El inspector le despertó.
—¿Qué pasa? —se estremeció Ellery, incorporándose.
—Aún no he dicho nada —replicó su padre—. Levántate. Tienes compañía.
—¿Qué hora es?
—Las once. De domingo, por si lo has olvidado. ¿A qué hora te acostaste?
—No sé, papá. Las cuatro, las cinco… ¿Compañía? ¿Quién?
—Si quieres saberlo, Harry Burke y Roberta West —el inspector gruñó desde la puerta—. Esos dos traman algo. Parecen felices para que se trate de algo legal.
Era cierto. El escocés chupaba su pipa furiosamente, con las cejas de color arena moviéndose como pistones, su cuello de luchador moteado con un llameante color púrpura, y sus pupilas transparentes componiendo una especie de gaita óptica. Mantenía asida una mano de Roberta, casi aplastada en su manaza. Ellery no había visto jamás a la joven tan alegre. Empezó a parlotear en el mismo instante en que el detective apareció en la salita, en batín y zapatillas.
—¿Lo adivina, Ellery? —exclamó ella—. ¡Vamos a casarnos!
—¿Cree que voy a ponerme a saltar? —gruñó Ellery—. Lo sé desde hace tiempo.
—Pero hemos cambiado de planes, Ellery.
—No aguardaremos a que concluyan las representaciones de la revista para irnos a Inglaterra —añadió Burke con excitación—. Roberta lo ha pensado mejor y vamos a casarnos ahora mismo.
—¿En mi apartamento? —inquirió Ellery, adormiladamente.
—No he dicho eso —replicó Burke—. Hoy y en Nueva York.
—Oh… —murmuró Ellery—. ¿Y a qué se debe este cambio en la estrategia? Sentaos, por favor. No resisto a la gente que se levanta temprano en domingo. Papá, ¿hay jugo de tomate en la nevera? Esta mañana necesito montañas de latas de tomate.
—Es por Harry —explicó Roberta, sentándose en una butaca, ante la mesa del desayuno, situada en una especie de alcoba de la salita—. Es tan dominante… y no puede esperar.
—Naturalmente —continuó Burke, imitando a Roberta y volviendo a cogerle una mano—. ¿Por qué aguardar? No tiene ningún sentido, pensándolo bien. Y aún he pensado más. Lo único que necesitamos es un domine, y ya está.
—También necesitas algo que se llama licencia de casamiento —le recordó Ellery—. Gracias, papá —sorbió un largo trago del líquido rojo—. Y el análisis Wasserman, tres días y todo lo demás. ¿Cómo piensas lograrlo todo hoy?
—Oh, nos hicimos el análisis y obtuvimos la licencia hace una semana —explicó Roberta—. ¿Cree que podría comer un poco de esto, inspector? Esto parece estupendo y aún no me he desayunado. En realidad, tampoco comí nada anoche. Harry se mostró tan insistente…
—No lo achaque todo a Harry —observó desabridamente Ellery—. Él no pudo pasar el análisis por usted. Bien, supongo que debo volver a felicitaros. Si puedo serviros en algo…
—No pareces muy entusiasmado —se quejó Harry Burke—. ¿No apruebas mi boda?
—Calla, amigo. ¿Por qué he de mostrarme entusiasmado ante la boda de los demás? Huevos, papá. ¿Hay huevos en la nevera?
—Gracias, inspector —dijo Roberta, tomando un sorbo de jugo de tomate.
—¿Alguien más quiere huevos? —preguntó el viejo.
—Oh, sí, me gustarían —asintió Roberta, dejando el jugo de tomate—. ¿Quieres tú, Harry?
—Vamos, Bertie, desayunaremos fuera —repuso el escocés.
—Harry…
—Quieto, Harry —intervino Ellery—. Hoy no tengo una buena mañana. Pero papá hace los mejores huevos fritos del West Side. Comed algunos, vamos.
—No, gracias —rechazó Burke.
—Con muchas tostadas, por favor, inspector —pidió Roberta—. Harry, deja de ser aguafiestas.
—Al momento —dijo el inspector, desapareciendo por la cocina.
—Podías haber mostrado algún entusiasmo —rezongó Burke—. ¿Qué te pasa los domingos por la mañana?
—Que siguen a la noche del sábado —explicó Ellery—. Y que precisamente anoche no me acosté hasta muy tarde; es decir, hasta esta mañana.
—La conciencia, la cabeza o el hígado, ¿verdad? ¿O las tres cosas?
—Papá y yo fuimos anoche a ver la revista de Orrin Steyne.
Burke pareció intrigado.
—¿Y qué? También fue mucha gente, y por lo que he oído, es una delicia. A veces careces de sentido, Ellery.
—Oh, Lorette entonó una canción… —Ellery no dijo más—. No importa. Estábamos hablando de vuestros proyectos matrimoniales.
De repente, pareció haber comido algo muy amargo.
Roberta se indignó.
—¡Diantre! No comprendo a qué se debe su brillante reputación, Ellery. Una chica está más segura con Harry que con una violeta apasionada. Harry y yo discutimos si ir a ver o no a Lorette —de pronto la joven cambió de tema—. ¡Hum…, estos huevos huelen muy bien! ¡Y también las tostadas! ¿Es tan buena como dicen, Ellery?
—¿Cómo? Oh, sensacional.
—Entonces, no iremos. No soporto el éxito ajeno. Hay algo que ignoras de mí, Harry. No podremos ir, querido. Ya estaremos en Inglaterra y…
—… y la primavera está aquí —exclamaron Harry Burke y Ellery a dúo.
El primero sonrió, golpeó la mesa con la mano y exclamó:
—Sirva más huevos, inspector. He cambiado de idea.
—Las nupcias… —gruñó Ellery tristemente—. ¿Quién comete el crimen?
—Éste es nuestro problema —Roberta frunció el ceño—. ¿Sabe qué día es hoy?
—Sí, domingo. —Ellery añadió al observar la mirada de recriminación de la joven—: ¿No es así?
—¿Qué domingo?
—Domingo de Ramos.
—Bien, no entiendo —murmuró Ellery—. ¿Domingo de Ramos?
—Cielos, el Domingo de Ramos es el comienzo de la Semana Santa. Y es Cuaresma aún. Bien, Harry es un presbiteriano renegado, pero yo soy una ferviente episcopaliana, y siempre quise casarme en una iglesia episcopaliana con un ministro episcopaliano, pero esto es imposible durante la Semana Santa o la Cuaresma. Va contra los cánones, o no sé qué. Por tanto, haremos otra cosa.
—Entonces, esperad dos semanas… para cuando concluya la Cuaresma.
—No podemos. Harry ya ha encargado los pasajes de avión… pasaremos la noche en un hotel y despegaremos mañana por la mañana.
—La solución no parece muy difícil —comentó Ellery—. Cancelad los pasajes.
—No podemos. Harry no quiere.
—O vuelen hacia Inglaterra mañana por la mañana y aplacen el acontecimiento hasta después de la Cuaresma.
—No es un asunto cualquiera ni podemos esperar hasta después de la Cuaresma —replicó el escocés peligrosamente—. Oye, Queen, no me gusta tu actitud.
—Ellery —le corrigió el joven—. No estropeemos esta conversación. A propósito ¿estáis completamente seguros de vuestros sentimientos?
Se contemplaron mutuamente como si ambos hubieran proferido una indecencia.
El primero en saltar fue el escocés.
—¡De pie, Roberta! Vámonos de aquí.
—Oh, Harry, siéntate —suplicó la joven, a lo que él accedió a regañadientes, con las pupilas inyectadas en sangre. La muchacha cambió de tono—. Lo estamos, Ellery.
—¿Le gusta este tipo?
—Adoro a este tipo.
Ellery se encogió de hombros.
—O los casa un ministro de otra confesión menos rigurosa, o, más fácil aún, se presentan ante un juez de paz autorizado a celebrar ritos tribales para lo civil. En realidad, la ceremonia sirve para lo mismo. Lo que cuenta es el amor.
—No lo entiendo —murmuró Roberta.
En aquel instante compareció el inspector Queen con una nueva bandeja de huevos fritos, tocino y tostadas con mantequilla, y la atención de todos se concentró en aquella maravilla.
—Y yo conozco al juez de paz —masculló el inspector Queen, dejando la bandeja sobre la mesa—. El café se está colando —fue en busca de servilletas, platos y cubiertos en el aparador y comenzó a repartirlo todo—. J. J.
—El juez —pronunció Ellery simplemente.
—¿El juez? —replicó Burke suspicazmente—. ¿Y quién es el juez?
—El juez J. J. MacCue, buen amigo nuestro —dijo el inspector, yendo en busca del café.
—¿Nos casaría?
—Si papá se lo pide, sí.
—No es un ministro —dudó Roberta.
—No es posible alargar mucho más el brazo que la manga, Robertita —dijo el novio con amore. Volvía a estar de buen humor—. Para mí está bien un juez de paz. Especialmente, de tipo familiar. Siempre podemos volver a casarnos en Inglaterra, en una iglesia episcopaliana. No me importa casarme contigo varias veces, querida. Ni que varios individuos celebren la ceremonia en diversos lugares. ¿Es posible encontrar hoy mismo a ese MacCue?
—Puede intentarse —dijo el inspector, volviendo con la cafetera. Le sirvió una taza a Roberta—. Si está en la ciudad, respondo del asunto.
Roberta frunció el ceño. Luego suspiró.
—Oh, de acuerdo —asintió, enterrando la nariz en el aromático líquido negro.
Burke resplandeció. Roberta atacó los huevos. El inspector se sentó y cogió una tostada. Pero Ellery iba mordisqueando. Sin gusto.