Capítulo 44

Y resultó un infierno de boda.

El juez MacCue llegó a las siete; un tipo viejo con el pelo blanco, una constitución de albañil, una nariz de boxeador y los ojos de juez. Al lado del inspector parecía el monte Fujiyama. El jurista consultó su reloj continuamente, desde el instante en que llegó, y también cuando le fue presentada la feliz pareja, aunque ambos presentaban ya los síntomas clásicos de los agobios preconyugales.

—No me gusta apresurar las cosas —afirmó el juez de paz MacCue, con voz de Chaliapine[16]—, pero he tenido que contarle un pequeño embuste a mi esposa, y espera que regrese a casa lo antes posible. A mi mujer —añadió truculentamente—, no le gustan los casamientos en la Cuaresma. Dice que si el demonio… que si la fruta prohibida… en fin, cosas de mujeres. Pero ustedes comprenderán que yo…

—Empiezo a estar de acuerdo con ella —asintió Harry Burke, amargamente—. Al parecer, tendremos que esperar un poco, juez MacCue. El inspector Queen ha invitado a varias personas a nuestra boda.

El escocés lo dijo en tono claramente acusador.

—Todo acabará pronto, querido —intentó tranquilizarle Roberta—. Juez, me pregunto… ¿podría celebrar la ceremonia de acuerdo con el rito episcopal, en lugar del servicio civil? Bueno, en realidad me sentiría más casada si…

—Naturalmente, señorita West —consintió el juez—. Pero no tengo aquí el Libro de la Oración Común.

—Ellery tiene uno en la biblioteca —intervino Burke, deseoso de terminar.

—Iré a buscarlo —se ofreció el aludido.

Parecía casi agradecido ante aquella oportunidad. Salió del estudio con un librito bastante maltratado, como si fuera una pesada carga para sus músculos.

—Creo que la boda está en la página trescientos.

—¿No se encuentra bien, Ellery? —se interesó el juez.

—Oh, sí… —repuso el joven animadamente, y le entregó el libro a MacCue, yendo luego junto a la ventana, al lado de la cual Burke había dispuesto todo lo concerniente a la ceremonia, contemplando tristemente la calle. Seguía tironeándose el labio inferior y parecía tan contento como Walter Cronkite anunciando un fracaso en Cabo Kennedy.

Burke miró a Ellery y murmuró una frase… que podía ser una maldición.

—Ya viene Wasser —anunció Ellery—. Ah, y la señora Pilter.

—¿Ha de venir alguien más? —preguntó «Chaliapine», consultando su reloj.

—Vaya, ahí viene Lorette —añadió Ellery. Hizo una larga pausa y susurró—: Acompañada de Carlos Armando.

—¿Cómo? —tronó Burke en el colmo del asombro.

—Bueno, Harry, muchacho… —intervino apresuradamente el inspector—. Lorette Spanier no quiso venir sin él. No pude impedirlo. Y yo me olvidé de… Bueno, si tenía que venir Lorette… ¡Huy, con lo bien que canta…!

El pobre inspector se secó la frente con el pañuelo y se retiró a un rincón, apabullado.

—¡Y yo no quería a Lorette! ¡No quería a nadie! —gritó el escocés—. ¿Qué clase de boda es ésta? ¿Qué pasa aquí? ¡Dios mío, estoy más dispuesto a cometer un asesinato que a casarme!

—Harry —gimió Roberta—, por favor…

—¡No me importa nada, Roberta! ¡Esos tipos están convirtiendo lo más sagrado de la vida de un hombre en algo inicuo y detestable…! ¡Y yo no entro en el juego! ¡No soy un peón de ajedrez!

—¿Qué es lo que pasa? Oh, usted me recuerda a mi esposa… También chilla… ¡y cómo chilla! Vamos, de prisita, que no quiero oírla —terció el juez MacCue, débilmente. Pero nadie le hizo caso.

Sonó el timbre de la puerta.

Roberta, casi presa de histerismo, corrió a refugiarse en el cuarto de baño.

Los minutos siguientes fueron Avantgarde y Nouvelle Vague con un toque de Fellini. Los invitados, tan poco deseados, entraron juntos, agrupados, como buscando protección los unos en los otros, bajo la acusadora mirada de Harry Burke, la más suspicaz de Ellery, la desviada del inspector y la asombrada del juez de paz MacCue. El único que parecía gozar con la experiencia era Carlos Armando, cuyo moreno rostro y cuyos ojos negros relucían de malicia. Todo el mundo se agitaba en el pequeño salón, cambiando de lugar como las cartas de una baraja en manos de un taimado tahúr, en medio de las presentaciones tartamudeadas, de las cortesías apenas murmuradas, de los gruñidos en respuesta, de los apretones de manos hostiles, de las referencias entusiastas al final de la primavera, de los silencios súbitos, de las felicitaciones a Lorette y —como un leit-motiv wagneriano—, de las preguntas respecto a la novia desaparecida, principalmente a cargo de Armando, con un tono de voz lleno de inocencia.

«La joven estaba en el cuarto de baño “maquillándose” para estar más guapa en la ceremonia», repitió el inspector Queen por décima vez.

Por fin apareció Roberta, pálida pero con la cabeza erguida, como la protagonista de una comedia victoriana. El murmullo que sacudió el salón no mejoró el clima reinante. El encanto de Armando parecía envenenar el aire; Ellery se vio obligado a retener a Harry Burke por el brazo para impedir que tal extremidad saliese disparada hacia la cara del bello gigolo. Lorette fue, cosa sorprendente, la que salvó la situación. Abrazó a Roberta, la besó y se la llevó a la cocina para sacar el ramo de azahar de la nevera; y cuando salieron, Roberta anunció que Lorette sería su doncella de honor. El inspector se apresuró a ir en busca de una tela para improvisar una cola de honor, tela que guardaba aún desde la última Navidad.

Finalmente, todo quedó zanjado. El juez de paz se situó entre las ventanas, de espaldas al despliegue floral de la pared, con Harry Burke a su derecha y Roberta a su izquierda, tal como prescribe la liturgia. Lorette estaba detrás de Roberta, Ellery detrás de Harry Burke, y los demás algo más atrasados. El juez MacCue abrió el Libro de la Oración Común por la página trescientas, y empezó a recitar con su vozarrón de bajo profundo la Solemnización del Matrimonio ratificada por la Iglesia Protestante Episcopaliana en los Estados Unidos de América, por la convención reunida el día dieciséis de octubre del Año del Señor mil setecientos ochenta y nueve.

—Muy amados del Señor —empezó el juez, tras lo cual se aclaró la garganta.

El inspector Queen, desde su premeditado sitio en un lateral, vigilaba a Ellery. El hijo de su matrimonio era un tipo raro. El inspector nunca lo había visto tan rígido, tan indeciso. Obviamente, un gusano corroía las entrañas del fruto conyugal del inspector Queen; y mientras el juez continuaba su lectura, el viejo seguía sondeándole, tratando de catalogarle y clasificarle. Pero sin el menor resultado.

—… nos hemos reunido en la paz del Señor, y delante de Su compañía, para unir a este hombre y a esta mujer en el lazo indisoluble del matrimonio.

La estancia estaba llena de ese algo desconocido que acompañaba a las ceremonias nupciales, un olor que es casi una amenaza. Roberta asía inconscientemente el borde de su velo, ajando las gardenias de su ramo; el novio parecía varios centímetros más alto, como si de repente le hubieran destinado a un puesto de guardia en el palacio de Buckhingam; al inspector casi le parecía verle con casco y mosquetón. Lorette Spanier tenía la mirada perdida en el espacio. Selma Pilter estaba misteriosa, sintiendo en su interior la envidia de una anciana para quien las ceremonias matrimoniales son otras tantas ocasiones de pesar; y el inspector Queen miraba fascinado la panza de William Maloney Wasser que llevaba el ritmo de las palabras cadenciosas del juez de paz, como en un misterioso rito de la fertilidad. Sólo Carlos Armando gozaba burlonamente de la escena, evidentemente bajo el recuerdo de otras semejantes celebradas en completa obscenidad.

—… que es un estado honorable instituido por Dios…

El juez continuó refiriéndose a la mística unión y al estado sagrado, comentando el primer milagro de Canaá en Galilea, y el inspector volvió a fijarse en su hijo, que permanecía completamente inmóvil.

El viejo empezó a preguntarse amargamente si no habría cometido un error al tomar el asunto en sus manos. Algo fatal, algo equívoco flotaba en el aire.

—… y, por tanto, no se trata de un sacramento para ser tomado a la ligera ni inadvertidamente, sino con reverencia, con discreción, prudentemente, sobriamente, y en el temor del Señor.

¿Por qué? ¿Por qué?

—Éste es el estado en que dos seres humanos forman uno solo.

¿Contra qué luchaba? Fuese cual fuese el antagonista, la lucha de Ellery era manifiesta… y dura. Un músculo palpitaba en la barbilla del joven detective; sus manos eran dos puños muy apretados; estaba tan atento a las palabras del juez como el mismo novio. Pero Burke tenía un motivo… ¿Cuál era el de Ellery?

—Si alguien conoce un motivo por el que este hombre y esta mujer no deban unirse —continuó el juez MacCue—, que lo manifieste ahora, para apaciguar su conciencia.

Había que hacer algo, pensaba el inspector. La ceremonia no podía continuar… Ellery estallaría.

Ellery abrió la boca… y volvió a cerrarla.

—Yo os exhorto a todos, en nombre del día del Juicio Final, cuando quedarán al descubierto los secretos de todos los corazones, que si alguno de vosotros conoce algún impedimento para la unión de estos dos seres en matrimonio, lo proclame ahora…

—Yo tengo un impedimento.

Las palabras surgieron involuntariamente de su boca, como vehículo de su conciencia, independientes de su voluntad. El propio Ellery parecía tan asombrado por lo que acababa de decir como Roberta, Harry Burke y el juez MacCue. Los ojos del juez parecieron acusarle con su dureza, y la pareja nupcial volvióse hacia él, en tanto todos los ojos de los presentes le contemplaban mudamente, incluso los de Carlos Armando, como si hubiera proferido una exclamación sacrílega en la santidad de un templo.

—¡Yo tengo un impedimento! —repitió Ellery—. Y ya no puedo callar más. Juez MacCue, hay que suspender esta boda.

—¡Estás loco! —exclamó Burke—. ¡Loco!

—No, Harry —replicó Ellery—. Cuerdo. Demasiado cuerdo.