II
Madrid era una trampa

A sus cincuenta y seis años y veintiún días, Prim confiaba ciegamente en su capacidad de liderazgo y pensaba que se encontraba firmemente asentado en el poder. Aunque estaba rodeado por el regente (con tratamiento de alteza), el general Francisco Serrano y Domínguez —duque de la Torre, con el que había desarrollado una carrera en paralelo y quien estaba al cabo del feroz enfrentamiento desatado durante el verano anterior—, y por el almirante Topete —defensor de las aspiraciones del duque de Montpensier—, y a pesar de que Serrano era también partidario del duque (si bien en menor medida que Topete), Prim todavía se creía a salvo.

También se resistía a creer que España fuera «un país de asesinos», otra grave equivocación: lo cierto es que sus enemigos habían convertido el reino en un patio de Monipodio presidido por sicarios de baja estofa dispuestos a fusilarle a trabucazos en cualquier esquina de un Madrid encanallado. Prim sería asesinado por miembros de su entorno más cercano, y su magnicidio serviría de modelo histórico a otros cuatro crímenes —así como a otros del extranjero—, impulsados siempre desde los círculos de poder, que cambiaron la faz de la nación en diferentes épocas.

En el caso de Prim, los asesinos, llegados de diferentes regiones, cobraron su sueldo a precio de oro en virtud del contrato criminal más extenso y caro de la historia del crimen. En los siguientes magnicidios a los que nos hemos referido —Cánovas, Canalejas, Dato y Carrero Blanco—, también los asesinos intelectuales pertenecían a un lado de la política y los asesinos materiales a otro. En todos los casos fueron siempre lo que hoy llamaríamos terroristas al servicio de la ambición y el poder, y en cada ocasión lograron un cambio de política en los más altos estamentos de la nación.

La Comisión Prim se propuso estudiar el misterio del magnicidio partiendo de un enfoque multidisciplinar. Sobre la base de los documentos judiciales se recompuso la escena del crimen con lo que de ella se conserva en el Museo del Ejército y, en la fase final de la investigación, se analizaron los restos del general custodiados en Reus con el fin de establecer las causas exactas de la muerte. De este modo, en los diferentes tramos de la indagación se fueron descubriendo las atrocidades perpetradas por los asesinos.

El sumario, custodiado en sede judicial, fue asaltado, borrado y mutilado en un intento de eliminar la memoria de buena parte de los datos obtenidos en el curso de la investigación de los jueces. En los restos de la escena del crimen —el coche en el que fue tiroteado, la ropa que vestía y las balas que le dispararon— es posible apreciar la gravedad de las heridas, lo cerca que le acometieron y la gran cantidad de sangre que llegó a perder. Finalmente, el regalo de la historia de hallar los restos de Prim momificados en perfecto estado de conservación brindó la oportunidad de descubrir el modo, hasta hoy inédito, en el que se dio muerte al general.

El azote de Prim

El hombre que aquel 27 de diciembre de 1870 convirtió Madrid en una trampa fue José Paúl y Angulo, político y escritor. Tenía entonces veintiocho años. Nació en 1842 en Jerez de la Frontera, y murió en París en 1892 rodeado de misterio. Su familia era dueña de viñedos, y él desde muy joven participó en el negocio. Se afirma que conoció a Prim en uno de sus exilios en Londres, donde Paúl y Angulo se encontraba por asuntos de trabajo. Según parece, estuvo entre los promotores de la revolución que expulsaría a la reina Isabel II en 1868, motivo por el cual acompañaba a Prim en su regreso. Sin embargo, una vez de vuelta en España, discrepancias relativas a la continuación de la revolución, y en especial la deriva de Prim hacia una nueva monarquía en oposición directa a la República, provocaron el enfrentamiento entre los dos hombres. Paúl y Angulo acusaba a Prim de traidor y de no cumplir ciertas promesas que éste había hecho en otros tiempos, entre ellas la asignación de un cargo de embajador. De este modo, Paúl y Angulo acabó convirtiéndose en un feroz contrincante ideológico que propugnaba acabar con Prim de cualquier manera posible.

Estuvo presente en la revuelta de Cádiz de 1868 a favor de la revolución cantonal. En 1869 fue elegido diputado para la Asamblea Constituyente por Jerez y, enfrentado a la Constitución monárquica, se unió a la lucha en los pueblos de Cádiz de Fermín Salvochea. Posteriormente se refugió en Huelva, y más tarde regresó a Madrid para dirigir el periódico El Combate, que sería el gran azote de Prim hasta el final de sus días.

Desde el principio se señaló a Paúl y Angulo como el jefe de los que dispararon contra Prim en la calle del Turco. Desapareció de su domicilio horas antes del atentado, y al parecer se tiñó el cabello y disfrazó sus ropas. Forman legión los falsos historiadores que le sitúan en el Congreso el día de los disparos hablando con Prim e insultándole, cosa que jamás sucedió. Inmediatamente después del ladrido de las armas se exilió en Francia, y más tarde viajó a América. Vivió durante un tiempo en Argentina, desde donde volvería a París sin atreverse a regresar a España, ni siquiera una vez declarada la Primera República.

En noviembre de 1885, mientras el general Serrano agonizaba, Paúl y Angulo puso punto final a la redacción de un opúsculo, titulado Los asesinos del general Prim y la política en España, donde señalaba al regente como uno de los autores intelectuales del magnicidio. Rubio dice que seguramente «a moro muerto quiso darle gran lanzada», pero hay mucha más tela que cortar. Serrano murió el 26, un día después del fallecimiento del rey Alfonso XII. Lo hizo en la calle que hoy lleva su nombre —que hasta el estallido de la Gloriosa fue el bulevar Narváez—, en el hotelito que había en la esquina con la calle Villanueva, en cuyo edificio estaba también el Teatro Ventura.

Un artículo del 7 de agosto de 1885 publicado en el periódico republicano El Progreso, atribuido a Manuel Ruiz Zorrilla, de quien era órgano oficioso, afirma que desde las más tempranas actuaciones judiciales «se consiguió probar en la causa, con incontrastable evidencia, que el jefe de los asesinos del general Prim había sido José Paúl y Angulo». Días más tarde el juez Francisco García Franco, que desde el distrito de Universidad instruyó las primeras diligencias del sumario, afirmó en una carta publicada en El Correo de Madrid que «siempre incontestablemente, y sin género alguno de duda el Sr. Paúl y Angulo aparece como autor material del delito». La prensa lo acusó desde 1885 de forma prácticamente unánime, y los principales dirigentes republicanos le evitaban y rechazaban a causa de las sospechas que pesaban sobre él. Los jueces Eduardo Ayllón y Fernández Victorio también creían en su culpabilidad, y en el edicto de busca y captura del distrito del Congreso se alude al auto de prisión que se decretó en febrero de 1871. Al menos tres jueces, así como todos los líderes políticos republicanos de mayor rango, le consideraban responsable del asesinato.

Sorprendentemente, algunos salieron en su defensa, no siempre de la forma más racional. En sus memorias, Nicolás Estévanez, ex ministro de la República, le disculpa señalando que el diputado era tan jactancioso que «si hubiera matado a Prim, se habría vanagloriado de ello». Y luego está el arrebato carlista, por simple estética, de Ramón María del Valle-Inclán.

Ante las múltiples irregularidades del caso y la evidente falsedad de la versión oficial, la primera hipótesis de trabajo de la Comisión fue que a Prim podrían haberlo matado en la calle del Turco, si bien eso se matizaría más tarde. La Comisión manejó la hipótesis de que el general no salió vivo de los trabucazos. He aquí los primeros indicios:

Engaño a los ciudadanos

En cualquier caso, Prim fue muy mal atendido por los médicos, quizá porque no hacía falta. La única posibilidad era practicar una intervención en la que se taponaran las heridas después de actuar sobre las arterias o venas, cosa a la que no se llegó a tiempo. El resto no es más que literatura para ayudar a hacer digerible el cuento de los poderosos. «¿Qué día es?», dicen que preguntaba Prim a sus amigos, quienes circulaban a su antojo —a pesar de que el poder impedía al juez entrar en el palacio de Buenavista—, entrando y saliendo de la alcoba del general, atentos a recoger sus palabras para la posteridad. «El rey llega, y yo me muero». Una frase rotunda para un final de tercer acto de tragedia. ¿Cuántos muertos por herida de trabuco se despiden con tanta labia?

Los indicios de que una vez más el poder mintió a los ciudadanos son abrumadores: la escasez de información; la imprecisión en el recuento de las heridas; el relato de la evolución del mal, que primero mejoraba de forma increíble y luego, de forma todavía más inverosímil, empeoraba y producía la muerte… Por añadidura, Prim fue embalsamado de aguja con el fin de exponerlo durante dos o tres días, con lo que se disfrazó todavía más el estado de su cadáver.

La gran mentira del atentado de Prim ha sobrevivido hasta nuestros días por mor de la pereza de los investigadores e historiadores que siempre recurren a la misma fuente: el libro del abogado Antonio Pedrol Rius, que escribió una especie de ensayo sobre la causa en el que afirmaba que se basaba en el sumario pero que carece de referencia científica alguna. Por ejemplo, el profesor Pere Anguera, de la Universidad Rovira i Virgili, el último reusense que ha publicado un libro biográfico sobre Prim, cuando habla del sumario —que parece no haber consultado— cita a Pedrol: «El sumario fue lento e intrincado. Ocupa 18 000 folios bajo la dirección de trece jueces. Los nombres de algunos de los asesinos fueron pronto conocidos [una nota al pie de página remite ya a la obra de Pedrol, Los asesinos de Prim]: […] pero las reiteradas maniobras obstruccionistas insinúan la existencia de un móvil y unos inductores políticos con la suficiente capacidad de presión para paralizar o anular las investigaciones». Anguera vuelve a citar al pie al abogado de los tiempos del franquismo para todo lo relacionado con el sumario, es decir, la única fuente histórica… Y continúa haciéndolo más adelante[8].

La Comisión Prim se propuso revisar la investigación y someter el coche del general a un estudio completo. Igualmente pretendía reconstruir los trabucazos y establecer en términos médicos cuáles fueron las heridas reales. Del mismo modo, se efectuó un minucioso examen de la momia, a la que se sometió a los medios de diagnóstico más modernos, entre ellos la tomografía axial computarizada (TAC).

La nación no sólo fue un país de asesinos en los tiempos de Prim, sino que continuaría siéndolo hasta bien entrado el siglo XX, cuando presidentes de Gobierno fueron una y otra vez renovados a golpe de explosión o disparo.

Con cincuenta y seis años y veintiún días, la jornada en que iba a morir, sin graves dolencias de la enfermedad hepática que combatía con las aguas de los balnearios franceses, Prim se sentía eufórico e invulnerable. Era cierto que decía —y es posible que llegara a creérselo— que su piel era de serpiente y que en ella resbalaban los proyectiles, porque además aún no se había fabricado la bala que habría de matarlo.

Y, sin embargo, el suelo estaba a punto de hundirse bajo sus pies. Una enorme conjura, que unos propugnaban y otros consentían y propalaban, le rodeaba por todas partes. Aunque no fuera capaz de percatarse, todo el mundo quería matarlo. Era un hombre acosado y sentenciado; hasta un sector de sus hermanos masones le había preparado una trampa. Le esperaban tres emboscadas, fatales cualquiera que fuera su camino. El día de su atentado amaneció sin lugar para la escapada. No podía saberlo pero, hiciera lo que hiciese, acabaría muerto, porque sus enemigos le tenían en sus manos. Madrid era una trampa mortal.

En un principio, la historia —desde el sumario judicial hasta las conclusiones de los más prestigiosos autores que hemos estudiado— señalaba ya a los sospechosos de mayor calado, pero tras la nueva aportación de la Comisión, el diagnóstico final basado en el descubrimiento de las marcas de estrangulamiento, no hay escapatoria para los autores intelectuales, quienes hasta ahora habían quedado impunes y sobre los que ni siquiera había recaído la censura moral.

Espadones y golpistas

Asesinaron a Prim bajo la protección de Serrano, duque de la Torre, en su casa, mientras permanecía indefenso y vulnerable, tendido en su lecho de muerte. El poder omnímodo, en aquella época de espadones y generales golpistas, disfrazó para siempre las circunstancias y permitió que la carrera política de Serrano continuara durante muchos años, hasta el bochornoso extremo de llegar a ser el último presidente de la degenerada Primera República e incluso, mucho más allá, prestar su nombre a la principal arteria comercial del Madrid de hoy día, el de nuestra pobre democracia, que debiera llamarse «avenida del General Prim» o, en su caso, «calle del Presunto Asesino Serrano». Si bien es cierto que, como cuenta Pedro de Répide[9], efectuó la anexión de Santo Domingo a España, lo que resta frivolidad a los reconocimientos que le dedicó la reina.

Los asesinos de Prim, tanto los intelectuales como los materiales, no fueron juzgados. Durante el sumario se detuvo a la mayoría, se les interrogó y luego se les dejó libres en la calle. Incluso a los convictos confesos.

Los políticos, bajo aquella disculpa general de la belleza angelical de María de las Mercedes, la prometida del nuevo rey Borbón, cerraron en falso la instrucción sumarial ante el hecho de la boda del rey con la hija del duque de Montpensier, quien presuntamente pagó todo el dispendio del magnicidio y que fue uno de los principales sospechosos de formar parte de la cabeza de la trama junto con el general Serrano, presunto director del aparato estratégico. Serrano, aunque fuera regente con tratamiento de alteza, vivía en una jaula dorada sin poder alguno y pretendía los cargos ejecutivos de Prim, con el morbo añadido de que fue él mismo quien más alto le hizo ascender en su escalada en el Ejército y quien le había concedido los nombramientos de presidente del Consejo y ministro de la Guerra, cargos de los que se apropió con toda celeridad inmediatamente después de que ladraran los trabucos en la calle del Turco.

Luego está José Paúl y Angulo, señorito tronera y habitual de callejón y taberna, revolucionario de salón, que encabezó el pelotón que habría de herir de muerte a Juan Prim en la tarde noche de la mayor nevada de ese invierno, sin permitirle siquiera que muriera desangrado: demasiado lento para tanta prisa. Con él, otros once cómplices que figuran en una lista que la Comisión ha rescatado del maremagno sumarial. Y más allá, otros dos dispositivos de muerte que eran calcados al primero: uno en la calle Barquillo y otro en Cedaceros.

Paúl y Angulo debía de tenerlo todo preparado. En su periódico, El Combate, junto a las plumas podían encontrarse pistolas. Paúl y Angulo vestía con cierta elegancia, pero su mayor distintivo eran los destrozos causados en el rostro por la viruela negra, vestigios de la enfermedad contraída en prisión. Solía esconder las palabras pronunciadas en contra de Prim en el Parlamento tras una falsedad en la que afirmaba que el marqués de los Castillejos lo tenía por un hijo suyo. Paúl y Angulo, pensador trabucaire, fue capaz de ir a duelo con Felipe Ducazcal, a quien metió un tiro en la oreja. Ducazcal comandaba la Partida de la Porra, que golpeaba en nombre de Prim.

Paúl y Angulo, jaque partidario radical del federalismo, era sobre todo un habitual de las tabernas capaz de afirmar en la barra del bar que a Prim había que matarlo como a un perro. Y lo hacía con tanta convicción y maldad que podía pasar por escrito en El Combate, el libelo más insultante y provocador para el presidente del Consejo, que supuestamente estaba financiado por Montpensier. Y también era capaz de repetir que «A todo cerdo le llega su San Martín», en el sentido de que a todos les alcanza lo que merecen, en especial a los malvados, con la misma rotundidad cuando se expresaba en las crónicas periodísticas que cuando era vertido entre espumarajos en los pasillos del Congreso.

Un clamor de muerte

El día en que iban a matar a Prim, la noticia era un clamor que corrió entre alfonsinos, unionistas y republicanos. También entre damas de la alta sociedad, taberneros de baja estofa y masones. Hasta el gobernador llegaban confidencias y listas de criminales con los nombres de los actuantes. El ministro de la Gobernación, Práxedes Mateo Sagasta, el masónico hermano Paz, debió de recibir alertas e información privilegiada de las que no rendiría cuentas ante nadie. Los masones Muñiz, Morayta y García Gómez quisieron cambiar de itinerario para librar a Prim de lo que creían el mal, pero no había salvación.

Tipos con vestiduras de majos, como aficionados a los toros, enfundados en grandes camisas que cubrían —y ocultaban— todo, incluyendo los hierros con forma de trompeta. Individuos que se atornillaban a la barra de la taberna de la calle del Turco, como si fuera tarde de toros. Paúl y Angulo fue la pieza de cierre del acoso a Prim en todo Madrid, cuando la capital se convirtió en una enorme plaza de toros servida por medio centenar de toreros asesinos.

Las grandes vías de Madrid eran una ratonera para Prim. Mientras, personajes oscuros como Sagasta se quitaban de en medio y sospechosamente coincidían con la inactividad del gobernador de la Villa y Corte y la práctica desaparición de la policía, que dejó el itinerario de vuelta a casa del presidente en manos de los sicarios, por cualquiera de los tres caminos que emprendiera.

El siglo XIX es el gran desconocido de la historia de nuestro país, el capítulo al que nunca llegaban las lecciones del profesor a final de curso. Por eso casi nadie sabe lo que ocurrió, y las falsedades han perdurado hasta hoy. Lo malo es que somos hijos y herederos de aquel siglo convulso lleno de bellaquería y traiciones.

El general Prim fue suplantado por sus asesinos, quienes engañaron al rey Amadeo I desde que lo recogieron en Cartagena y al que segaron la hierba bajo los pies desde el primer momento. El pobre rey, si bien tuvo la ventura de conocer como amante a la estupenda Adela Larra, la Dama de las Patillas, hija de Mariano José de Larra, se fue chapurreando unas pocas palabras en español después de haber intentado el gobierno: «No entiendo nada», dijo a modo de despedida.

Una vez herido y probablemente inconsciente, Prim quedó en manos del regente, que se presentó en el palacio de Buenavista y se hizo cargo de todo. Lo primero fue faltar a la verdad en su comunicado a la nación acerca de la gravedad de las heridas, cuyo mal estado ocultó incluso a su esposa, Paca Agüero. El engaño ha perdurado hasta hoy.

Luego se arrogó todas las funciones del reino junto con el obediente Juan Bautista Topete, quien por su designación asumió enseguida provisionalmente —mientras se las arreglaba para poseerlas él mismo— la presidencia del Consejo de Ministros y el Ministerio de la Guerra. Afirmaron que se hizo así por sugerencia de Prim, pero a la luz de la ciencia el de Reus no podía pensar y mucho menos hablar. En un estado físico diferente, es más probable que hubiera confiado en cualquier miembro del Gobierno, que a fin de cuentas había elegido él, antes que entregarse al teatral Topete, quien, si bien posaba de caballeroso, apenas unas horas antes había arremetido en el Congreso, furibundo, con muy malos modos, contra Amadeo y contra el propio Prim.

Una larga tradición de autores —los mejores y más valientes, entre los que figuran dos de Reus— señala como presuntos asesinos intelectuales de Prim al duque de Montpensier, que aportó todo el dinero, y al general Serrano, el estratega y encargado de la logística, reforzando pruebas y encajándolas en el tiempo en el que ocurrieron los hechos. Excepto Javier Rubio, que exonera a Serrano, Pere Anguera, José Andrés Rueda Vicente, Rafael Olivar Bertrand y José María Fontana, entre otros, coinciden en señalar a Montpensier y a Serrano.

En el Hospital Universitari Sant Joan, uno de los más modernos de nuestro país, y con la ayuda de la tecnología punta más desarrollada, se ha llevado a cabo por primera vez un examen anatomopatológico de un cuerpo momificado de ciento cuarenta y dos años de antigüedad con la intención de trazar un retrodiagnóstico criminológico que determine si el general, primer presidente catalán del Consejo de Ministros de España, recibió, en la conjura de la que fue víctima, heridas incompatibles con la vida, falleciendo en el acto, o fue herido leve y murió de una infección tres días después, tal y como se inventaron en pleno franquismo.

Esta investigación pionera y docente, puesto que se hizo siempre en presencia de alumnos universitarios, ha permitido aplicar, con el trabajo de un equipo de antropólogos forenses y de los grandes profesionales sanitarios de la ciudad de Reus, las técnicas científicas más avanzadas del siglo XXI para esclarecer un misterio del XIX.

Leyendas y mentiras

Juan Prim y Prats fue asaltado a tiros. Desde entonces se han dado por buenas una serie de leyendas y mentiras que contaron en su día las partes interesadas. El sumario judicial ha permanecido olvidado durante décadas, y se pueden contar con los dedos de una mano los historiadores que lo han consultado mientras se publicaban nuevos libros donde se copiaban unos a otros las mismas historias falseadas, creadas en su día por escritores sectarios —o incluso imputados en la causa como presuntos asesinos de Prim— para maquillar el crimen.

De haber muerto en el momento, o a las pocas horas, se podría deducir que sus asesinos guardaron el secreto hasta que lograron el control de sus objetivos. En la historia hay indicios importantes para temer que a Prim se le dejó inútil en el acto. Respecto a los numerosos testimonios de quienes supuestamente hablaron con él, herido, hay que señalar lo que escribe el historiador reusense Pere Anguera en su libro El general Prim. Biografía de un conspirador (Edhasa, 2003) y hablar de «aquel Prim de quien todos eran íntimos, cuyos secretos presumían poseer todos», pero al que el poder ni siquiera dejó ver después del atentado.

Los grandes profesionales —juristas, criminólogos, historiadores y médicos— que intervienen en la Comisión lo hacen por la pasión de investigar y, en lo económico, de forma desinteresada. Con su trabajo demuestran que podemos explicar nuestra propia historia y alcanzar a comprender cómo hemos llegado a la situación que vivimos.

Esta gran aventura, en la que figuran eminencias de primera fila, ha sido posible gracias a la ciudad de Reus, que siente veneración por el general Prim y que ha permitido su último servicio a la historia haciendo posible una investigación donde los universitarios, que llenaban el auditorio del magnífico Hospital Universitari Sant Joan, recibieron una excepcional incitación a investigar mientras observaban en directo el trabajo de quirófano.

Reus ha entrado en la historia como gran impulsora del afán investigador. Y no sólo porque en la multidisciplinar Comisión Prim figuren ilustres representantes de la universidad, sino porque para caminar hacia la excelencia se necesita este impulso, especialmente político, estudiantil y ciudadano.

Los discursos de Prim, sin el más importante

Por otra parte, en los meses previos a la celebración del bicentenario del nacimiento del general, el Congreso de los Diputados ha publicado, con el dinero de todos los contribuyentes, una antología expurgada de los discursos de Prim. El libro, editado en una colección de biografías de parlamentarios que resulta inadecuada, hurta el verdadero conocimiento de la figura del estadista de cara a la celebración anunciada. En un principio se hizo saber que se iban a publicar los discursos parlamentarios de Prim, lo que podía dar a entender que se ofrecerían en su totalidad. Sin embargo, finalmente se ha impreso una selección sin rigor, muy poco útil, que se limita a recoger —en letra muy pequeña— algunos de sus discursos, uno detrás de otro, sin un comentario adjunto que los enmarque en el contexto en el que fueron pronunciados, lo que merma de forma notoria su comprensión.

Resulta increíble que el Congreso, bajo la presidencia del conservador Jesús Posada, publique una obra de tan escaso valor. Y que además lo haga en el marco de una serie de biografías, lo que denuncia claramente que este libro —que no es en modo alguno una biografía— se ha metido a capón en una colección que no es la suya.

El libro de los discursos, un tocho ilegible de 770 páginas[10], ofrece de Prim una imagen distorsionada, tal vez porque no conviene que la verdadera figura del general sea conocida.

El discurso de mayor mordiente que se ha dejado fuera de la selección, y que acaso es el que mayor importancia adquiere en la actualidad, es el dedicado por Prim a levantar el estado de sitio de Cataluña. No obstante, el seleccionador, consciente de la atrocidad, recoge algunas frases sueltas en la página 233, como para restar importancia al hecho de haber hurtado los párrafos del texto que le dan sentido. Pronunciado de forma vibrante por el gran estadista en 1851, el discurso proyecta una imagen contraria a los intereses de los manipuladores. Recordar a Prim por medio de la mutilación de su pensamiento es claramente escandaloso, más si cabe cuando sabemos que el conde de Reus llegó a decir: «Lo que hice en Castillejos por la patria, lo hubiera hecho en Cataluña por la libertad. Lo que hice en México por salvar la honra de España, lo hubiera repetido en Madrid por levantarla de la postración y abatimiento en que se encuentra». Éste es el discurso perdido:

MINISTROS DE ESPAÑA:

¿LOS CATALANES SON O NO SON ESPAÑOLES?

Y contrayéndome a la misma Cataluña, ¿no es aquel país laborioso, trabajador, inteligente y honrado? No lo podéis negar. Pues entonces, ¿por qué lo mandáis como a un país de salvajes o de vagabundos? […] ¿Qué necesidad de ese estado de sitio permanente en Cataluña, pues hace ocho años, señores, que está allí rigiendo este sistema con muy pocas excepciones? ¿Qué necesidad hay de ese estado permanente de sitio? […] Ya han oído los señores diputados el gran número de catalanes que han sido fusilados sin sentencia legal, sin formación de causa. Pues son también muchos los que juzgados por la misma legislación han sido deportados, unos a Filipinas, otros a las islas Canarias, otros a provincias del interior […].

¿Han podido creer S. S. que los catalanes tienen la condición del perro que lame la mano que le castiga? Si tal han creído, se equivocan; la condición de los catalanes es la del tigre que despedaza al que le maltrata. ¿Hasta cuándo hemos de morder el freno?, decían unos. ¿Hasta cuándo hemos de ser tratados como esclavos? ¿Somos o no somos españoles?, decían todos. Ministros de España: ¿los catalanes son o no son españoles? ¿Son nuestros colonos o son nuestros esclavos? Si no los queréis como españoles, levantad de allá vuestros reales, dejadlos, que para nada os necesitan; pero si siendo españoles los queréis esclavos, si queréis continuar la política de Felipe V, de ominosa memoria, sea en buena hora, y sea por completo; amarradles a la mesa el cuchillo, como lo hizo aquel Rey; encerradlos en un círculo de bronce; y si esto no basta sea Cataluña talada y destruida y sembrada de sal como la ciudad maldita; porque así, y sólo así, doblaréis nuestra cerviz, porque así y sólo así venceréis nuestra altivez; así, y solamente así, domaréis nuestra fiereza.