Slavery and Its Abolition, 1823-1838, «era un hecho conocido que durante un primer período, de 1820 a 1825, el capitán general de Cuba negaba la existencia del tráfico, pero recibía un impuesto de tres libras y diez chelines por cada negro, y bajo las ventanas de la residencia oficial había dos barracones con capacidad para unos mil o mil quinientos esclavos… casi siempre llenos».

El tráfico cubano continuó floreciendo después de 1850, con el resultado de que cada vez más buques esclavistas solicitaban la protección de la bandera de Estados Unidos. Cuba parecía ser el único mercado potente que quedaba, y en la quinta década del siglo XIX importaba entre treinta y cuarenta mil esclavos cada año. Entre 1849 y 1851, tres expediciones filibusteras fueron enviadas a Cuba, y en 1854, los embajadores norteamericanos en Inglaterra, Francia y España lanzaron el Manifiesto de Ostende, en el que declaraban que si España no vendía Cuba a Estados Unidos por un precio razonable, este último país tendría justificación para tomar la isla por la fuerza.

En agosto de 1860, en una playa cercana a la desembocadura del Congo, Gordon embarcó un cuarto cargamento con 890 esclavos, incluidas 106 mujeres y 612 niños, con destino a Cuba; la indagación judicial señala que los esclavos sufrieron unas duras condiciones de hacinamiento. En diciembre del mismo año, el Thomas Watson embarcó otro cargamento cerca de la boca del Congo, luego se alejó sin ser visto y más tarde descargó más de 800 esclavos en la costa meridional de Cuba. El barco, trasladado a la bahía de Campeche, «fue fumigado para eliminar el olor desagradable y dulzón que había adquirido».

El Senado fue informado en 1862 de que el Coilla —procedente de Mystic, Connecticut— había descargado esclavos en la costa cubana. En 1864 hubo una nueva denuncia ante el Senado; en esta ocasión fue el Huntress, de Nueva York, que había trasladado esclavos a Cuba.

En 1871, el reverendo Horace Waller declaró ante la Cámara de los Comunes: «He conocido niños vendidos por menos grano del que cabría en uno de nuestros sombreros; fácilmente podrán comprender que, pudiendo comprarlos tan baratos y venderlos luego a tan buen precio en la costa, para el traficante de esclavos el negocio consiste en comprar el mayor número posible y ganar luego todo lo que pueda».

Después de una extensa agonía de casi cuatro siglos, la historia de la trata de esclavos en el Atlántico llega a su fin hacia 1880, poco después de que la esclavitud fuese abolida —si bien sólo oficialmente— en Brasil y Cuba. Nadie es capaz de valorar cuántos negros sufrieron traslados, aunque en un dato aproximado y calculando por lo bajo se aventura la cifra de quince millones. Aparte habría que contar los fallecidos: quizá otros treinta o cuarenta millones, víctimas de incursiones de captura, caminatas insufribles y barracones insalubres.

A espaldas de esta tragedia, la sociedad habanera de 1862 gozaba de linaje, cultura y fortuna. Acostumbrados a una intensa vida social, eran amantes de las citas con señorío y de los convenientes enlaces que emparentaban a las grandes familias.

Más tarde, por sus años de gobierno en la isla, la reina recompensó a Serrano —quien por su parte hizo el agosto con el tráfico de esclavos— con el título de duque de la Torre del Homenaje con grandeza de España. El general ofreció una fiesta de despedida en el palacio de Gobierno. La crónica mundana en verso de Víctor Caballero y Valero, titulada El reino de las hadas, comienza con esta quintilla dedicada a Serrano:

Recorro el edén cubano

al grato son de la orquesta;

miro al general Serrano,

que con actitud modesta

a todos daba la mano[24].

Pero volvamos a la campaña de México. Tal vez por viejos resquemores, el 29 de noviembre de 1861, cuando Prim acababa de partir a Cuba para ponerse al mando de las tropas, Serrano decidió iniciar la ofensiva por su cuenta.

En diciembre, los españoles llegaron a Veracruz y San Juan de Ulúa, y ya en coordinación con los participantes franceses y británicos alcanzaron Orizaba. Por entonces, los aliados desconfiaban entre sí, e ingleses y españoles vieron con alarma cómo los franceses aumentaban sus efectivos hasta ser los más numerosos. Su propósito era entronizar una monarquía en México entre los emigrados monárquicos.

«El 23 de diciembre llegó a La Habana el conde de Reus, cuyo nombramiento no había sido del agrado del general Serrano, que no era su amigo, como hubo en esta ocasión de demostrarlo»[25]. Hay otra frase del marqués que a la luz de la ciencia del siglo XXI, con las sospechas que se manejan, suena a regalo envenenado. Escribe Villa-Urrutia: «Tocole recoger su último suspiro al general Serrano, que en aquel triste momento se hallaba a la cabecera de la cama del compañero de armas, el gran condotiero español que, como los italianos del Renacimiento, moría a manos de viles asesinos»[26].

Retirada de tropas

Prim reaccionó en aquel tiempo convocando la Convención de la Soledad, el 19 de febrero de 1862, en la que las autoridades mexicanas aceptaron negociar reparaciones y deuda. Francia anunció su respaldo a la candidatura de Maximiliano de Austria al trono de México, con la inmediata oposición de españoles e ingleses.

Esta vez Prim, sin atender a las admoniciones de Serrano ni del embajador español en Washington, ordenó la retirada de las tropas a Cuba. Serrano y él coincidieron en enviar emisarios a la reina para explicar lo ocurrido, cada uno según su visión. Mientras tanto, las tropas británicas emprendieron igualmente la retirada.

Puede decirse que al dar marcha atrás de su intención de desautorizar a Prim, el Gobierno sufrió un fuerte deterioro y el partido de la Unión Liberal entró en barrena, dividido entre los partidarios de Prim y los de Serrano. La reina parecía disfrutar con la impertinencia a Napoleón III e insistía en respaldar a Prim, mientras los partidos políticos discutían enfrentados.

El general, que era cada vez más claramente una alternativa de poder, abandonó la compañía de personalidades militares discutidas como Serrano y O’Donnell. Una vez retirado Espartero, Prim se ganó el favor de los progresistas, que eran conscientes de que, como los moderados y los unionistas, necesitaban un espadón que diera juego como el de Loja. Ningún partido parecía poder sobrevivir sin su general. Espartero o Prim para el progreso, Narváez para la moderación y O’Donnell para la Unión Liberal, como una república americana.

El largo enfrentamiento subterráneo entre Serrano y Prim influyó en las relaciones con O’Donnell. Prim recibió el apoyo ante las críticas de las Cortes y se comprometió a no mencionar a Serrano, evitar el enfrentamiento con él y no sacar en los debates otros documentos que los publicados por el Ministerio de Estado. El Gobierno decidió cerrar las Cortes el 2 de julio de 1862 para no dar más explicaciones sobre la cuestión de México.

El 17 de enero de 1863, O’Donnell anunció una remodelación. Entre otras cosas sustituyó a Calderón Collantes por el general Serrano en el Ministerio de Estado (Exteriores). Trataba de cerrar la crisis con Francia y contentar a los críticos de Prim.

Para el general Prim, esto fue una ofensa que interrumpió gravemente su entendimiento con O’Donnell y con la Unión Liberal. Cuando se tuvo noticia del nombramiento de Serrano, Olózaga afirmó que los progresistas esperaban que Prim dimitiera de su puesto de director general de Ingenieros. En efecto, Prim presentó una dimisión verbal y esperó que le dieran satisfacciones. La reina respaldó a Prim, alentando su esperanza de que el Partido Progresista fuese llamado al poder y él se viera en la oportunidad de encarnarlo. Poco podía sospechar que se jugaba el futuro del trono.

Prim pasó a la oposición y trató de progresar quebrantando la inestabilidad del Gobierno. Apenas había transcurrido un mes desde que defendiera su política en México respaldado por lo que ahora combatía. Pero se equivocaba al creer en las falsas esperanzas que le daba la reina. En la Gaceta se publicó la noticia de la dimisión de Prim y se produjo la ruptura con la Unión Liberal.

Prim era consciente del poder de su propia figura. En una discusión en la tertulia progresista, Calvo Asensio, director de La Iberia, le preguntó en qué razones fundaba la petición de Prim a los periódicos progresistas, como el suyo, de que no se hablase de la abstención. Juan Prim, lacónico, contestó: «En que me da la gana».

La mano izquierda

Prim se opuso a la política de «retraimiento» (abstención) porque creía perder así la posibilidad de ser llamado a formar gobierno. El general mantuvo relaciones con palacio, donde la reina le recibía con sus «más graciosas sonrisas». No obstante, se vio obligado a cambiar de opinión y acabar votando a mano alzada la abstención electoral, para combatir a los que le acusaban de ser demasiado cortesano. El embajador francés, insidioso, llegó a decir que la mano derecha de Prim no sabía lo que hacía la mano izquierda.

El 2 de enero de 1866, Prim sublevó en Villarejo de Salvanés a los regimientos de caballería de Calatrava y Bailén, acantonados en Aranjuez. Pretendía convertir la temida revolución en un pronunciamiento controlado por el Partido Progresista que evitara la participación popular y de los radicales, pues temía que se perdiera la disciplina «y tiraran el trono por el balcón».

Pero la sublevación no contó con la fuerza suficiente. Se gritaba «¡Viva la reina, viva Espartero y viva Prim!», pero el grito no caló en la multitud. Prim logró huir hacia Portugal y hubo de marchar en coche, muy despacio debido a la precaria salud que le aquejaba en ese momento. Todos los conatos de apoyo en su favor fueron neutralizados. La insurrección terminó el día 20 de enero, cuando Prim llegó a Portugal. Curiosamente, poco después, la reina, en su último parto, dio a luz a un niño que viviría poco y que fue bautizado como Francisco de Asís Leopoldo.

Una nueva diáspora de personajes elegidos —Olózaga, Prim, Ruiz Zorrilla, Sagasta— se trasladó a París y a Bruselas para organizar una campaña de desprestigio de la Casa Real que constituyó un escándalo mundial. La sublevación de junio de 1866 fue el detonante de la caída en desgracia de la Unión Liberal.

En su regreso al poder, Narváez trató una vez más de llegar a acuerdos con los progresistas a expensas de los «vicálvaros», esto es, de la Unión Liberal. Prim le dijo a Ruiz Zorrilla que había batido palmas al tener noticia de la caída de O’Donnell y la llegada del duque de Valencia. Preparado, si la oferta era sólida, para arrojar al fuego el libro de los agravios y recomponer la relación con Narváez.

Pacto de Ostende

Prim siempre había tenido reparos en contra de Narváez, con quien cruzaba violentas y acres palabras en el Parlamento, dispuesto a rehacer el partido y exterminar a «los vicálvaros»; por cualquier medio, añadió.

El 16 de agosto de 1866, los progresistas y los demorrepublicanos firmaron en Ostende, Bélgica, un pacto para acabar con la monarquía de Isabel II. La solución posterior eran unas Cortes Constituyentes que elegirían entre instaurar una república, apoyada por demócratas y republicanos, o, como querían los progresistas, una nueva monarquía constitucional con un rey por determinar. Todos reconocían como jefe y director militar del movimiento al general Prim. Leopoldo O’Donnell, reunido con Olózaga en París, calificó a Prim de traidor.

Al otro lado, entre los unionistas, Serrano estaba en «la exposición de los 121, entre ellos los presidentes del Congreso y del Senado: Ríos Rosas y el general Serrano, así como políticos como Antonio Cánovas, Calderón Collantes, Bermúdez de Castro…». La respuesta gubernamental fue violenta y estúpida.

El general Serrano fue arrestado tras entregar personalmente en palacio la famosa exposición y «ser recibido de la manera más amistosa, dado el favor de la corte y las consideraciones a su rango». La reina intervino junto a Narváez para que lo mandaran a un paraje donde no sufriera molestias.

Serrano, exiliado de oro, fue recibido en Mahón con honores mientras en Madrid se disolvían las Cortes. Curiosamente se estrechaban las relaciones entre unionistas y progresistas, con el caído O’Donnell como único obstáculo.

Los Montpensier estaban en tratos con la Unión Liberal. Siempre se habían mostrado muy cercanos, y estaban decididos a proponer un acuerdo con los progresistas favorecido por María Cristina y Riánsares.

La muerte de O’Donnell propició que Serrano tomara el relevo como jefe del partido, y en compañía de Dulce, Ros de Olano y Zabala se unió a la conspiración revolucionaria. La reina estaba ya muy alejada de todo contacto con la realidad y mantenía a su último valedor, el general Narváez.

Cuando, en su número del 5 de julio de 1868, La Iberia publicó la noticia de las relaciones entre unionistas y progresistas, la respuesta gubernamental fue detener a Serrano, Dulce, Zabala, Echagüe, Serrano Bedoya y Córdoba.

Los jefes de los partidos se habían decidido a iniciar una revolución militar. Su programa era hacer abdicar a la reina y propiciar la subida al trono de Antonio de Orleans, duque de Montpensier. Así lo atestigua el acta del comité revolucionario.

En marzo de 1868, Narváez había confiado al barón Mercier de Lostende que el duque de Montpensier «es cobarde como una liebre, y aunque sea lo suficientemente estúpido para imaginarse que podría reemplazar a la reina, es poco probable que se atreva a arriesgar en ese juego ni su persona ni su bolsa».

Veto de Napoleón III

El duque de Valencia se equivocaba gravemente. Montpensier estrechó sus contactos con los conspiradores de la Unión Liberal y financió —se cree que con más de tres millones de reales— las actividades de éstos. A cambio exigió ser el sustituto de Isabel II, ya fuera como rey, rey consorte (esposo de Luisa Fernanda) o incluso como regente. El resultado no fue el esperado, puesto que los Montpensier acabarían siendo desterrados y tuvieron que partir desde Cádiz hacia Inglaterra vía Lisboa.

Antonio de Orleans fue objeto del veto de Napoleón III. En una entrevista en Lyon, el marqués de La Valette le comunicó a Prim que Napoleón III no se opondría a la revolución siempre y cuando se impidiera que Montpensier fuera proclamado rey. Prim debió de aceptar el pacto, si bien no lo divulgó, con lo que la candidatura del duque permaneció vigente pero ciertamente desactivada, puesto que al final todo dependería de él.

González Bravo recibía anónimos que le avisaban de una revolución inminente. También recibía informaciones de supuestas rencillas y rivalidades entre Prim y Serrano. El Gobierno estaba sobre un polvorín.

El 18 de septiembre de 1868 se pronunció la escuadra al mando del almirante Juan Bautista Topete. Montpensier había pedido estar embarcado, pero los generales unionistas no accedieron. Al grito de España con honra.

El general Lemery, por consejo de Serrano, propuso que la reina abdicase en su hijo, con él como regente. Serrano declararía más tarde que habría aceptado al príncipe contra la opinión de Prim. La abdicación en el príncipe de Asturias parecía ser la solución preferida por todos. Marfori se opuso radicalmente: un rey sólo podía abdicar por cansancio, como Carlos V, jamás por una insurrección.

El 28 de septiembre, las tropas de Novaliches, en las que combatía Girgenti, fueron derrotadas por el general Serrano en la famosa batalla de Alcolea. En Madrid, el día 29, el marqués del Duero se rindió ante un Gobierno provisional que proclamó la destitución irrevocable de Isabel II y de toda la casa de Borbón. El día 30, en plena huida, la familia real, junto con los Riánsares, atravesó la frontera de Francia.

En una primera corrida celebrada tras la revolución, el Tato, matador de toros, dedicó su faena a Prim, a Serrano, a Topete… ¡y a la soberanía nacional!

Autores contra Serrano

«El 18 de junio de 1869, el mismo día que juraba el cargo de regente, Serrano designó a Prim para ocupar la presidencia del Gobierno, manteniendo la cartera de Guerra. Serrano atribuía la elección a sus “relevantes circunstancias”» (Pere Anguera, El general Prim. Biografía de un conspirador, Barcelona, Edhasa, 2003).

«Me interesa aclarar aquí que en esas fechas, 1/11/1870, tanto el secretario y ayudante de Montpensier, el ínclito Solís y Campuzano, como el jefe de ronda del general Serrano, José María Pastor, habían contratado asesinos a sueldo para asesinar a Prim» (José María Fontana Bertrán, El magnicidio del general Prim, León, Csed & Akrón, 2011, p. 128).

«Consumado el atentado, Serrano, en vísperas de agotar la regencia, vino a nombrar presidente interino del Consejo de Ministros a Juan Bautista Topete. Y el presidente interino, en lugar de mantener el Gobierno existente —que debía cesar en el momento en que Amadeo asumiera la corona el 2 de enero—, formó un Gobierno interino de coalición. El 3 de enero de 1871, el duque de la Torre recibía del rey encargo de presidir el gabinete y ratificaba en sus puestos a quienes los ocupaban con Topete, sin duda porque el propio regente se había servido de éste para formarlo, cinco días antes, de acuerdo con sus deseos» (José Antonio Piqueras Arenas, La revolución democrática, Madrid, Ministerio de Trabajo, 1992, p. 385).

«De la lectura de los libros publicados sobre el magnicidio de Prim, había sacado unas conclusiones claras. La culpabilidad del regente y jefe de la Unión Liberal, el general Serrano, y la del aspirante al trono de España, el duque de Montpensier, estaban fuera de toda duda… Hay, como he dicho, tantos y tan graves indicios de su culpabilidad que he adquirido la certeza moral de su completa y definitiva culpabilidad, como por otra parte tenían los familiares y amigos de Prim» (Fontana, ob. cit., pp. 232-233).

«No había transcurrido un cuarto de hora [del atentado], cuando recibió la visita de Serrano y Topete» (Anguera, ob. cit., p. 616).

«A las 21.15 el subsecretario de Guerra comunicó telegráficamente la noticia del atentado a las capitanías generales, con texto tranquilizador. En el atentado Prim resultó “ligeramente herido”, sin que se hubiera alterado la tranquilidad pública» (Anguera, ob. cit., p. 616).

«Las pesquisas policiales se centraron en los republicanos y los montpensieristas, aunque las dudas salpicaron el entorno de Serrano» (Anguera, ob. cit., p. 622).

«La implicación de Pastor resulta más probada que la de Paúl [y Angulo] y sitúa en el punto de mira a su superior y protector, Serrano, en cuyo palacio según testimonio de un sereno recogido por Pi i Margall, se refugiaron los asesinos» (Anguera, ob. cit., p. 628).

«Pero Pedrol desconocía la investigación militar iniciada los días del magnicidio para detectar desplazamientos anómalos de los oficiales. Los que se ausentaron sin justificación fueron arrestados. La investigación fue cerrada al tomar posesión Serrano de la presidencia del Gobierno y del Ministerio de la Guerra, lo que avala las sospechas sobre su implicación, ratificadas por las dificultades puestas por Serrano a que Prim prestara declaración, a que le atendieran algunos especialistas alegando su militancia política y las implicaciones de Pastor documentadas en la causa» (Anguera, ob. cit., p. 628).