Cuando hubo concluido de estudiar la diminuta quirografía de Gloria Guild entre las líneas del testamento, Ellery pareció diez años más viejo.
—¿Bien? —exigió el fiscal—. ¿Halló lo que buscaba?
—Lo hallé.
—¿Qué hallaste, hijo? —preguntó el inspector—. Cuando aquel día lo leí en voz alta en el despacho de Wasser, no me dejé nada ni cambié el sentido de ninguna palabra. ¿Dónde está la solución?
—Ésta es la solución, pero no quiero que ninguno de los dos me presione ahora.
—O sea que no hablarás —se enfadó el viejo.
—¡Me obliga a abandonar un banquete con toda la prensa reunida allí —se quejó el fiscal—, un sábado por la noche, mientras mi esposa se preguntaba si tenía una cita con alguna rubia, y el señor no quiere abrir la boca! Gracias a Dios, Dick, no tengo por hijo a este loco. Bien, me vuelvo al Waldorf, y no volveré a dejarme engañar hasta el lunes por la mañana… Quiero mucho a mi esposa y no deseo inquietarla. Cuando el bufón esté dispuesto a ilustrar, con su genio, a un pobre servidor del pueblo como yo, avíseme. ¡Para atrancar la puerta!
—¿Y bien…? —preguntó el inspector Queen, en el silencio de la oficina, tras la salida del fiscal.
—Ahora no, papá —murmuró Ellery—, todavía no.
El viejo se encogió de hombros. Era ya una antigua historia para él, y se había acostumbrado a los mutismos de su hijo.
Fueron a casa en taxi, en completo silencio.