VII
Lo remataron con estrangulación a lazo

Siempre se ha dicho que a Prim lo mataron dos veces. Una en la calle del Turco y otra por una conspiración de batas blancas que no aplicaron una buena terapéutica. Ésta fue la sospecha de siempre, y fue ratificada por el doctor De la Fuente Chaos a finales de la década de los cincuenta del siglo pasado, en pleno franquismo.

Para los historiadores y escritores que se ocuparon de la época, los médicos habrían actuado como un segundo pelotón de fusilamiento. Lo de menos es si murió de una gangrena o a causa de unas fiebres; el caso es que salió vivo de la emboscada, aunque en mal estado. Pero seguía en manos de sus poderosos asesinos, quienes según los últimos descubrimientos no fiaron al azar la llegada de la parca. Por eso resulta un tanto excesivo el revuelo que se organizó ante la posibilidad de que Prim fuera estrangulado. Siempre se ha pensado que el general fue asesinado dos veces. ¿Qué importa el método? ¿Qué más da que los doctores lo dejaran morir o que los sicarios lo estrangularan?

A la luz de la ciencia moderna, los rastros que presenta en el cuello la momia del general son compatibles con una estrangulación a lazo con una correa. Dada la vitalidad y la resistencia del general Prim, los conspiradores, poco después del ataque en la calle del Turco, tuvieron que rematarlo para evitar que se recuperara de sus graves heridas.

Los agujeros de los disparos en la berlina no dejan dudas sobre el uso de armas de alta potencia y munición de gran calibre. El destrozo que causan en carne, huesos y paquete vascular es enorme. Y eso fue lo que sufrió Prim.

Sin embargo, tras la autopsia —esta vez sí— en el Hospital Universitari Sant Joan, dada la naturaleza de los impactos que presenta la momia y ante la racionalidad de la ciencia, podemos afirmar que el general no pudo contestar que estaba ligeramente herido ni ordenar a un camarero que le quitara la levita («Tira pronto, que me desangro»). Es incapaz de hablar con nadie: ha perdido mucha sangre, y es probable que esté bajo un shock hipovolémico o un shock hemorrágico.

Fuera de la historia

Aunque no se puede fijar con precisión la data de la muerte, Prim no murió en el acto pero quedó fuera de la historia, inútil y moribundo. Tampoco pudo durar los tres días de los que habló el Gobierno. Los partes médicos que contiene el sumario, en realidad dos, y el verbal de autopsia (volumen II, folios 136r y 141r), que no es tal, son escasos, superficiales, titubeantes, redactados por galenos que no quieren comprometerse. Dos son de mero reconocimiento, y ya en el segundo no permiten que los médicos vuelvan a ver al herido. Y luego la declaración de autopsia es corta e inexacta, si bien contundente.

En realidad, al Prim malherido se le despacha con una revisión y unos apósitos, es decir, con «una mirada de reconocimiento y unas tiritas». No permiten al juez instructor verlo, pero mientras el general agoniza, los historiadores, dada la cantidad de gente que después escribió que había recibido sus confidencias, dan por bueno que no pare de recibir visitas.

De ahí arrecian todas las leyendas. Cuando aseguran que uno de sus amigos le pregunta: «General, ¿cómo se encuentra?», afirman que responde: «Veo la muerte». Y todavía más, cuando le dice: «¿Quién ha sido?», contesta: «No lo sé, pero no me matan los republicanos», de lo que se deduce que cabe atribuir la autoría de la frase a los mismos republicanos. Muchos ven claramente que no se dice la verdad.

En las memorias manipuladas de Muñiz se asegura que éste conversa con Prim y lo retrata como deseoso de hablar, lo cual es imposible a la luz de las heridas. En estas memorias, poco fiables en los aspectos que convienen a los asesinos, se dice que se estableció una guardia para velar por el herido y que se ocultó a Paca Agüero, así como al resto de los españoles, «la gravedad de las heridas». Muñiz se va a ver al único cirujano que podría haber salvado al general, el doctor Melchor Sánchez de Toca, pero curiosamente éste no es llamado en ningún momento por el Gobierno. Muñiz estaba en el secreto de los verdaderos pensamientos de Prim sobre el duque de la Torre y sobre Topete, y sin embargo su libro está lleno de expresiones como «el valeroso y honrado patriota general Topete» (que era almirante) o «el señor duque de la Torre», al que Prim había querido tirar por un balcón el verano anterior. Al final, en un apartado que recoge unas pequeñas fichas biográficas, en la de Serrano —que resulta muy breve— dice de él cosas que un amigo de Prim jamás escribiría. Quizá todo forme parte de los retoques de la «Operación Maquillaje del Atentado».

En el colmo del cinismo, Serrano se atrevió a difundir que Prim estuvo consultando con los suyos mientras agonizaba para que se aseguraran de votar en el Parlamento una pensión para él y otras regalías. Presuntamente, sólo por esto último hay gente que mata. Sería un excelente motivo para asesinar si no hubiera otro mejor: la conquista del poder.

Muñiz cuenta que al final llevó al cirujano Sánchez de Toca al lecho de Prim, el día 30 a las cuatro de la tarde, y que el médico pronunció esta frase fría y terrible: «Me trae usted a ver un cadáver. Ya no hay nada que hacer». Es posible que no sea más que una verdad encubierta, si es que no se ha cambiado el día y la hora al gusto de los falsificadores.

A la cabecera de la cama «estaba el ilustre duque de la Torre», que tantas veces debió de ser «el odiado general Serrano», y en su despacho, que estaba muy cerca, permanecía Sagasta, que, como ministro de la Gobernación, fue culpable como poco —como lo fue el gobernador Rojo Arias— de negligencia. Debieron haber apostado al menos cien agentes de policía en el Congreso y sus inmediaciones, pero no hicieron nada. No resulta extraño que Sagasta no quisiera hablar nunca de aquello. Su actuación debió invalidarle políticamente, y sin embargo a partir de entonces gozó de una vida política fructífera e inmejorable.

Muy poco después de llegar a casa gravemente herido, Prim recibe la visita del regente y de Juan Bautista Topete, quienes se hacen cargo de todo. Hacen como que actúan por orden o consejo de Prim, pero en realidad se reparten los papeles: a Topete le toca encargarse de forma interina de la presidencia del Consejo de Ministros y, como consecuencia de ello, viajar a Cartagena a recibir al nuevo rey. También asume los ministerios de Guerra y de Marina. Topete es un fanático partidario del duque de Montpensier; tan partidario como Serrano, pero más fanático. Hace poco que se ha expresado en contra de la monarquía que pretende Prim, pero ello no es óbice para que acepte el papelón.

Topete, teatral

En el Congreso fue ovacionado cuando amenazó con renunciar a su cargo y retirarse a la vida privada al no poder ya ver feliz a la patria «y para no servir al nuevo rey». Todos los periódicos de la causa aplauden a Topete (tomo LXXII, folio 534, folio 4 y siguientes).

Amadeo I estará desde el primer momento, como desde ahora Prim, en manos de sus enemigos. Dueños de la situación, comunican por los medios oficiales a gobernadores y capitanes generales que Prim ha sido herido pero que se recupera sin complicaciones. Autores como José Andrés Rueda Vicente creen que en ese momento el general ya está muerto, con lo cual Serrano estaría orquestando un macabro drama.

Por su parte, Topete representa una tragicomedia en tono de farsa. A pesar de sus declaraciones ominosas e impertinentes sobre Prim y el rey, declara en las Cortes que al ver a Prim herido había sentido también heridas la revolución, la honra y la libertad. Lo que le daba fuerzas para cumplir la misión, supuestamente encomendada por Prim, de ir a recibir al nuevo monarca.

Topete, en el colmo de su representación teatral, llega a tropezarse consigo mismo y a delatarse en público con este confuso discurso pronunciado en el Congreso:

El señor presidente del Consejo de Ministros, el general Prim, ha sido herido en el día de ayer; no sé si es grave o leve la herida; no lo quiero saber en este momento: aunque si lo supiera, no lo diría desde este sitio…

¿En qué quedamos? ¿Lo sabe o no lo sabe? Claro que sí: forma parte de la conspiración. Es el hombre de confianza de Serrano, y va a recoger al rey por orden suya, mientras le guarda el sitio al conspirador. Serrano permanece en la sombra, listo para el paso siguiente.

Topete pronuncia en las Cortes un panegírico de Prim que, inevitablemente, suena a funeral. Quizá ya sabe lo que no se puede decir. Lo que si supiera no diría. Es un elogio fúnebre:

Es triste y doloroso —dice el caballeroso Topete— que aquí, en la situación en que estamos, al cabo de dos años que llevamos de revolución, del ejercicio más amplio y más completo de los derechos individuales, suceda lo que ha sucedido en el día de ayer, después de haber preparado la opinión (no hago alusiones de ninguna clase a ningún partido, a ninguna fracción), llamando cobarde al héroe de los Castillejos, llamando mal español al hombre de México, y llamando tirano al hombre que todo lo ha sacrificado, tranquilidad, fortuna, vida, en obsequio de la libertad… Así es como ha venido la tentativa de ayer, así es como se ha preparado el asesinato de ayer…

A Topete, torpe, enredado en su propio discurso, sólo le falta certificar la muerte de Prim. Pero, por el contrario, el Gobierno que preside informa de que no ha sido grave y que el herido se repone sin complicaciones. En el Congreso no hay voces disonantes, ahora que Prim está impedido. No tiene muchos defensores.

Topete traza todo un ejercicio de cinismo político:

La nobleza y el valor del general Prim no lo han tomado en consideración, desgraciadamente para mí, que tanto le quiero, para la libertad, que tanto le necesita, y para el país, que tanto le estima.

Topete se muestra trágico, sublime, sensible al momento histórico que vive, pero, se ponga como se ponga, da a Prim por muerto:

Yo sé algo de lo que se ha acordado; pero desde aquí les digo a los asesinos del general Prim, a sus cómplices, a sus encubridores, a los que hayan podido aplaudir después de este atentado, que hagan lo que quieran, que obren de la manera que gusten; que al presidente de esta asamblea, que al Gobierno de S. A., que a las Cortes Constituyentes hallarán dispuestos a decir lo que decían los girondinos en la República francesa: «Viva la libertad», y, en lo íntimo de su alma, «Mueran aquellos que la combaten…».

Agente doble

Quizá el atentado contra Prim fuera la señal de levantamiento de toda la nación. Los republicanos estaban dispuestos, y contaban con los monárquicos. En las tabernas madrileñas se acordaron los últimos detalles.

La contraseña del contratista de sicarios consistía en aquel triángulo de cartón (tomo LXXVI, folio 540), con la mitad de un escudo de las armas reales de España impreso con tinta azul oscura y las palabras ESPAÑA y MONT, apócope de Montpensier, que desde el principio comprometía gravemente a Antonio de Orleans, cuñado de la reina Isabel II. La citada contraseña fue supuestamente entregada por su secretario Solís y Campuzano al intrigante José López (tomo XXXIII, folio 6678). Prueba de que todo había sido corrompido por las cloacas del Estado es el doble agente Juan Josén Rodríguez López, alias José López, alias Jáuregui, alias Madame Luz, columna vertebral de todo el sumario —con Prim y contra Prim— que, una vez exonerado, volverá a los servicios secretos con Romero Robledo.

El imputado López es uno de los detenidos de primera hora. Al principio guarda silencio, pero al verse perdido decide confesar y declara más de cuarenta veces, implicando siempre a Solís (volumen IV, folio 6441), Montpensier, Serrano y Pastor. En dos ocasiones intentan envenenarle, pero una vez excarcelado, y después de haber sembrado la duda de si en verdad era un agente doble que trabajaba secretamente para Prim, es agregado a la policía secreta, donde presta importantes servicios a Romero Robledo y al conde de Xiquena, como informará el diario El Progreso.

Tanto el Gobierno del regente Serrano como la dictadura de Franco se empeñaron en que ninguna de las heridas de Prim fue de gravedad. Según la testigo presencial, los criminales retiraron el cerco de los coches que taponaban la salida de la calle para que la berlina pudiera seguir. El cochero no venció a los atacantes; se limitó a escapar al abrirse la barrera porque retiraron los coches que impedían el paso (tomo LXI, folio 21). El atentado fue un hecho de muchos asesinos, y no de un único partido ni de un solo enemigo.

Los criminólogos hemos comprobado en el sumario cómo se buscó para contratar a los tiradores más experimentados, a la flor del hampa. A los trabucaires escogidos se les ofrecieron salarios de fábula y la huida garantizada a un paraíso en el extranjero. Por si esto no fuera suficiente, los que tuvieran la mala suerte de ser capturados serían exonerados y puestos en libertad. Eran promesas propias de gente acostumbrada a formar parte del brazo del poder.

El marqués de los Castillejos recibió en el hombro izquierdo nueve impactos de bala que, entre otras cosas, le produjeron una herida circular de seis centímetros de diámetro y otras dos más pequeñas. También sufrió otro impacto en el codo que le voló la articulación, y un tercer disparo que le arrancó casi de cuajo el dedo anular derecho. La palma de la mano derecha está agujereada. Recibió, por tanto, al menos doce impactos.

Fue el general Serrano quien determinó que el almirante Topete, partidario acérrimo de Montpensier, fuera a recoger al rey Amadeo I a Cartagena, así como el que preparó la situación para hacerse con el poder tomando el puesto de Prim. La viuda del general, la mexicana Paca Agüero, observó, seguro que con preocupación, cómo daba órdenes en su casa.

Prim no hizo caso de avisos ni anónimos y puso por encima de su seguridad la obsesión porque no le achacaran cobardía alguna. Renunció a la escolta y pidió que los que le acompañaban fueran, como él, desarmados. Además, lo hizo público. Los asesinos sabían que no iban a encontrar resistencia; por eso metieron los cañones de sus armas por las ventanillas.

Prim fue embalsamado por los doctores Simón, Saura, Mata y otros. Oficialmente murió el 30 de diciembre de 1870 y su cadáver fue preparado un día después, el 31.

Sin embargo, ciento cuarenta y dos años más tarde, en las salas blancas e impolutas del Hospital Universitari Sant Joan de Reus, adonde llega la momia en el interior de un lujoso ataúd de seda negro y dorado con el triángulo masónico presidiendo el cabezal, es otra la historia que cuenta el general. Los competentes directivos del hospital preparan una habitación para este paciente de lujo al que funcionarios del Departamento de Conservación de Bienes de la Generalitat, al mando de su directora Àngels Solé, van a sacar de su encierro de casi siglo y medio. El general, dentro del catafalco de madera, fue enterrado en un ataúd de plomo.

La doctora metió la mano

Hasta que llegaron los miembros de la Comisión, los funcionarios del tanatorio de Reus, mal informados, creían que el cuerpo embalsamado del general se encontraba en muy mal estado y que el olor a componente químico que desprendía, fuerte aunque no desagradable, era una nube tóxica de la que había que protegerse con mascarillas.

Cada vez que visitábamos al alcalde —el único que podía ordenar que se abriera el ataúd— para que nos mostrase la momia del general se repetía el ritual: todos con mascarillas, convencidos de que se respiraba aire tóxico. Los forenses de la Comisión echaron abajo esta falsa creencia: el plomo, aunque oxidado, sólo es tóxico en determinadas circunstancias y, contrariamente a lo que se creía, el cuerpo del general estaba en muy buen estado.

Ése fue el primer gran servicio al pueblo de Reus de la Comisión Prim, que hizo descender vertiginosamente el presupuesto con el fin de adecentarlo y prepararlo para la exposición al público con motivo del segundo centenario en 2014.

Los funcionarios, muy eficaces y resueltos, se enfundaron unos monos blancos de criminólogo y mascarillas para protegerse del polvo de plomo que se produciría cuando se abriera el ataúd como una lata de sardinas. Dentro estaba lo que quedaba de Prim.

La doctora María del Mar Robledo Acinas, máxima experta en antropología forense de la Comisión pese a su juventud, ya se había asegurado de ello. En una de las primeras visitas, todavía en el tanatorio, en cuanto retiraron el cristal de la tapa del ataúd de plomo metió la mano y, ante el espanto de los responsables del Any Prim, palpó al general por todos lados, incluidas las partes pudendas. «Por favor, no digáis que le ha metido mano», se angustiaba Carles Tubella, el sorprendido comisario municipal.

Siempre obsesionados con el qué dirán, los políticos asistieron con el corazón encogido al reconocimiento profesional, frío, efectivo de la forense, que enseguida concluyó que la momia conservaba sus órganos y estaba en perfectas condiciones para encontrar en ella cualquier signo de violencia. Todo parecía indicar que Prim había guardado durante décadas el secreto de su mensaje para la Comisión de Investigación.

La víspera de la autopsia, en la sala blanca del hospital, un centro gigantesco y muy bien dotado con pasillos kilométricos por los que circulan robots sanitarios repartiendo comida, ropa y medicamentos, los funcionarios se afanaban cortando el plomo para desenclaustrar al general. Cada vez se apreciaban mejor el rostro y parte del uniforme de gala. En la cara de Prim destacan los hermosos ojos de vidrio, probablemente fabricados por un orfebre, que parecen capaces de ver.

A la mañana siguiente, cuando tuvo la oportunidad de tomar instantáneas en el quirófano, el fotógrafo científico Ioannis Koutsourais dijo que el general parecía mirarle y que ante esa mirada de vidrio él tenía la sensación de que quería transmitirle un mensaje. En cualquier caso, Ioannis, impresionado por la mirada fija de Prim, reparó en los surcos y marcas que de forma totalmente objetiva se aprecian en el cuello de la momia. Desde el principio tuvo la impresión, con todo lo visto y vivido, de que se trataba de las marcas de una muerte por estrangulamiento. Nadie esperaba una cosa así.

La Comisión trabajaba bajo la hipótesis de que el trabucazo del hombro le había dejado inútil y fuera de juego o que la hemorragia le había impedido vivir tres días, con lo cual se demostraría hasta el hartazgo que el Gobierno mintió a la ciudadanía desde el primer momento, cuando informó de que las heridas del general eran leves y no presentaban complicación. Temíamos que hubieran suplantado a Prim en grandes decisiones, como quién debería sustituirle o quién se encargaría de recoger al rey Amadeo, pero el hecho de que le hubieran rematado a lazo era algo que nadie se esperaba.

De hecho, estuvimos a punto de ignorarlo para siempre. La directora de Conservación de Bienes de la Generalitat, la inteligente y gentil Àngels Solé, se oponía a que se le quitara la ropa al general. Pensaba que con meterlo en la máquina del TAC (un escáner de última generación, tan perfecto que es capaz de examinar las pequeñas coronarias por dentro por si tienen ateromas) podríamos reconocerlo sin tener que estropear el uniforme. Pero la ciencia forense fue inflexible: era preciso ver a Prim desnudo.

De nuevo los funcionarios del ayuntamiento se sobresaltaron ante la posibilidad de que el cuerpo fuera fotografiado sin ropa. La Comisión no hizo ninguna de estas fotos porque no las necesitaba. Sin embargo, los fotógrafos del Ayuntamiento de Reus tomaron instantáneas que presentan al general tal y como vino al mundo.

Investigador policial

Una vez más, la ley del embudo y la desconfianza hacia los investigadores. Se supone que, de forma beata y mansurrona, trataban de ponerse a salvo de que un día apareciera el general con todos sus poderes al aire en Interviú. Al hilo de esto, recuerdo que el pene de la momia de Tutankamón estuvo perdido no sé cuántos años, quizá siglos, hasta que lo encontraron en el fondo de la caja. Existe una enorme pacatería en el estudio de las momias. O quizá es simplemente el alma ancestral de censura del político. De todas formas, ahora, si el general sale en pelota picada, será cosa de los que hicieron las fotos.

Ioannis se limitó a tomar una serie de fotografías excelentes, como nunca antes se habían hecho de una momia de ciento cuarenta y dos años de antigüedad. El investigador policial y profesor de Investigación Criminal José Romero Tamaral afirmó categórico nada más verlas: «Esto del cuello son surcos de una estrangulación a lazo». Incluso fue predictivo: «Por la parte de delante encontraréis la continuación, y otras dos marcas o surcos, que vuelven completando el lazo». En efecto, allí estaban. «Pero yo estoy seguro de la estrangulación por los pliegues verticales», precisó el gran investigador. «Igualmente, este tipo de marcas presentan impresionada, como en un cliché fotográfico, una imagen del arma del crimen. En el cuello del general parece descubrirse la impronta de una correa o banda de cuero; incluso hay quien ve la sombra de una hebilla».

Nada de esto hubiera sido posible si no se hubiera abierto antes el ataúd de plomo con los cortes de algo parecido a una cizalla y luego con una sierra radial. Se produjo una enorme cantidad de polvo, pero los trabajadores estaban informados y protegidos por médicos del hospital, quienes habían previsto ropas, mascarillas y todo lo necesario para actuar con la máxima seguridad.

En el transcurso de la liberación del cuerpo de los dos últimos ataúdes, el de lujo y el de plomo, fueron hallados tres frascos que contenían un líquido ambarino.

Sabemos lo que te han hecho

La doctora María del Mar Robledo, atraída enseguida por la fascinación que provocan las fotos de Ioannis, su compañero sentimental, decidió volver a Reus para examinar de nuevo la momia y comprobar si los surcos continuaban debajo de la barbilla, tras la barba. Ioannis y María del Mar realizaron una nueva observación macroscópica completa, así como mediciones de todos los surcos y marcas. Tras este segundo reconocimiento quedaron más convencidos que nunca. De hecho, aprovecharon el poco tiempo libre de que disponían para desplazarse hasta la plaza Prim en Reus, donde se erige la estatua ecuestre del general triunfante en medio de la batalla, blandiendo la espada con la mano derecha. Y mirándole, de forma un tanto irracional, le dijeron, como si pudiera oírlos: «General, ya sabemos todo lo que te han hecho». Los forenses también tienen su corazoncito.

Pero, a pesar de ello, regresaron una tercera vez para asegurarse de que las ropas que llevaba el general no eran los artefactos que pudieran haber producido post mórtem las huellas de la estrangulación. Su análisis fue definitivo.

¿Cuál es el nudo gordiano que deshace la Comisión? ¿Cuál su aportación definitiva? ¿Por qué son tan importantes sus conclusiones?

Porque al demostrar que Prim fue estrangulado en su cama se delata la posición de Serrano, que se alzó con el control total del Gobierno mientras difundía falsedades a los gobiernos civiles y capitanías generales y bajo cuya «protección» se produjo la muerte de Prim.

De confirmarse que el general Prim fue rematado en su cama por estrangulación a lazo —puesto que se abre un lógico período de confirmación científica, si bien como investigadores del crimen, y ateniéndonos a las marcas y surcos estudiados por la doctora Robledo, no tenemos duda alguna—, ésta sería la prueba definitiva de la imputación de Francisco Serrano y Domínguez, duque de la Torre, doblemente acusado: por la investigación histórica y por la negligencia criminal derivada de permitir que Prim fuera rematado mientras se encontraba bajo su protección. Desde que el general fue tiroteado, Serrano asumió todos los poderes, ordenando incluso —como denuncia Muñiz en sus memorias, en parte falsificadas— que no se le comunicara a la esposa, Paca Agüero, la gravedad de las heridas de su marido.

Según establecen una serie de autores (Rubio, Anguera, Rueda Vicente, Fontana), en su obsesión por llegar al trono español, Montpensier habría gastado la mayor parte de su fortuna personal: primero, unos tres millones de reales, en financiar la revolución conocida como la Gloriosa (1868), encabezada por la Unión Liberal (Serrano, Topete), que expulsó de España a la reina; segundo, en aportar capital en sucesivos intentos —el último con éxito— de acabar con la vida del general Prim.

Todos estos autores —excepto Javier Rubio— señalan a Serrano, regente en el momento del magnicidio, como el otro presunto gran autor intelectual del crimen. Los hallazgos de la Comisión, compatibles con esta línea de pensamiento, apuntalarían la culpabilidad del regente.

Solís y Pastor fueron puestos en libertad y, aunque hubo indicios y testimonios varios, los duques de Montpensier y de la Torre nunca fueron acusados formalmente. Sin embargo, el grueso de la verdad de lo ocurrido se encuentra en el sumario que tantos han intentado destruir.

El arrojado promotor fiscal Joaquín Vellando fue apartado del caso cuando intentó procesar a personas poderosas como Montpensier. Algunos autores (Rubio, Anguera, Fontana, Rueda Vicente, Olivar Bertrand) demuestran de forma palpable las pruebas y la cantidad de indicios que apuntan a los presuntos autores intelectuales, el duque de Montpensier y Serrano (al que sin embargo Rubio exonera), señalados igualmente por el clamor popular y hasta por revistas satíricas de la época como La Flaca.

A finales de los años cincuenta, el abogado reusense Antonio Pedrol Rius estudió presuntamente el sumario y escribió un libro, Los asesinos del general Prim (Tebas, 1960). Se trata de un trabajo acientífico que no contiene ni una sola referencia a ninguna página concreta de la causa. Pedrol Rius escribió el libro en el contexto de los preparativos de la recuperación de la monarquía de los Borbones en la persona del Rey Juan Carlos I que preparaba el general Franco y, como buen abogado defensor, más que decir quién lo hizo apostó por exponer quién, en su opinión, era inocente. Porque eso sí: ha de quedar claro que una cosa es lo que dice el respetable Pedrol, y otra lo que dice el sumario.

Inspirados en el franquismo

Pedrol exonera a los duques de la Torre y de Montpensier, a los alfonsinos, a los unionistas, a los carlistas y a cuantos le interesan. Su libro ha sido hasta ahora la principal fuente de muchos de los que escriben sobre Prim sin acceder a los papeles originales. Pedrol, tal vez con la ayuda de este ensayo, llegó a ser muy influyente en el organigrama de la Justicia. Entre otros cargos, ocupó durante décadas la presidencia del Colegio de Abogados de Madrid.

Muchos se basan en este libro escrito durante el franquismo —que no fue la mejor época para garantizar una investigación— y que en ningún momento pretendió ser fiel al sumario, si bien tampoco hace alarde de su singularidad, dejándose querer. Supuestos escritores de izquierdas acuden a él también como fuente y aceptan sin chistar el diagnóstico del epílogo, dictado por el doctor Alfonso de la Fuente Chaos. Este diagnóstico, redactado noventa años después del atentado, se elaboró sin haber examinado el cuerpo, en contra de los documentos médicos que se recogen en el sumario. El diagnóstico contradice veleidosamente la declaración de gravedad de las heridas de los forenses, afirma que todas las heridas que recibió Prim eran leves —¿cuándo lo es un trabucazo a medio metro de distancia?— y esboza una interpretación que atribuye la causa de la muerte a unas raras fiebres —en absoluto comprobadas, salidas únicamente de la imaginación—, sin ningún otro aporte científico.

Al estudiar el sumario descubrimos que supuestos historiadores se habían copiado unos a otros el relato de lo que presuntamente ocurrió en la calle del Turco, así como todo el proceso posterior, sin consultar las fuentes históricas. Versión oficial que no ha sido puesta en duda hasta ahora, cincuenta y tres años después, por los descubrimientos y aportaciones de la Comisión.

Novelistas y supuestos investigadores afirman haberse basado siempre en Pedrol, aunque lo que hayan hecho haya sido escribir libros como cuentos de hadas donde refieren hechos nunca ocurridos, motivos no comprobados y relatos ignorantes de la realidad histórica, empujados por una tradicional pereza investigadora.

El magnicidio de Prim era hasta ahora —tendrán que reescribirse los manuales de historia— el mayor misterio criminal. Tal y como se sabe, tras diez años de instrucción, el sumario de la causa 306/1870 fue desactivado por razones políticas. El juez dejó en libertad a todo el mundo, algunos con muchos años de prisión, por «falta de pruebas».