La revista de Orrin Steyne obtuvo una crítica que más parecía obra de un drogadicto que de un sesudo periodista. La temporada teatral había sido muy poco pródiga en éxitos, por lo que existía cierta pasión crítica.
Tal vez todo se debiera a la legendaria suerte de Orrin Steyne. Éste ni conocía los fracasos; y en el increíble y fabuloso mundo donde viven y se agitan los productores teatrales, el éxito se mide en términos de rentabilidad y no de acuerdo con el verdadero talento.
No hubo discusión respecto a Lorette Spanier. Una artista de gran calidad, y la única discrepancia residió en el cálculo de tal calidad. La respuesta fue unánime e inequívoca. Los críticos la aclamaron no como una promesa sino como una juvenil realidad de Broadway. Variety afirmó que era el mejor descubrimiento de Orrin Steyne. El propio Walter Kerr la nombró sucesora lógica de Gloria Guild. Life trazó un perfil de la joven, los grupos avanzados discutieron si era una cantante camp o in, y hubo colas en las taquillas y en la puerta de su camerino para conseguir su autógrafo. Selma Pilter consiguió un contrato como agente teatral exclusivo de la joven, ya que hasta entonces sólo la había representado verbalmente, con la bendición instantánea de Armando:
—Carissima: estarás mejor en manos de Selma que en las de cualquier lobo de la profesión.
Se recibió un telegrama desde Berlín occidental:
Cuídate bien la voz. Saludos, Marta.
La revista se estrenó el jueves por la noche. El viernes por la tarde, Ellery telefoneó al número privado de Kip Kipley.
—¿Puedes conseguirme dos localidades para la nueva revista de Orrin Steyne? Yo lo he intentado sin el menor éxito.
—¿Para cuándo las quieres? ¿Para dentro de un año? —preguntó el articulista.
—Para el sábado por la noche.
—¿Este sábado por la noche?
—Este sábado por la noche.
—¿Por quién me tomas; por Indira Gandhi? —gruñó Kip. Luego, agregó—: Veré qué puedo hacer.
Al cabo de diez minutos llamó a Ellery.
—No entiendo por qué me preocupo tanto por ti cuando todavía no estamos en paz. Encontrarás las entradas en la taquilla.
—Gracias, Kip.
—Ahórrate las gracias, amigo. Y dame algo que pueda imprimir. Así seremos siempre camaradas.
—Ojalá pudiera —suspiró Ellery, colgando.
Lo había dicho en serio.
A pesar de la novela que estaba escribiendo, el caso Guild continuaba atormentándole. No sabía por qué había decidido ir a ver la revista. La decisión no tenía nada que ver con el talento de Lorette, ya que aceptaba la palabra de los críticos. Por regla general, no acudía a ver comedias musicales. Sin embargo, cogió del brazo al inspector, a pesar de sus protestas —el viejo había llegado a proclamar que las revistas habían muerto con Florenz Ziegfield y Earl Carroll; y afirmaba que Oklahoma era aburrida, que My Fair Lady era una necedad y que por Hello Dolly, el último gran éxito de Broadway, no valía la pena perder una noche—, y ambos se dirigieron al teatro Romano aquel sábado por la noche.
Su taxi tuvo que librar la acostumbrada batalla contra el tráfico (ningún neoyorquino, en el pleno uso de sus facultades mentales, acude a la zona de los teatros de Brodway con su coche particular un sábado por la noche); cambiaron las acostumbradas impresiones nostálgicas al llegar a Times Square y se abrieron paso a codazos hasta la taquilla del teatro.
Hasta que por fin se encontraron sentados en la sexta fila de platea.
—Vaya noche —comentó el inspector, algo más calmado—. ¿Cómo conseguiste las entradas? —ignoraba la llamada de su hijo a Kipley—. Estos asientos deben costar el sueldo de una semana. Al menos, del mío.
—El dinero no lo es todo —sentenció Ellery, y se arrellanó con el programa en las manos. Hay cosas que un hombre no confiesa jamás, ni a su progenitor.
Allí estaba. Canciones… por Lorette Spanier, al final del primer acto. Al parecer, todos los vecinos de butaca tenían abierto el programa por la misma página. Ellery alargó el cuello para estar seguro. Cada diez años, aproximadamente, se produce un relámpago cegador en los viejos teatros, algo que huele a azufre. Esto sólo se husmea ante el nacimiento de una estrella. Casi es posible percibir el chasquido de las centellas.
Todo calló cuando la sala se oscureció antes de aparecer Lorette en el escenario, y el silencio resultó casi palpable.
La oscuridad lo era tanto como el silencio.
Ellery se encontró sentado al borde de la butaca. Y comprendiendo que su padre, el menos impresionable de los hombres, experimentaba su misma emoción.
Nadie se movía ni tosía.
De pronto apareció un cono de luz blanca en el escenario. Bañada en su brillante luz se hallaba Lorette, ante un enorme piano, con las pálidas manos cruzadas. El fondo era un telón de terciopelo negro, con una rosa americana bordada en la tela. La joven llevaba una túnica del mismo color que la rosa, con cuello alto y la espalda al aire. No miraba al público sino a sus manos. Era como si estuviese completamente sola, escuchando algo sólo audible para sus oídos.
Mantuvo esta postura durante treinta segundos. Luego, miró hacia el director de orquesta. Éste levantó la batuta sosteniéndola en alto deliberadamente. Cuando la abatió, la orquesta produjo un acorde fortísimo, y entonces la gente dio señales de vida en la platea.
Al acorde siguió la introducción a la canción de Gaudens titulada ¿Dónde, oh, dónde? Lorette levantó las manos y tocó en el piano un suavísimo arpegio, echando atrás la cabeza, y empezando a cantar.
Era casi la misma voz que Ellery escuchó en el ensayo, pero no exactamente igual. Había ganado en dimensión, en algo que la diferenciaba en estilo y cualidad. Ya fuese como el producto de su propia inspiración, o debido a las lecciones de Marta Bellina, la joven había adquirido ambas condiciones. La cualidad era la de Gloria Guild; el estilo, el suyo propio. Walter Kerr había acertado en su crítica. De la misma forma que una generación surge de sus padres, llevando sus genes pero con sus combinaciones nuevas, la sobrina de Gloria Guild era la «sucesora lógica» de su tía.
Poseía la intimidad vocal de ésta, dirigida interiormente a los oídos individuales en su pasión más acusada; lo que constituía la novedad era una curiosa preocupación por su «ego», que Gloria no tenía, como si Lorette tuviese conciencia de estar sola y no ante un auditorio, siendo su preocupación el resultado de su alejamiento, y no la causa. Era como si cantase para sí en la intimidad de su dormitorio, permitiéndose una libertad erótica de expresión que jamás habría soñado siquiera demostrar en público. Con lo cual, todos los asistentes estaban pendientes de sus labios, como escuchando detrás de una puerta prohibida; elevada la tensión arterial y dificultaba la respiración del público.
Era apabullante.
Luchando contra los efectos causados en su sistema nervioso, Ellery apartó su atención de lo que le pasaba para observar la reacción de quienes le rodeaban. Su padre estaba sentado hacia delante, con los ojos entornados, y una sonrisa en sus viejos labios que retrataban dolor y placer. Los vecinos más próximos también presentaban reacciones similares. Todos los semblantes estaban desprovistos de los controles sociales, olvidados de toda decencia y restricción, desnudamente aislados. No era agradable de ver, y a Ellery le repugnaba y le hechizaba a la par.
«¡Dios mío! —se dijo el joven—. Lorette se está convirtiendo en una fuerza social destructora; cambiará las comunidades en manadas de lobos hambrientos, dispersará los rebaños de ovejas y reemplazará a la marihuana y al LSD en los dormitorios escolares. Venderá millones de discos y habrá que promulgar leyes contra ella».
Cantó cinco números más: Amor, amor, Me enloqueces, Ya no hay luna, Tómame y Quiero morir.
Las manos de Lorette volvieron a los pliegues de su falda.
La ovación que estremeció al teatro no llegó a sus oídos. La joven no miró hacia el público. Continuó sentada ante el piano, tal como había empezado, con las manos cruzadas, los ojos mirando al teclado, perdida en sus propios ecos. Ésta era la dirección de Orrin Steyne, pero llevada a un grado superior por la personalidad de la joven cantante.
El telón bajó y subió innumerables veces, en tanto continuaba inmóvil, una diminuta figura ante el inmenso piano situado a un lado del vacío escenario.
¡Más! ¡Más! ¡Más!
¡Era como una tempestad!
Lorette, al fin, inclinó la cabeza y miró hacia el público.
El gesto resultó asombroso y al instante se produjo un gran silencio.
—Con mucho gusto continuaría cantando indefinidamente para ustedes —murmuró Lorette—. Pero el señor Steyne les reserva aún muchas sorpresas maravillosas, por lo que sólo puedo cantar un número más. No creo que a Billy Gaudens le moleste que yo realice una incursión al pasado. La letra de esta canción fue escrita por alguien que seguramente ustedes recordarán de otras actividades muy alejadas de la música: James J. Walker; la música es de Ernest R. Ball. Se estrenó en 1905, y volvió a ser famosa por los años veinte, cuando Jimmy Walker fue alcalde de Nueva York. Era la canción favorita de Gloria Guild, mi tía.
Fue un toque genial de Steyner —Ellery sabía que era inspiración suya— el nombre de Gloria Guild pronunciado por su sobrina en medio de la oscuridad seductora del teatro.
Lorette se volvió de espaldas al piano.
Volvió a reinar el mismo silencio electrizante.
Las respiraciones se suspendieron nuevamente. Y la joven cantó una vez más.
Tal vez la elección fuese deplorable, tanto musical como literariamente. La música de Ball era muy dulzona; la letra de Walker, especialista del verso, evocaba imágenes de aves enjauladas y pobres costureras.
En el verano de nuestras vidas
dices que me amas, mi amor
y el corazón que yo te entrego
por ti late con fervor.
Mas anoche, como en sueños
vi un porvenir sin pasión,
y me pregunto si entonces
me querrás igual que hoy.
¿Me amarás en diciembre igual que en mayo?
¿Me amarás del mismo modo todo el año?
¿Cuando mi cabello blanqueé me besarás tanto?
¿Me amarás en diciembre igual que en mayo?
El refrán lo cantó con mucha expresión.
Lorette le dio a la canción una entonación molto expresiva, a la manera del music-hall inglés. Ellery sacudió la cabeza. Era una equivocación, y estuvo seguro de que antes de muchas representaciones Orrin Steyner —o Billy Guadens—, procurarían que el número último de Lorette Spanier no resultase tan de parodia. En la garganta de otra cantante habría levantado grandes carcajadas. En realidad, era un tributo a la personalidad de Lorette que el público permaneciese quieto y mudo en las butacas, pendientes de su voz, lo mismo que había hecho con la hábil música de Gaudens.
Escuchando la efusión romántica y juvenil del «Bello James» —así apodó Gene Fowler a Jimmy Walker en su biografía—, Ellery recordó el tema de la letra sentimental de la canción, especialmente del refrán, que evidentemente debió atormentarle en su agonía. Según Fowler, cuando el abogado famoso, el senador, el alcalde de Nueva York y el play-boy político estaba sentado en su despacho a oscuras, en su última enfermedad —unos cuarenta años después del estreno de ¿Me amarás en diciembre igual que en mayo?, que Lorette Spanier estaba cantando en aquel momento en el teatro Romano veinte años más tarde tuvo una súbita inspiración, encendió la luz, cogió la pluma y empezó a componer la letra de una nueva canción, la cual concluía con los siguientes versos:
Diciembre no ha de llegar
si consigues recordar,
de modo sencillo y llano
que todo el año es verano.
Al cabo de cuatro décadas y dos guerras internacionales, Jimmy Walker acababa de completar el círculo.
«Ojalá pudiese ya hacer otro tanto con el caso Guild», reflexionó Ellery.
No habría diciembre…
Ellery se incorporó como tocado por un cable eléctrico. Y eso había sido. La coincidencia habría resultado graciosa en otras circunstancias. Acababa de mover el codo izquierdo sobre el brazo de la butaca, y aquel movimiento había hecho que el borde aristado del asiento presionase del hueco del codo y el correspondiente nervio. La sensación casi le obligó a chillar.
El inspector Queen le miró coléricamente, atento a la canción. Para el inspector, lo que cantaba Lorette, era un recuerdo de su juventud.
Mas para Ellery era un vislumbre del porvenir. Del porvenir inmediato. Habría gritado aun sin la sensación nerviosa. Porque se había herido en su parte más vulnerable.
—Papá…
—¡Cállate!
—Papá, tenemos que irnos.
—¿Cómo?
—Al menos, yo.
—¿Estás loco? Caramba, me has hecho perder el final de la canción.
Lorette, en efecto, había terminado y los aplausos eran atronadores. La joven se puso de pie y sonrió levemente, con una mano pálida sobre el piano, y sus ojos azules parpadeando bajo el foco, como una figura muy resplandeciente. Cayó el telón y no volvió a levantarse. Se encendieron las luces de la sala.
—¡Juro que no sé qué te pasa! —se quejó el viejo, siguiendo a Ellery por el pasillo—. Siempre te gusta estropear mis diversiones. ¡Chico, qué voz!
Ellery no abrió la boca hasta llegar al vestíbulo. Allí, parpadeó como acusando un gran dolor.
—No tienes por qué venir, papá. ¿Por qué no te quedas a ver el resto de la obra? Nos encontraremos en casa.
—Un momento… ¿qué te ocurre?
—Que acabo de recordar algo.
—¿Respecto al caso Guild?
—Sí.
—¿Qué?
—Prefiero reservármelo por ahora. Antes he de hacer unas comprobaciones. Realmente, no tienes por qué venir, papá. Las butacas me han costado muy caras y… Bien, no quiero estropearte la noche.
—Ya lo has hecho, hijo. El resto del espectáculo ya no me interesa. Esa chica es lo mejor. Bien, ¿se trata del caso Guild?
—Del caso Guild.
—También a mí me preocupa —confesó el viejo—. ¿Adónde vamos?
—Le entregaste la copia del testamento al fiscal del distrito, ¿verdad? La del mensaje secreto que nos prestó el abogado Wasser…
—Sí.
—Bien, le necesito.
—¿A quién, a Wasser?
—Al fiscal.
—¿A Herman? ¿Ahora? ¿En una noche de sábado?
Ellery inclinó afirmativamente la cabeza.
El inspector Queen lo contempló de soslayo y no dijo nada. Fueron hacia la calle Cuarenta y Siete, y entraron en un restaurante buscando una cabina telefónica. Ellery perdió veinte minutos tratando de localizar al fiscal del distrito. Resultó que asistía a un banquete político en el Waldorf, y se mostró algo indignado al contestar. Al banquete concurrían muchos periodistas y la televisión.
—¿Ahora? —gruñó ante el micrófono—. ¿Un sábado por la noche?
—Sí, Herman —replicó Ellery.
—¿No puede esperar hasta el lunes por la mañana?
—No, Herman.
—Deje de imitar al viejo decente de los vodeviles —masculló el fiscal—. De acuerdo, hombre misterioso. Espérenme en la oficina. Trataré de ir lo antes posible. ¡Pero que sirva para algo!
—Algo no es la palabra apropiada —murmuró Ellery, colgando el aparato.