Capítulo 46

Los jets llegaban y despegaban; el caos y el estruendo del aeropuerto era algo infernal, como concebido por una mente dedicada sólo al mal; todo zumbaba, todo se agitaba, todo atronaba entre las anchas pistas plateadas. Era lo mismo que estar en una cueva de una isla azotada por un tifón, mientras aguardaban que anunciasen el vuelo de Harry Burke.

Las pupilas del escocés ya no eran transparentes, sino del color de la sangre. Parecía no haber dormido ni haberse cambiado de ropa en una semana. Tenía la boca completamente sellada. No le había pedido a Ellery que le acompañase al aeropuerto; en realidad, había dejado bien sentado que no quería volver a ver nunca más al joven. Pero éste le había seguido a pesar de todo.

—Sé lo que sientes, Harry —decía Ellery—. Sí, te usé como un instrumento. Y estuve a punto de callar. Luché mucho para obligarme a hablar. Cuando Lorette cantó el número de Jimmy Walker, refiriéndose al mes de mayo y al de diciembre, fue como si algo me hiriese y lo vi todo claro. Entonces tuve que librar la peor batalla de mi vida conmigo mismo. No sabía qué hacer, cómo actuar, cómo maniobrar. Y cuando Roberta y tú vinisteis anunciando vuestro deseo de casaros inmediatamente, anoche, la lucha aún fue mucho peor. Porque eso me proporcionaba una salida, la forma de obligarla a confesar. Y entonces, mi padre propuso invitar a los demás a la boda. Sí, me conoce mucho, y sabía que el fin estaba ya en el ambiente, y aún sin comprender mis intenciones, sabía que tenía que hacer algo que me impulsara a hablar.

»Al final cedí, Harry. Tenía que declararlo todo; supongo que a ese respecto jamás albergué la menor duda. No tenía otra alternativa. Armando tenía razón: en toda mi argumentación no había ni una sola prueba real sobre la culpa de Roberta, nada que hubiese podido incriminarla ante un tribunal. Por tanto, sólo cabía lograr la confesión de Roberta. Y no sólo esto. También tenía que hallar el medio de impedir la boda. No podía permitir que te casaras con una asesina, y yo sabía que sólo una confesión plena de sus propios labios podía convencerte de lo que ella era. Y, naturalmente, no podía dejar que una asesina quedara impune de su crimen.

—Pasajeros del vuelo diecinueve de British Overseas Airways, diríjanse a la puerta diez —anunció el altavoz.

Burke cogió su maletín y echó a andar hacia la puerta diez, casi corriendo.

Ellery corrió tras él.

—¡Harry!

El escocés dio media vuelta. Y pronunció con voz asesina:

—¡Vete al diablo!

Acto seguido, atravesó la puerta, empujando a un lado a una anciana, que se tambaleó y estuvo a punto de caer.

Ellery la auxilió.

—Mi amigo no se encuentra bien —le explicó a la vieja dama.

No se movió hasta que la puerta diez quedó desierta. Mientras el avión emprendía la marcha sobre la pista. Hasta que estuvo en el aire y hubo desaparecido.

Burke era injusto. Pero no es posible esperar que un hombre sea justo cuando se le acaba de destrozar la vida entera.

Ni que el causante del daño se serene rápidamente.

Por eso Ellery no se movió de allí.

Y aún seguía solo en la isla de sus pensamientos cuando una mano se posó sobre su hombro.

Dio media vuelta y se encaró con el inspector Queen.

—Ellery —murmuró el viejo, cogiéndole del brazo—. Vámonos. Te invito a una taza de café.