VI
En la calle del Turco le dispararon

Todo fue minuciosamente preparado, como un operativo digno de una gran batalla, y hartamente financiado. Hacía ya mucho tiempo que Prim estaba siendo advertido de que iban a tratar de matarlo, pero el general, curtido en cien batallas, despreciaba las advertencias. A las siete de la tarde, una gran cantidad de personas sabían en Madrid que iban a matar al general. En la misma línea estuvo otro magnicidio posterior, el de Carrero Blanco, cuando se difundió aquel chisme popular —con tan mala baba— en el que le decían al jefe del Estado: «Mi general, han matado a Carrero». Y Franco, sin inmutarse, respondía: «¿Ya son las once?»

En todos los asesinatos de presidentes del Gobierno hay siempre implicado alguien de los peldaños del poder más cercanos a la víctima. Un magnicidio es siempre una traición. Es un hecho que se percibe de forma indudable en los cinco que a lo largo de dos siglos tuvieron lugar en la historia de nuestro país: Prim, Cánovas, Canalejas, Dato y Carrero Blanco.

Hasta que los estudios de la Comisión de Investigación no descubrieron la verdad, se creía que cuando los republicanos le pedían a Prim que no fuera a su casa por el camino de siempre lo hacían por tratar de salvarlo. Pero esto no es cierto, porque cualquier itinerario que escogiera le conducía a la muerte. Según revela el sumario, que nadie quiso estudiar a fondo en casi siglo y medio, el operativo era muy denso: si no tomaba el camino habitual, le matarían en la calle Barquillo, esquina con Alcalá, y si decidía cenar con la logia masónica de la calle Arenal, le habrían matado en la calle Cedaceros (tomo XXXIII, folio 6661 y siguientes). No tenía escapatoria.

Eran muchos los que sabían que iban a matar a Prim, y muchos los que querían que lo hicieran. Prim afirmaba que «España no es un país de asesinos», pero en ese momento había más asesinos que cualquier otra cosa. España era un patio de Monipodio lleno de criminales: los que provocaron el asesinato, los que lo llevaron a cabo como una operación militar, y los que deseaban que el plan tuviera éxito y no hicieron nada para evitarlo. Todos ellos han falseado la historia hasta nuestros días.

El día que iba a morir, el general Prim se levantó de buen humor. Estaba preocupado porque en el Congreso se votaba la dotación económica para la nueva Casa Real, la monarquía que él había promovido, y aunque había costado un gran esfuerzo, en el que habría que incluir el hecho de haber recorrido Europa ofreciendo la corona de España a los príncipes de las casas reales, el complejo problema de encontrar un rey para el trono español que inaugurase una nueva era de la monarquía parecía resuelto. Al glorioso general Juan Prim le había costado un intenso trabajo de desgaste diplomático con los reyes, el que le acusaran de haber hecho estallar la guerra entre Francia y Prusia (la de 1870 por la corona de España) y, por si todo lo anterior fuera poco, vivir en un constante peligro de muerte. Una y mil veces amenazado.

Aparatoso boato

El general torció el gesto con alegría. Como siempre, pensaba en doña Teresa Prats, su madre, que estaba bien atendida, aunque sus necesidades de logística fueran interminables.

En una ocasión solemne como ésta, recordó el día ya lejano de 1847 en el que la reina Isabel II le invitó al besamanos del 10 de octubre. Para hacerse ver, Prim se rodeó de un aparatoso boato que escandalizó a cronistas como los de El Clamor Público, que recogía el relato en el que le retrataban embutido en un magnífico uniforme de gala a bordo de una elegante berlina, con su escudo de armas lujosamente pintado en las puertas y dos voluntarios catalanes con manta al hombro, barretina y trabuco haciendo guardia.

Prim, que era más bien bajo, como Napoleón, aunque estaba en el límite de la altura varonil, se elevaba un poco sobre la parte delantera de los pies, proyectando el torso para ocupar mayor volumen. Resultaba majestuoso aquel día en el que se rumoreaba que iban a nombrarle capitán general de Puerto Rico y la reina madre le había invitado a un baile en palacio, lo que normalizaba las entonces tirantes relaciones con la familia real.

¡Cuánto tiempo ha pasado desde entonces!, reflexionó Prim, reconociendo que aquél también sería un día grande, merecedor quizá de berlina engalanada y guardia de gala de voluntarios catalanes, pero se conformó con la serena brisa de la mañana que entraba desde el jardín inglés que se había hecho construir en el madrileño palacio de Buenavista, junto a Cibeles, donde habitaba por ser la residencia del ministro de la Guerra, cargo que ostentaba junto con el de presidente del Consejo de Ministros. Era el hombre más poderoso de España. Su larga carrera militar había merecido la pena.

A lo largo de su trayectoria de triunfos, desde su humilde nacimiento, había añadido una letra de ilación aristocrática entre sus apellidos: Juan Prim y Prats. Ahora su nombre sonaba más rotundo y representaba mejor sus afanes de ambición sin límite, de poder sin fronteras, de valor sin medida. Nunca había habido soldado más valiente que el general Prim, tres veces condecorado con la medalla al valor más preciada del Ejército, la laureada de San Fernando. Una medalla tan deseada que Franco, muchos años después, dejaría de ser por unas horas jefe del Estado para poder recibirla. Prim fue también el primer militar con baraka, palabra árabe que significa «suerte» y que le aplicaron en la célebre batalla de los Castillejos.

Prim, liberal monárquico, conservaba la serenidad impasible del campo de batalla. No se había dejado torcer la mano por moderados ni por republicanos, que amenazaban con sublevarse. Si se alzó contra Isabel II fue por su gobierno disparatado. Había jurado defender a la reina con vocación constitucional, y estaba claro que ella no había cumplido. Prim había encontrado en Amadeo de Saboya, duque de Aosta, hijo del rey de Italia, el príncipe perfecto para instalar una nueva dinastía. Tenía previsto viajar a Cartagena para recibir al nuevo rey, por primera vez electo, de los españoles, que reinaría como Amadeo I. Pero, sin que él pudiera saberlo, una rociada de balas le impediría hacerlo.

El peligro acechaba al general. Le perseguían sus adversarios políticos: los unionistas, los republicanos, los alfonsinos y los partidarios de la República, de los Borbones y de Antonio de Orleans, duque de Montpensier. Hacía mucho que el peligro le amenazaba. Tal fue la razón por la que algunos de sus amigos, con el controvertido Felipe Ducazcal al frente, decidieron crear la Partida de la Porra, con la que perseguían a los enemigos encarnizados de Prim. Los buscaban en el seno de los partidos, los sacaban de los cafés, los asaltaban en las calles. Hubo excesos, delitos, actos injustificados y verdaderas provocaciones políticas. El ambiente ardía en enfrentamientos. Los matones de la porra defendían al jefe del Gobierno, al general más querido y respetado, al que se consideraba héroe militar y político caballeroso.

La Partida de la Porra

La partida tenía complicidades y protectores en las alturas, y sus miembros se movían con sigilo, eludían las responsabilidades y seguían en guardia en el combate contra los enemigos. Eran partidarios que le rodeaban para protegerle aquí y allá y que se enfrentaban a otro grupo, éste hostil y declarado: la Banda del Trabuco, a la que espoleaba la propaganda extremista.

La Partida de la Porra repartió escarmientos entre algunos elementos peligrosos y soportó burlas y sarcasmos mientras invadía sedes de periódicos panfletarios y repartía estacazos entre los instigadores de la violencia contra Prim. Y sin embargo, no era suficiente. Nada lo sería. La vida de Prim estaba amenazada: era el hombre que quería tornar del revés la casta política, sustituir a los mandarines por nuevos cortesanos de un rey obediente con las leyes, que nada debía a los que entonces discutían sin fin. Eran muchos los descontentos: partidarios de los Borbones que no deseaban un cambio de dinastía, republicanos que veían en Prim un ariete contra la monarquía y que no querían más reyes que los de la baraja, y los poderosos montpensieristas, partidarios del Orleans, quien hacía más de una década que invertía fondos sin cuento en su afán por conquistar el trono de España.

Prim había recibido toda clase de amenazas. Sabía que iban a por él. Los avisos le llovían por todas partes, desde los alfonsinos hasta los republicanos. Gentes de todas clases temían por su vida. Algunos amigos, militares armados, habían asumido la tarea de protegerlo. Le seguían en cada una de sus salidas, le vigilaban cuando en el Congreso salía a fumar, le acompañaban en sus paseos amartillando la pistola. Eran soldados a sus órdenes, oficiales, compañeros de campaña, antiguos ayudantes, subordinados que le veneraban por su autoridad y su prestigio.

Sin embargo, Prim, que ya contaba cincuenta y seis años y veintiún días de edad, que había perdido la palidez del rostro con el sol de mil batallas, que conservaba aquellos ojos hipnóticos, magnéticos, que mantenían la mirada como si fueran capaces de atravesar los tejidos, permanecía ajeno al clamor que trataba de alertarle. Se diría que hubiera enloquecido a fuerza de mostrarse valiente en el fragor de los enfrentamientos. Siendo poco más que un adolescente apocado, allá por 1835, en su primer cuerpo a cuerpo en el Montseny se había enfrentado a un voluntario carlista hasta darle muerte. Fue la primera prueba de que su valor nunca le dejaría retroceder: habría de matar al enemigo con sus propias manos.

Luego llegaron las batallas, el silbido de las balas, el filo de la espada recortando su figura, y él, victorioso, había recogido del suelo la gloriosa bandera y guiado a sus voluntarios hasta el corazón del enemigo. Se había alzado con las peores heridas, había sobrevivido a las más encarnizadas emboscadas, juntado galones, conquistado los entorchados de general. La leyenda aseguraba que las balas resbalaban en su piel. Él tenía la seguridad de que su país no era tierra de asesinos y se aferraba a la creencia irrenunciable de que la bala que habría de matarle no se había fabricado. Pero se equivocaba.

Nunca cedió a los ruegos de su esposa para que fuera protegido por escolta armada, ni se puso esa cota de malla que no existe más que en la imaginación del populacho. Por el contrario, dio orden de que sus ayudantes tampoco portaran armas y de que no se les asignara protección. Tal conducta no era otra cosa que una imprudencia y un error mortal, pero nadie consiguió disuadirlo. De todos modos, a pesar de este exceso de soberbia y temeridad, ni el gobernador civil de Madrid, Ignacio Rojo Arias, ni el ministro de la Gobernación, Práxedes Mateo Sagasta, quedaban eximidos de la obligación de proteger a Prim. Tendrían que haber establecido un cordón de seguridad a su alrededor aunque él se lo hubiera prohibido, que no fue el caso. Actuaron con torpeza, con desgana. Tal vez fue una torpeza criminal.

Hombre de Estado

Rojo Arias no pagó por su negligencia, y Sagasta no se dio por aludido ni quiso hablar nunca de lo ocurrido. Se escudó en su sequedad ancestral para excusarse con estas frías palabras: «No saben lo que fue aquello». Fue su mayor fracaso como ministro.

El día del atentado, 27 de diciembre de 1870, amaneció muy frío en Madrid. Prim comenzó la jornada en su despacho del palacio de Buenavista, en Cibeles, una construcción de finales del siglo XVIII que había sido propiedad de la duquesa de Alba y adquirida por el municipio para ofrecérsela en 1808 al valido Godoy.

Prim, militar sin formación superior, ascendido a base de coraje en el campo de batalla, había ido educando el gusto a medida que escalaba en la jerarquía. Sus visitas a Inglaterra le habían hecho amante de los jardines ingleses, con sus verjas y rampas, sobre los que reina el neoclásico del edificio. También gustaba de las levitas ligeramente entalladas y de la ropa civil de gala. En el interior del despacho ministerial se apreciaban el lujo y el orden: los grandes cortinajes, las lámparas muy luminosas, la elegancia de butacas y sillas tapizadas.

Al principio del último día de su vida, Prim viste una levita negra que llena con sus espaldas anchas y su pecho fuerte. El tono de su rostro, de un verdoso oscuro, parece el de uno de los innumerables jefes vencidos por él en África. Luce barba y bigote, con algunas hebras de plata. Tiene un cuerpo atlético y un genio vivo.

Su larga estancia en cortes europeas lo ha refinado. Ya no es aquel chico de Reus, sino un hombre mundano y señorial, acostumbrado a hacerse obedecer. Habla y escribe con soltura, incluso las tiernas cartas a su madre, de la que cada vez es más dependiente. Le gusta la arenga con la que se dirige a las tropas de voluntarios, pero no está menos acostumbrado a hacerse entender en francés en el balneario de Vichy.

Juan Prim y Prats cree en la política. Es el hombre más influyente del país, y lucha porque le respeten como gran estadista y no sólo como bravo general. Es un valiente, de acuerdo, pero también un gran hombre de Estado.

Lleva tres decenios de luchas e intrigas. Tiene fe en el futuro: sabe que la nación va a resurgir. Cree que viene el rey que necesita. Él mismo se ha revelado como un forjador de reyes y un constructor de países. Es un pragmático que huye de las utopías y un hombre capaz de sacarse una monarquía parlamentaria de la manga, para lo que se necesita una gran capacidad de maniobra en el hemiciclo. Podría ser un dictador, pues le sobra popularidad y espíritu, pero su personalidad, tal vez su temperamento, le empuja a hacer que el Ejército se someta.

El dueño de España considera que sólo un rey es capaz de consolidar las libertades. Y precisamente este monarca que pronto llegará, sin compromisos vergonzantes, «joven, valeroso, liberal y de virtudes cívicas y privadas, será quien sabrá guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes, puesto que así lo ha jurado». Las Cortes le han elegido rey. «Que Dios le proteja para gloria del rey y ventura de la noble España», escribió Prim en su último documento, un discurso hológrafo que se conserva en el Museo del Ejército.

Ese día almuerza con su íntimo amigo Ricardo Muñiz. Por cierto, el día 26 se había presentado en la casa de éste Bernardo García, director del periódico La Discusión, quien le advirtió de que algo muy grave iba a sucederle a Prim, de mano de unos hombres de los que llevaba una lista de diez, encabezados por el diputado José Paúl y Angulo. «Que prendan a estos hombres», le dijo. Muñiz se lo transmitió a Prim, quien sin darle mayor importancia ordenó que se informara al gobernador Rojo Arias. El gobernador, con increíble falta de diligencia, sólo intentó detener a uno.

Precisamente a la entrada del Congreso, en la puerta de la calle Floridablanca, les espera, muy agitado, Bernardo García. Nada más ver a Muñiz, le dice: «De la lista de ayer, sólo han apresado a uno. Haga que prendan a los restantes». Muñiz se adelanta hasta alcanzar al general, que le vuelve a indicar que se lo diga al gobernador, cosa que hace recomendándole que actúe.

El republicano Roque Barcia, que sería imputado como uno de los inductores del asesinato de Prim, escribía en el periódico La Federación Española. En el número del día 25 se había publicado un feroz artículo firmado por él contra el general Prim, lleno de insultos y groseras calumnias, donde llegaba a decir que «gastaba mil duros diarios sólo en la mesa».

Gana la votación

El general, que parecía tener prisa, entra en el salón donde los republicanos van a machacarle con un hiriente discurso pronunciado por Pi y Margall. Será una terrible diatriba que supera en carga a los escritos vitriólicos de La Federación Española y del suspendido El Combate de Paúl y Angulo y que, no obstante, se estrellará contra la impavidez de Prim. Tras escuchar el contundente argumento de la oposición, se votará favorablemente la asignación prevista para el nuevo monarca.

Con ello queda superado el último trámite. El general puede estar satisfecho. Por Madrid se ha corrido la voz de que el nuevo rey, Amadeo I, ha salido ya del puerto de La Spezia rumbo a Cartagena. Y Prim, junto con sus ministros, se prepara para ir a recogerlo.

Lo que sucedió a partir de entonces, desde el momento mismo en el que se encamina hacia la muerte, se ha contado hasta ahora con una sucesión de falsedades, muchas de ellas inventadas por quienes —como el republicano Roque Barcia— estuvieron imputados como presuntos asesinos. Sobre lo que ocurrió han corrido multitud de leyendas y parlamentos impostados, como una tragedia teatral.

En lo que queda del sumario no se recoge una descripción completa de cómo tuvo lugar el atentado, por lo que es necesario reconstruirlo con declaraciones y testimonios. Las memorias de Muñiz, nos advierte don Ramón María del Valle-Inclán, fueron manipuladas por los editores, que estaban implicados en el asunto de Prim. Se publicaron entre 1885 y 1886, una vez fallecido el autor. El original del libro en dos tomos desapareció y el contenido se alteró a placer, incluyendo leyendas sin base como aquella que asegura que Prim reconoció a Paúl y Angulo en la escena del crimen. Así y todo, estas memorias ofrecen algunos detalles de indudable valor.

Dice Valle-Inclán: «Esta versión aparece en un libro de don Ricardo Muñiz. El libro —bueno será tenerlo en cuenta— se publicó después de muerto su autor. El manuscrito ha desaparecido, y en la publicación intervinieron gentes interesadas y de pocos escrúpulos. Por muchas razones puede creerse en una interpolación»[18]. Esto es: los editores añadieron lo que les convino, lo que vale para Paúl y Angulo y para los dudosos testimonios de Moreno Benítez, el propio Muñiz y el cirujano Sánchez de Toca, que en principio habrían podido ver y hablar con el moribundo —aún impedido por los trabucazos—, si bien estas denuncias lo ponen ya en entredicho.

Lo que el sumario sí señala de forma terminante es toda la palabrería inventada sobre el suceso y los episodios falsos. Ninguno de ellos figura ni por asomo.

Ya en el terreno de lo indudable, Prim había sufrido en los tres últimos meses dos intentos de asesinato. Uno fue descubierto nada más insinuarse (tomo LVI, folio 1 y siguientes); el otro, descabalado antes de estallar, tenía como fecha tope el 15 de noviembre, y no por casualidad, porque al día siguiente se votaba en el Congreso quién sería el nuevo Rey. Las afortunadas acciones policiales se describen en el sumario (tomo LIII, folio 103). Y aun antes se había barajado descargar los trabucos contra la ventanilla del coche y los caballos a la salida del teatro, el Congreso o cualquier otro punto, o volar el tren en el que viajara colocando barriles de pólvora debajo de los raíles (tomo LIII, folio 101 y siguientes).

Por tanto Prim estaba advertido, si bien no cedía en su postura de no permitir que nadie pensase que se acobardaba. Iba a todas partes con un bastón estoque que llevaba una pequeña daga escondida en el interior. Con eso decía no temer a nadie.

No le da importancia

De los diez hombres —finalmente serán doce— que al principio se cree que son los encargados de darle muerte a Prim, el primero es el diputado republicano Paúl y Angulo. Muñiz entregó la lista al gobernador Rojo Arias. A esas horas de la tarde, los presuntos asesinos andan sueltos. Advertido Prim, no le da mucha importancia.

El general se encamina hacia la salida del Congreso, pero se demora en los pasillos saludando a los diputados. El primero que acude a verlo es Morayta, historiador, quien le ruega que asista esa noche a la fonda Las Cuatro Estaciones, donde la logia a la que pertenecen ambos celebra el San Juan de invierno. Prim se disculpa y dice que seguramente irá a los postres porque desea cenar con su familia.

Poco después se encuentra con un diputado republicano, García López, quien en un aparte le ruega que no recorra el trayecto habitual por el que suele regresar a su domicilio atravesando la calle del Turco.

Prim está de buen humor. Cuando pasa junto a un grupo escucha la palabra «fusiles», por lo que se acerca sonriente: «Alto ahí, señores, que eso de los fusiles me toca a mí». Y a otro republicano le dice: «Federal, ¿por qué no se viene usted a Cartagena a recibir a nuestro rey?» El diputado le contesta también en tono de broma y Prim advierte, poniéndose serio: «Que haya juicio, porque tendré la mano dura».

Aquí cuenta la leyenda que uno de los diputados se enfrentó a Prim y le soltó, como un pistoletazo, la frase: «Mi general, a cada cerdo le llega su San Martín». Esto es totalmente falso: nadie se hubiera atrevido a hacerlo. Se trata del relato inventado por el escritor republicano —y, lo hemos dicho ya, uno de los presuntos partícipes de la conspiración contra Prim— Roque Barcia (volumen I, folio 783 y siguientes), que casi todos los historiadores han tenido en cuenta sin advertir su falsedad, y que se publicó en su panfleto La Federación Española. Se trata de una infame provocación ante la que seguramente Prim habría echado mano de su bastón estoque.

El general sale del Congreso por donde había entrado: por la calle de Floridablanca. El cochero acerca la elegante berlina verde hasta la puerta. Nieva de forma intensa y constante. En uno de los lados de la puerta, en torno a un brasero, hay dos agentes del orden público y dos paisanos. Uno de éstos es Montesinos, de la banda de Paúl y Angulo, quien al distinguir a Prim sale del círculo y se va, sin despedirse, por la calle del Sordo (hoy de Zorrilla). En el momento en que Prim se dispone a subir al coche se acercan Sagasta (que desde el día 25 ha vuelto a ser ministro de la Gobernación) y Herreros de Tejada, que le hacen una visita sorpresa o buscan un último intercambio de opiniones. Visto a la luz de lo que sabemos hoy, esto parece harto sospechoso. Prim los invita a subir a su coche y cede a Sagasta su tradicional asiento de la derecha, ocupando el lado izquierdo, donde permanece cuando Sagasta y Herreros de repente se bajan; al parecer han recordado de improviso algo urgente. Este acercamiento de Sagasta, rutilante ministro de la Gobernación, hace crecer la sospecha sobre su significado en el momento en que la berlina presidencial parte hacia la escena del crimen. ¿Por qué no continúa con Prim en el coche? ¿Por qué se baja y se libra del atentado? ¿A qué fue realmente Sagasta?

Mientras tanto, Montesinos logra llegar a la cercana calle del Turco y cumple su papel de heraldo de la muerte. Dos coches de caballos se preparan para cerrar la bocacalle del Turco, y otro para cortar el retroceso.

Un frenazo brusco

La berlina del general se pone en marcha una vez que se han subido los ayudantes. Aquí Barcia, ante la credulidad de todos, introduce su «telégrafo fosfórico», más falso que Judas. Tiene su importancia, dado que Roque era sordo y no pudo oír los silbidos, los cuales constituyeron el verdadero aviso. Según Barcia, varios embozados avisaron del paso del coche de Prim encendiendo fósforos.

González Nandín se acomoda en el asiento de la derecha, donde solía viajar el general, y justo enfrente, junto a la ventana, toma asiento Moya. Fuera se oyen unos silbidos que se alternan como si alguien transmitiera un mensaje. No hay ningún embozado que encienda un fósforo para que lo vea otro en la esquina de la calle del Sordo, ni un tercero en la entrada de la del Turco; es una falsedad que tiene más de cien años. En cambio, según el sumario, los asesinos se comunicaron con silbidos. El «telégrafo fosfórico» estaba preparado para un atentado anterior.

En el interior de la berlina se quejan del mal tiempo. Hace frío. Prim va muy abrigado, con prendas de civil: levita y levitón conjuntados, de color azul oscuro. La ropa del general no es la misma que la que llevaba por la mañana: a mediodía se ha cambiado, porque empezó el día con levita negra. Es cada vez más exigente con su indumentaria y se preocupa por ir elegante. Se ha vuelto maniático y atildado.

Nieva sin cesar. Antes de diez minutos estarán empapados en sangre. No son más que las siete y cuarto de la tarde, pero parece noche cerrada. La nevada ha cubierto el sol como en un fenómeno bíblico.

Prim respira satisfecho. Está cansado pero contento, pues los objetivos se han cumplido. España tiene rey y él, por primera vez en mucho tiempo, disfruta de la sensación del deber cumplido. A la luz de los acontecimientos, parece exagerado el revuelo por las amenazas de los exaltados del Partido Federal, que, según se dice, estaban a punto de protagonizar una rebelión.

Al llegar a unos metros de la esquina con la calle Alcalá, el carruaje se detiene de pronto con un brusco frenazo. Dos coches cierran el paso al vehículo de Prim en la calle del Turco, y un tercero se cruza detrás. Los asesinos lo tienen todo preparado. Moya se acerca a la ventanilla y comprueba que les impiden seguir mientras los rodean unos hombres ataviados con blusones y armados de trabucos. Son doce en total, de los cuales seis —tres por cada lado— se acercan mucho al vehículo. Estaban escondidos en los coches y en una taberna, con entrada por Alcalá y salida a la calle del Turco. Han atravesado un coche de alquiler en la embocadura de la calle, a modo de barricada, y otro corta el paso «a fin de fusilarle a mansalva», recuerda Muñiz.

Al parecer, primero dispara uno —se cree que un tipo pequeño con barba negra— por la ventanilla de la derecha. El general no va sentado en su sitio habitual. Es posible que el primer disparo le alcanzara en la mano derecha, que llevaba sobre el pecho empuñando el bastón «que se hizo trizas, partiéndole el dedo de raíz».

Hay entonces un momento de terror, como si los agresores retrocedieran asustados tras comprobar la suerte perpetua del general. Uno que va delante dispara, y nadie resulta herido. Los asesinos piensan tal vez que es la baraka, la suerte del general. El jefe de los asesinos, situado a la derecha, el lado donde suele sentarse Prim, grita desgañitándose: «¡Fuego, fuego!»

Aquí es donde supuestamente los editores falsean los recuerdos de Muñiz, introduciendo en el supuesto relato que Prim, en su lecho de muerte, les revela a Moreno Benítez y a Muñiz que reconoce a Paúl y Angulo como el jefe de los asaltantes. Como ya hemos dicho, se trata de un invento más.

El bastón se rompe

Los asesinos se reagrupan, vencen la superstición, avanzan de nuevo. Suenan tres disparos por el lado izquierdo y otros tres por el derecho, con un segundo de cadencia y después de la orden: «Ahora, vosotros». Los criminales vencen su propio miedo: Prim no lleva cota de malla para protegerle, otra fábula. Su piel no es de serpiente, ni hay baraka. Uno de los disparos le ha acertado de lleno en el hombro, por el que sangra a chorros. Otro disparo le ha volado el codo y un tercero le ha alcanzado en la mano derecha, reventando su dedo anular y rompiendo el bastón por el primer tercio; mucho después tendrá que ser reparado. (Muñiz dice que «las heridas son de suma gravedad»).

González Nandín grita «¡Mi general, cuidado!» e interpone su mano derecha, que salta en pedazos quemada por la pólvora. Pero Moya no le coge la mano ni le dice: «¡Mi general, nos hacen fuego!» Por cierto, en medio de todo el berenjenal sorprende que Moya, el otro asistente del general, estando tan expuesto a los tiros, resulte ileso. Su comportamiento volverá a caer en la sospecha cuando le diga a la testigo principal que puede marcharse sin declarar porque su testimonio no es importante.

Es cierto que distinguen a uno de los criminales, de baja estatura, recio, moreno y de poblada barba muy negra. Éste no dice: «Prepárate, que vas a morir» —eso se inventó después—, pero sí mete el trabuco y dispara a pocos centímetros de distancia, llenando la cara de Prim de granos de pólvora y abriéndole en el hombro izquierdo, a través del levitón, un agujero de seis centímetros con nueve impactos —según el último recuento— muy agrupados.

Los asesinos son profesionales experimentados, los mejores trabucaires del país. Presumen de eficacia, de modo que cuando están seguros ordenan que se abra la barrera que cierra el paso al coche (tomo LXI, folio 21), compuesta al parecer por dos vehículos, uno de costado y otro de frente. El cochero no golpea con furia a los propios atacantes, sino que azota a los caballos y sale en estampida, dejando volcado el que cortaba el paso.

En su declaración, la testigo María Josefa Delgado, de cincuenta y dos años, afirma que escucha los silbidos, muy finos, con los que se comunican los criminales. Observa cómo de los coches parados, y también de una portería cercana —la taberna—, salen hombres fuertemente armados. Sacan escopetas cortas de debajo de las capas y hacen fuego, acercándose al carruaje que ha llegado desde el Congreso. Luego se acercan más por ambos lados y escucha otras dos descargas. Enseguida arranca el carruaje de dos caballos y atropella a la otra berlina del caballo oscuro; la caja queda apoyada sobre la casa número uno y la ventanilla derecha queda colgando. «Los mismos que tiraron ayudaron a levantar el carruaje, con lo que la berlina [de Prim] partió hacia la calle Barquillo, y la del caballo blanco, hacia el Congreso. Las dos a escape». María Josefa estaba herida en el tobillo izquierdo, con el refajo (zagalejo) atravesado por siete balas, «lo mismo la camisa y enaguas» (tomo LXI, folio 28). Más tarde el ayudante Moya, sospechosamente indemne, le diría que esta declaración no era necesaria.

El cochero de Prim no intenta pelear a latigazos, sino que aprovecha para escapar. Al cruzar la calle Alcalá, en Barquillo, observa que hay un dispositivo igual al que acaba de sorprenderles en la calle del Turco que no entra en acción, aunque está dotado nada menos que con una carretela con cochero y lacayo. Suenan silbidos que hacen presumir que el trabajo ya está hecho y que no hace falta nada más. Las detonaciones de la calle del Turco hacen correr la voz de que ha estallado la rebelión revolucionaria, pero no es más que una falsa alarma.

El cochero se sube a la acera para que no puedan intentar cerrarle el paso. Entra por Barquillo hacia el Ministerio de la Guerra. Los mercenarios armados con trabucos le dejan seguir porque creen que el trabajo ya está hecho y que Prim ha muerto.

Cuenta Muñiz que si Prim le hubiera hecho caso y hubiera acudido a cenar con sus hermanos masones, se habría salvado. El sumario informa cumplidamente de lo contrario, porque un tercer dispositivo, en todo similar a los del Turco y Barquillo, le esperaba en la calle Cedaceros.

Quizá inconsciente

El general llega al palacio de Buenavista, donde dicen que subió la empinada escalera por su propio pie, apoyándose en la balaustrada con el brazo sano y dejando a su paso un chorro de sangre. Prim no tiene ningún brazo sano. A pesar de lo que se ha sostenido hasta ahora, es probable que no pudiera subir a pie: sus heridas le habían dejado fuera de combate.

No era capaz de subir los escalones ni, tal como asegura la leyenda, de decirle a su esposa con gallardía: «No me toques que vengo herido». Con toda probabilidad permanecía derrumbado e inconsciente, incapaz de andar y de hablar.

En 1870 todavía no se practicaban transfusiones de sangre debido a que se ignoraban los grupos sanguíneos. Los impactos hacen que el general sangre de forma abundante. A día de hoy, María del Mar Robledo, la forense de la Comisión, aprecia como hipótesis de trabajo que el general pudo quedar inconsciente desde el primer momento del ataque. La berlina, examinada con luces forenses, muestra rastros de un gran sangrado. El ayudante Nandín también sangraba en abundancia, puesto que le habían volado una mano.