El general Prim, en la cumbre de su pensamiento político, lanzó el discurso de los «tres jamases»: «jamás, jamás, jamás volverán a reinar en España los Borbones, mientras yo pueda impedirlo…». Esto cambió todo el universo político conocido. No es por casualidad que lo mataran, como tampoco lo es que el suyo fuera el primero de cinco magnicidios ocurridos a caballo de dos siglos, siempre con el asesinato del presidente del Consejo de Ministros como objetivo, todos demasiado parecidos entre sí como para ser casualidad: grandes hombres muertos por sicarios movidos en la sombra del poder. Trabajos criminales mal —o nunca— investigados.
Inspirados unos en otros: Prim (1870), Cánovas (1897), Canalejas (1912), Dato (1921) y Carrero Blanco (1973). Los dos primeros en sintonía, quizá relacionados, hipotéticamente, uno hijo del otro. Y todos los demás como en una plantilla consolidada: asesinos por encargo como autores materiales y órdenes llegadas del entorno del poder, del juego político, de las altas esferas.
Asesinos materiales de oscuro pasado y más oscura motivación que dejan un mal sabor de boca a la hora de explicar sus conductas, caso de que no se nieguen a hacerlo o se descerrajen un tiro para evitar enojosos interrogatorios. El gran Prim, asesinado, el gran Cánovas, asesinado… Los dos conspiradores incansables, políticos de genio, imaginativos, seductores, poseídos por una gran fuerza de voluntad y un enorme carisma. Sus asesinatos nunca quedaron totalmente explicados.
Y luego se repitieron en el tiempo. El crimen, cuando se repite, puede prevenirse. Muy pocos son los estudios acerca de los cinco magnicidios de la historia, todos de alguna manera hermanados, con motivaciones y resultados parecidos, todos con el objetivo de cambiar la política nacional, y todos exitosos en su empeño de variar el resultado final del destino político. Oportunos, efectivos, letales, sin engorrosas investigaciones, disfrazados, rodeados de misterio, achacados a pioneros del terrorismo de los que no se puede explicar con claridad qué obtuvieron dando muerte a los grandes hombres, excepto que lo hicieron al servicio del poder y de un nuevo orden.
El ilustre Eduardo Torres-Dulce Lifante, mucho después fiscal general del Estado, dejándose llevar por su personalidad de cinéfilo, afirma en el prólogo de ¿Por qué mataron a Prim?, de nuestro amigo José Andrés Rueda Vicente, que los trabucazos de la calle del Turco pusieron en marcha los mecanismos de la restauración de Cánovas, el siguiente asesinado, por cierto, en la lista española. Torres-Dulce detecta así los resortes del poder:
En medio de una conspiración alimentada de odios y envidias, una posible España, la que Juan Prim y Prats lleva dos años pergeñando con astucia y temple, una España esculpida en el ejemplo de la monarquía de la reunificación italiana, se quiebra hecha trizas y, en medio del caos en el que se va a precipitar nuestra desdichada nación, comienza a emerger otro proyecto, el de la restauración borbónica, la dinastía que derrocó Prim y que había jurado que jamás, jamás, jamás volvería al trono[11].
No existe ninguna casualidad en la historia de Prim. Todo obedece a una incesante búsqueda del poder por parte de gente muy poderosa.
«Pero mientras cae la nieve sobre un desierto y ominoso Madrid —dice el actual fiscal general Torres-Dulce—, esa tarde noche del 27 de diciembre de 1870, nadie daría un real por el futuro de Cánovas y el niño de Isabel, y justo cuando la pólvora ladre en la calle del Turco, los planes de Cánovas comienzan, misteriosa e ineluctablemente, a trazar un futuro que será glorioso cinco años más tarde»[12].
Prim jugó a progresista y moderado, a monárquico y republicano, a isabelino y revolucionario. Por su voluntad fue expulsada la primera Borbón reinante: la misma reina. Aunque en el fondo Prim era un monárquico progresista, convencido de que el nuestro no es un país de republicanos y de que la libertad y el orden sólo estarían garantizados por el rey; un rey, eso sí, constitucional y elegido por el Parlamento. Estaba pues en contra de la dinastía borbónica, no de la monarquía. Su genio de estadista le llevó a promover al primer monarca votado en el Parlamento. Los republicanos radicales con los que había coqueteado lo sabían de sobra a estas alturas y lo odiaban a muerte por ello, especialmente algunos como el señorito tronera Paúl y Angulo.
El rey Amadeo I fue elegido por el Parlamento español por 191 votos a favor. Con este acto, Juan Prim y Prats eliminó el halo de la monarquía absolutista, cuya legitimidad venía directamente del cielo, y la cambió por un monarca sometido a las leyes y dictámenes de los diputados. El poder real empezó así a emanar de las leyes.
Por mano del gran estadista, los españoles se concedían a sí mismos por vez primera un rey como Napoleón, quien le arrebatara de las manos la corona imperial al papa para encajarla directamente sobre su cabeza. La grandeza de este acto, único en la historia, fue desvirtuada y ocultada, tanto como los autores del asesinato de Prim, sin reconocer nunca su genialidad política. Durante ciento cuarenta y dos años el ovillo del misterio ha estado escondido en el arcano criminal de Prim. Y todavía más, también han permanecido ocultas su importancia política y su verdadera personalidad.
Para empezar, Juan Prim escribía asiduamente a su «muy querida madre» doña Teresa Prats, de la cual dependía emocionalmente en buena medida, hecho que no ha podido ser disfrazado como tantos otros aspectos de su propia historia. Preguntaba por su salud y se preocupaba por el estado de sus finanzas. Su relación era constante, como puede apreciarse en los abundantes mazos de cartas que se conservan, fruto de un constante trasiego de correspondencia que no ha sido debidamente divulgada.
Prim no fue un militar de carrera, sino más bien un soldado vocacional que se convirtió en oficial escalando por medio de su valor todas las fases del mando, utilizando cada batalla para promocionarse y ascender hasta llegar a lo más alto de la cúspide, el Ministerio de la Guerra y la presidencia del Consejo de Ministros. Su escuela fue el campo de batalla, el estudio de la estrategia y el arte militar en una experiencia personal única e intuitiva. No fue un estudioso destacado, pero su carisma y perseverancia lo ayudaron a mejorar su expresión y su agudeza mental.
Pretendió una proyección mundana: ahí están sus batallas ganadas en todos los frentes, ahí sus viajes constantes a Francia a tomar las aguas de Vichy, sus visitas diplomáticas en francés —el lenguaje de la diplomacia— en la corte de Napoleón III y sus discursos en el Parlamento, esos que algunos han expurgado en un libro publicado —increíblemente— por el propio Parlamento y mutilado para que jamás se conozca por completo su pensamiento. Sin olvidar las cartas, con su peculiar estilo de expresión, que tendía al refinamiento a medida que ascendía en la escala social.
En la batalla de los Castillejos se inclinó para recoger del suelo la bandera de España, abandonada por algún cobarde o por un muerto, y les dijo a sus soldados que no se podía abandonar la bandera de la patria. La gesta le valió el ascenso militar y el título de marqués.
Un nido de traidores, un proceloso grupo de intrigantes, un puñado de víboras bien pagadas trazaron un plan de muerte que contemplaba todas las posibilidades. Era la tercera vez que lo intentaban, con todos los resortes del poder en la mano. Dominaban la policía, a la que hicieron inapetente; dominaban la ciencia médica, a la que desactivaron para que no fuera capaz de curar al herido, y dominaban los medios de comunicación de la época, como quizá los dominen algunos otros en este mismo momento, porque es lo primero que dominan los conspiradores; allí difundieron la noticia de que las heridas de Prim no revestían importancia.
La data de la muerte no se ha podido establecer con seguridad, pero debió de ser pocas horas después de los tiros de la calle del Turco. Las heridas de la momia indican que quedaron sangrantes, lo cual certifica que no debió de pasar mucho tiempo desde la llegada del herido a su casa, la postración en la cama y la escena final. Esta vez, la tercera en poco tiempo, tenía que ser la definitiva.
El círculo de poder se encargó de todo y divulgó la mentira como fuente de la historia cuyos cultivadores llegan hasta hoy. Difundió la gran falsedad —la de las heridas leves, la recuperación sin complicaciones, la muerte súbita e inexplicable— al tercer día (por mucho que el tercer día sea tradicionalmente el de la resurrección). Mientras tanto trazaron el escenario en el que habría de moverse el rey Amadeo, hasta que él mismo, aburrido de la incomprensión y el fracaso, de la imposibilidad de gobernar un país devorado por la corrupción y el crimen, encontrara solo (tal y como halló la manera de desayunar café con churros en la Plaza Mayor o en la Puerta del Sol, dado que en el palacio de Oriente nadie madrugaba tanto como su majestad) el camino de regreso a Italia.
Se me ocurrió la idea de investigar el misterio de Prim mientras observaba con la mirada abstraída el tablón con los asuntos pendientes de mi despacho, atravesado de chinchetas. Teníamos en proyecto —no abandonado todavía— un museo de criminología donde los alumnos pudieran contemplar gráficamente la lucha contra el crimen, y una de las piezas esenciales era la base del gran misterio criminal español de todos los tiempos: el sumario de Prim.
Abandonados en un rincón sombrío, los tomos en los que de forma insólita fue encuadernado el sumario fueron recuperados por su señoría el honorable juez decano José Luis González Armengol y trasladados a su despacho para su custodia, hartos de dar tumbos por todo el edificio de los juzgados de la plaza de Castilla, de haber perdido folios, de haber sido esquilmados y objeto de un borrado sistemático, hasta el extremo de haber desaparecido miles de hojas e incluso un tomo completo. Pero seguía siendo el sumario de Prim, con toda su capacidad letal, sus pruebas, las listas de los asesinos y de las cantidades que cobraron.
Hubo que entrenarse en el desciframiento de la letra manuscrita del siglo XIX, en el pendolismo rebuscado de los secretarios de juzgado, en el estilo cambiante y arcano de algunos frente al suelto y claro de otros, en la palabra desvaída por la humedad. Hubo que acostumbrar los ojos a la lectura de manuscritos, verdaderas reliquias del tiempo que contienen la verdad que el poder quiere ignorar y que ha ignorado durante más de un siglo.
Los folios, leídos uno a uno, fueron desvelando sus indicios, los testimonios, las declaraciones acusatorias, los interrogatorios en busca de las armas y de los cabecillas del complot. En uno de sus momentos culminantes, el promotor fiscal Vellando se propone detener y procesar al duque de Montpensier, pero es fulminado antes por el rayo del poder que lo destituye. En el sumario se dice que algunos de los asesinos huyen a refugiarse en el palacio del regente, duque de la Torre, y como si nada: cien años más de olvido.
El sumario de Prim, verdadera joya de la instrucción judicial, muestra del heroísmo de jueces y fiscales, prueba también de la obediencia y sumisión del Poder Judicial al poder político, no fue consultado durante mucho tiempo por catedráticos de Derecho ni por jurisconsultos varios. Tampoco se mostró a los alumnos de Derecho, para que aprendieran los dos elementos principales de la justicia: lo que no hay que hacer nunca, que está expreso en este sumario como en ningún otro, y lo que hay que hacer siempre, que es lo que aquí triunfa de forma gloriosa: dejar escrita con lenguaje monótono, cansino, minucioso, reiterativo, inalterable, toda la verdad judicial para que el cielo la juzgue.
Pero esta vez los investigadores se han adelantado y han puesto de relieve cuanto de verdad queda en estos viejos papeles cargados de historia, propuestos para ser guardados en la biblioteca del Congreso —ese Congreso tan sordo al devenir histórico que hasta ahora ha sido incapaz de trasladar el sumario— para que ni uno más de los enemigos de la verdad —ya sean republicanos degradados, monárquicos vengativos o masones folclóricos— pueda provocarle perjuicio alguno. La historia demandará tanta desidia, y no absolverá a nadie.
Porque sepan todos que la muerte de Prim fue, sí, la de un héroe romántico. El sumario de su causa, cuando llegue alguien con responsabilidad histórica, se guardará en un lugar privilegiado a disposición de los investigadores.
El día que vimos con emoción cómo se abría el ataúd de plomo para extraer los restos de Prim se dio un gran paso en la investigación que todavía no ha sido suficientemente valorado. Aquella caja funeraria contenía un gran regalo para todos: el de la verdad. Aquellos políticos que se muestran como tiranos haciendo de su voluntad poder han querido establecer que no existe otra historia que la que ellos han dejado escrita, pero la tradición oral, la actitud del pueblo levantisco, la rebeldía de la razón y el saber se filtran por todas las fallas de la dictadura, de la monarquía absolutista, sin pararse en coacciones, sobornos, cohechos ni convolutos.
Y escuchen este relato sin disfraz, que antes se contaba en pliegos de cordel o en romances de ciego: una historia que por su valor se ha zafado de todas las componendas, las del vil metal o las de la trampa de la autoridad: ni Antonio de Orleans, duque de Montpensier, hijo del que fuera rey de Francia, cuñado de Isabel II, marido de la infanta Luisa Fernanda, matador en duelo a pistola del infante Enrique de Borbón —hermano de Francisco de Asís, rey consorte— a pesar de estar prohibidos los duelos, tuvo nunca dinero suficiente para torcer la voluntad de los investigadores, ni su herencia será bastante para acallar la verdad, por mucho que lograra sentar a su hija en el trono de España; ni Alfonso XII, puente entre dos Borbones reinantes —Isabel II, su madre, y Alfonso XIII, su hijo—, que serían expulsados de España, era un «pobre de ti» enamorado, sino un Borbón enamoradizo, un rey breve pero calculador que se preocupó del futuro de su dinastía aconsejado por hábiles estrategas, a algunos de los cuales —como a Cánovas del Castillo— les darían, nadie sabe todavía por qué, la misma muerte que a Prim, quizá por motivos parecidos.
Con el de Reus, el mecanismo de la historia descubrió una forma de cambiar el destino de la nación con la sangre del primero de sus ciudadanos, el presidente del Consejo de Ministros, método que se repetirá hasta en cuatro ocasiones, bien entrado el siglo XX, sin que los investigadores criminales hayan descubierto nunca con claridad las razones de cada uno de los magnicidios que modificaron el devenir histórico. En las muertes de Cánovas, Canalejas, Dato y Carrero Blanco se les echó la culpa a terroristas enloquecidos —a algunos se les llama anarquistas—, con motivos confusos, que en lo personal en nada quedaron favorecidos. Por más que se lleven a la Academia de la Historia, los hechos no convencen a sus lectores, ni a los sufridores de los episodios nacionales, que ven cómo las decisiones cambian de rumbo a raíz de unos disparos mientras se agitan los intereses políticos, los símbolos masónicos y las conspiraciones, que, como el diablo, se glorian en negar su existencia. La tradición oral difunde una mentira más de las muchas del crimen.
Los españoles que creyeron en la doctrina libertaria soñaban con un mundo sin Dios ni amo. El respeto a la libertad y a los compañeros, la solidaridad con otros anarquistas… Sin embargo, entre ellos se ocultaban cualificados asesinos. Algunos criminales —presuntamente anarquistas— españoles y extranjeros participaron en una forma única de transformar radicalmente la política desde finales del siglo XIX hasta principios del XX: dar muerte de forma reiterada, uno tras otro, a los presidentes del Consejo de Ministros. El magnicidio llegó a ser una tradición: empieza en Prim y termina en Carrero Blanco. Así, Angiolillo dio muerte a Cánovas en el balneario de Santa Águeda; Pardiñas mató a Canalejas en la Puerta del Sol madrileña y Pedro Mateu, con sus cómplices, eliminó a Dato en la Puerta de Alcalá.
Se dice que los pistoleros anarquistas tienen fama inmerecida de terroristas, aunque se reconoce que se entregaban con la pistola humeante pensando que habían prestado un gran servicio a la humanidad. De tal modo se entregó al menos el asesino de Cánovas, bajo una lluvia de insultos de Joaquina de Osma, la esposa del asesinado, quien acabaría perdonando al asesino sobre el ataúd de su marido en una escena que Castelar señala, conmovido, como el mayor sacrificio que podía hacer la señora.
Para sus devotos, el anarquismo equivale a sindicalismo valiente, a sueños igualitarios, a cultura. Por cierto, los historiadores, reos sin saberlo de la fascinación por el anarquista, escriben que lo de Pardiñas fue un atentado cuando directamente no fue otra cosa que un crimen execrable: se limitó a disparar de forma alevosa con una pistola contra un hombre indefenso.
No cabe duda de que el movimiento libertario inflamó a las masas y convenció a miles de personas que lucharon por sus principios y sufrieron por ellos. Algunos fueron torturados, y muchos encarcelados y asesinados. Pero al abrigo de todo ello se desarrolló una escuela de asesinos, un grupo de criminales activos, eficaces, implacables, que no pueden quedar cubiertos por ideología alguna. Recordemos, por ejemplo, aparte de los señalados ejecutores de presidentes, al brutal asesino de masas Santiago Salvador, anarquista que en 1893 arrojó dos bombas Orsini al patio de butacas del Liceo de Barcelona mientras se representaba Guillermo Tell, de Rossini. La primera bomba, que había introducido en el teatro pegada al cuerpo con una faja, la tiró desde el gallinero y cayó entre las filas 13 y 14. Eran las diez y cuarto de la noche, y la soprano italiana Virginia Dameri estaba dando fin al segundo acto. El artefacto, que explotó de inmediato, causó veintidós muertos y treinta y cinco heridos. Salvador afirmó que quería atentar contra la burguesía catalana, pero lo cierto es que hirió, mutiló y mató a una serie de espectadores desconocidos de los que ignoraba todo: su pensamiento, sus sentimientos, su trabajo, su situación familiar y económica. Fue una matanza terrible, sin posible explicación ni perdón. El acto loco de un sicario de una secta de asesinos.
Ojo con la evocación romántica de los anarquistas, de los hombres y mujeres que defendieron sus ideas con su sangre y murieron por ellas, y con sus frases de gran efecto: «La propiedad es un robo», «Hay que combatir a los cuervos que engordan con la guerra»… No debemos olvidar los excesos a los que conduce estar supuestamente en posesión de la verdad. ¿Qué clase de análisis aplicó el presunto anarquista Santiago Salvador para determinar que los espectadores del patio de butacas del Liceo representaban a la burguesía catalana? La segunda bomba cayó sobre la falda de una mujer y rodó al suelo sin explotar. El destino se la jugó a este criminal sediento de sangre.
En su España negra, José Gutiérrez Solana describe la escena del patio de butacas del Liceo que, reconstruida en cera, sirve como reclamo en una barraca de feria: la cabeza de una dama que reposa sobre el cuerpo decapitado de su compañero, brazos y piernas cercenadas, gente sin ojos, muslos reventados… Entre ellos, familiares de los trabajadores de la ópera que se representaba. Las galas de difunto, hechas trizas por la bomba Orsini, que ofrece esa belleza siniestra de los detonadores como púas de erizo. Qué peligrosas las ideas que dan alas a los asesinos.
Los magnicidios, entendidos como muertes de jefes de Estado y de Gobierno, suelen originarse en la traición de personas cercanas a círculos de poder muy próximos a la víctima. Hasta fecha muy reciente ninguno de ellos había sido estudiado a fondo, sobre todo porque los que lo intentaron fueron disuadidos. Posteriormente, los esfuerzos de los criminales por complicar la investigación y hacerla imposible fracasaron en el caso inesperado de Prim.
El objetivo del magnicida es un cambio radical en el rumbo de la política en el que los asesinos —desde Bruto a los traidores que mataron a Viriato— siempre tratan de proyectarse como salvadores de la patria. Todos los magnicidios se parecen. Prueba definitiva de ello son las coincidencias que revelan que el magno asesinato de Prim en 1870 fue utilizado de modelo para perpetrar el no menos apabullante de Kennedy casi un siglo después, en 1963.
El primer magnicidio minuciosamente estudiado es el de Julio César, en la Roma antigua, donde ya se dan las características más escandalosas de algunas de las conspiraciones más sorprendentes. Bruto y sus cómplices se proyectarán en la historia como defensores de Roma y se verán reflejados en cuantos matan al jefe supremo. La intriga contra César surge de la traición y determina un cambio radical de la política.
La historia de los grandes magnicidios modernos comienza en Estados Unidos con el asesinato del presidente libertador Abraham Lincoln, el 14 de abril de 1865. En el Teatro Ford de Washington, en Estados Unidos, se representa la obra Nuestro primo americano. El reloj marca las 22.15. La conspiración del actor sudista John Wilkes Booth y sus cómplices comprende los atentados contra el secretario de Estado Seward, que quedará malherido, y contra el vicepresidente Andrew Johnson, al que salvará la intoxicación etílica de su asesino. Los autores no eran cuatro locos desgraciados. En ningún magnicidio, en contra de lo que hayan conseguido hacer creer, hay «lobos solitarios».
En el caso de Lincoln, John Parker, único escolta del presidente, no cumplirá con su función de vigilar el acceso al palco presidencial. Como en otros muchos magnicidios, el vigilante, siempre por motivos extraños, deja la vía libre. Pero todavía más raro resulta que nunca fuera castigado por el abandono de su deber. Como copiado en origen, este «favorecer a los criminales» despejando el camino con distintas variantes lo encontramos en otros magnicidios, como el de Prim en 1870 o el de Canalejas en 1912. Vigilantes que, de forma inexplicable, no cumplen su cometido.
En el caso de Prim, los jefes de la policía y el flamante ministro de la Gobernación —el incombustible Práxedes Mateo Sagasta, su delfín y supuesto amigo— consideraron innecesario vigilar los itinerarios de salida del general, a pesar de que todo Madrid era un auténtico clamor de que a Prim lo iban a matar. El gobernador de Madrid, Ignacio Rojo Arias, resultó un negligente impresentable que no tomó medida de protección alguna a pesar de haber recibido toda clase de alertas y avisos.
En el caso del presidente Canalejas, el ardid resulta todavía más notorio. Circulando a pie desde su casa hasta la Puerta del Sol, se adelanta a los miembros de su escolta, normalmente más jóvenes y atléticos, y la distancia de separación entre ellos llega a ser tal que cuando los miembros de seguridad llegan hasta él Canalejas ya ha sido tiroteado y herido de muerte frente al escaparate de la librería San Martín. En los magnicidios, los servicios de seguridad siempre fallan y son incapaces de actuar: es el caso de John Fitzgerald Kennedy en 1963 o de Antonio Cánovas del Castillo en 1897, a quien dejaron a solas con su asesino en la galería del balneario de Santa Águeda, sin que los guardianes fueran capaces de detectar al falso periodista de Il Popolo que se hospedaba junto al presidente.
Igualmente, el presidente Eduardo Dato e Iradier fue tiroteado a placer desde el sidecar de una moto en la plaza de la Independencia en 1921, y Luis Carrero Blanco, en 1973, fue volado desde un túnel subterráneo practicado a unos centenares de metros de la Embajada norteamericana en Madrid, donde si intenta usted hacer un agujero con una broca recibirá la visita del FBI. Una gran chapuza de seguridad que huele a conspiración. Y por si fuera poco, bajo la amenaza de los terroristas más buscados del mundo.
Dicen que lo que escocía a John Wilkes Booth, el asesino de Lincoln, era por un lado la causa confederada y, por otro, la promesa de conceder el derecho de voto a los esclavos negros. Wilkes, como cualquier otro de los magnicidas, no era en realidad un idealista sino un tipo mezquino en busca de medro personal que no pretendía otra cosa que el poder.
El asesino sorteó al botones con su tarjeta de visita y llegó sin dificultad al oscuro corredor del antepalco completamente solo. Encajó el lateral de la puerta, y con un atril de madera como tope la cerró bien por dentro. Nadie podría entrar ni detenerlo. Al otro lado de una fina pared estaban Lincoln, su esposa y una pareja amiga. A través de un agujero practicado con una estilográfica, el asesino se aseguró de que el presidente era vulnerable. Como un actor rutinario, Wilkes marcó un aviso en el texto para actuar: Asa Trenchard, uno de los personajes de la obra, ha de pronunciar estas palabras: «La vieja busca-maridos». Es el pie para que salga de su escondite, abra la última puerta que da al palco presidencial y, con una pistola Derringer, le dispare al presidente por la espalda. La bala entra por detrás del oído izquierdo. Son las diez y cuarto de la noche.
En España, cinco años después, el 27 de diciembre de 1870, el general Juan Prim y Prats será víctima de una procelosa conspiración de traidores, salida justamente del núcleo duro del poder, que ordenarán disparar con trabucos en la calle del Turco sin acertar a matarlo y que le rematarán estrangulándolo a lazo, en su lecho de dolor, impacientes ante la posibilidad de que no muriera como consecuencia de las heridas de bala.
Recientemente se ha revelado que existe una acusación que levanta sospechas y que podría imputar al vicepresidente Lyndon B. Johnson en el asesinato de John Fitzgerald Kennedy, el 22 de noviembre de 1963, en Dallas, Texas, Estados Unidos. Desde luego, a priori los dos magnicidios se parecen como gotas de agua: crímenes in itínere, con uso de sicarios con arma de fuego, seguramente con varias trampas preparadas por si se modificaba el trayecto. Y, finalmente, el proceloso maquillaje de lo ocurrido.
Los poderosos asesinos, tanto los de Prim como los de Kennedy, se ocuparon de desinformar a la población con el fin de que nadie averiguara la verdad. La manipulación es tal que, en lugar de aceptar la existencia de varios tiradores en el complot, hasta se habla de una «bala mágica» que hizo un recorrido imposible. En el sumario de Prim también se habla de balas mágicas envenenadas. Con toda seguridad, como en el caso español, en Texas se reclutaron los mejores tiradores, todos los posibles, apostados para no fallar, de forma cuidadosa y experimentada. Puede decirse que los estrategas que planificaron el asesinato y la ocultación de pruebas lo hicieron inspirados en la experiencia de la gran operación manipuladora de los asesinos del conde de Reus. Es decir, que estudiaron el magnicidio de Prim para perpetrar el de Kennedy.
Una conspiración evidente que carga sobre un doble agente, Lee Harvey Oswald, a quien mata para que no hable un mafioso de cabaret, Jack Ruby, sin disimulo alguno, en medio de una comisaría de policía, rodeado de gente armada que fue incapaz de impedirlo. Oswald es el Paúl y Angulo de Prim, un personaje atormentado, señorito afín al lumpenproletariat, de turbia financiación y objetivos. Un trabuco en venta. O un rifle con mira telescópica. Como prefieran.
Se reflejó claramente en la portada del diario Pueblo, colgada en la 5.ª planta de su sede en la calle Huertas de Madrid: «¿Oswald y Ruby se conocían? Un camarero del cabaret de Rubenstein dice que sí». Las irregularidades en la investigación criminal, las inexactitudes de la Comisión Warren y las imparables sospechas indican que una presión todopoderosa manipulaba el asunto.
Rastreado por la Comisión Prim, el republicano radical y asesino José Paúl y Angulo nunca regresó del exilio. Si lo hubiera hecho, aun entre sus compañeros republicanos, alguien como Ruby lo habría matado. Por las mismas razones que al agente norteamericano.
Kennedy fue víctima de una trampa urdida en lo más alto de los círculos de poder. Los conspiradores tergiversaron la información y se deshicieron del ataúd, donde los rastros de sangre podían ser delatores. Se concluyó sin ciencia, a nivel oficial, que únicamente había un asesino —uno sólo— capaz de poner patas arriba todos los Estados Unidos de América matando a su presidente. En un estado, Texas, lleno de amantes de la seguridad, las armas y la protección. Y a pesar de las agencias de espionaje, el bureau del FBI, la Inteligencia del Ejército, los sheriffs y detectives, los periodistas de investigación y la completa fauna de sabuesos dedicados a velar por la seguridad de un presidente que se las tenía tiesas con la Mafia y con Fidel Castro. De ambos había recibido amenazas de muerte, aunque el final no le llegaría por ellos sino, como en el caso de Prim, por la vía de la traición.
Un magnicidio de Estado, aunque tome otro aspecto una vez manipulado y tergiversado con pistas falsas, siempre se comete con el propósito de alterar la dirección de un país. Matar al presidente del Gobierno es la forma más clara y directa de terminar radicalmente con una etapa política. Ha sido así en todos los casos que conocemos: si exceptuamos el retrodiagnóstico de Prim, en ninguno de ellos se ha llevado a cabo una investigación completa y exitosa.
Los casos de anarquistas asesinos de jefes de Gobierno que conocemos en España son muy sospechosos. Todos arguyen razones incomprensibles y sin base para un asesinato. Tampoco es posible explicarse cómo logran actuar tan libremente y con tanta impunidad. Un anarquista mata en la Puerta del Sol en pleno día; otro se aloja, sin mayores controles, donde pasa las vacaciones el presidente del Gobierno y lo tirotea mientras lee el periódico en la galería; otros, a bordo de un sidecar, se ponen a la altura del vehículo presidencial en la Puerta de Alcalá y acribillan al presidente que viaja en el interior sin que parezca que haya policía o seguridad en toda la ciudad. O, finalmente, una banda terrorista que sigue la estela del falso anarquismo criminal del siglo XIX consigue explosionar la calle por la que ha de pasar el Dodge 3700 GT del presidente Luis Carrero Blanco.