Empezaron desde el principio, escarbando en todo el asunto, y lo único que descubrieron fueron diversas ideas y teorías que no les condujeron a ningún sitio que no conocieran ya. Aparte de que Armando se estaba mostrando astutamente difícil.
Ya no salía con la señora Ardene (Piggyback) Vlienland, la dama del escándalo de Newport, con los cien mil dólares. La señora Gertie Hodge Huppenkleimer, de los apartamentos de Chicago y la plaza Beekman tampoco salía con él; aparentemente, su gusto por los muñecos usados buscaba ya otras diversiones más nuevas, y Armando tampoco intentó volver a reanudar sus relaciones con ella. La aficionada a las carreras de caballos y alcohólica inveterada Duffy Dingle seguía en Boston. Armando también había dejado a Jeanne Temple, que seguía en su apartamento de la calle Cuarenta y Nueve este, compartido con Virginia Whiting, y trabajando ocasionalmente como secretaria, y a la que su breve amor no parecía haber dejado huellas profundas. La doctora Susan Merckell se hallaba demasiado ocupada con las laringes enfermas para tontear con Armando, o bien la garganta de éste gozaba de perfecta salud. Marta Bellina estaba de gira por Europa. Ni siquiera se molestaron en hacer averiguaciones respecto a la vieja Selma Pilter, ya que Armando estaba friendo un pescado más joven. No había la menor noticia, ninguna en absoluto, respecto a la mujer del velo violeta; no había siquiera ninguna clase de velo. Como si se tratara de un romance imaginario, nacido y muerto en el limbo.
Armando se concentraba en Lorette Spanier, desempeñando el papel de confesor particular, de apadrinador de un gran talento. Asistía con regularidad a los ensayos, sentándose en el foso de la orquesta del teatro Romano, mientras la joven ensayaba un número nuevo de Billy Gaudens, o repetía una canción clásica; apareciendo como por arte de magia cuando la muchacha había terminado, y acompañándola a casa o a un restaurante de poca categoría si ella no estaba demasiado agotada; animándola cuando estaba deprimida. Y dejándose ver con ella por todas partes.
—La muy tonta… —refunfuñaba Harry Burke—. ¿No posee el sentido más elemental de la precaución?
—Está sola, Harry —le contradecía Roberta—. Tú no entiendes a las mujeres.
—¡Pero entiendo a los Armandos de este pícaro mundo!
—También yo. No juzgues a Lorette según tus severas normas masculinas, amor mío. Ya sabrá cuidarse. Todas lo hacemos; nacemos con este instinto. La joven ahora necesita el apoyo de alguien. Y Carlos le sirve a tal efecto.
—Se cuidará de ella de la misma forma que cuidó de su tía —gruñó Burke.
—En realidad, él no liquidó a Gloria Guild, ¿verdad? Al menos, según el mensaje secreto.
—Entonces ¿por qué está ella ahora sin respirar dentro de un ataúd?
—Armando no le hará daño a Lorette; sólo quiere su dinero.
—¡Y lo conseguirá!
—No tardará mucho tiempo, querido. No te dejes engañar por esa pequeña. Tal vez sea una tontuela coqueteando ahora con Carlos, pero no irá mucho más lejos. Para conseguir su dinero, Carlos tendrá que casarse con ella, y tengo la impresión de que Lorette no llegará a eso.
—¡Consiguió enredar a su tía!
—Su tía era prácticamente una anciana. Y Lorette no sólo tiene mucho dinero, sino que es joven y bonita. Esto es sólo una fase de su existencia. Además ¿a qué perder el tiempo hablando de ellos? Mañana he de levantarme muy temprano.
Continuaron hablando de sus cosas, mucho más interesantes por el momento.
Roberta había aceptado un contrato para actuar en un teatro fuera de Broadway, en la que no hablaba; aparecía durante tres actos interminables, con un bikini color carne, y haciendo la rana.
—Los autores me contaron que escribieron la obra estando bajo la influencia del LSD —le confió ella a Burke—. Y yo lo creo.
Todas las noches llegaba a su casa completamente dolorida de músculos y tendones, a causa de los ensayos.
Fue una temporada muy difícil para el escocés. Mientras Roberta ensayaba, él pasaba el tiempo con Ellery, haraganeando ociosamente por la Jefatura de Policía. Llegaron a asemejarse a una pareja digna de una tragedia: odiándose mutuamente, pero unidos por un lazo ineludible, como hermanos siameses.
Sus diálogos eran cansinos.
—¿Estás tan harto de mí como yo de ti? —preguntó Ellery.
—Exactamente.
—¿Entonces, por qué no cortas conmigo?
—Porque no puedo, Ellery. ¿Y tú?
—Yo tampoco.
—Buen camarada…
—Sí, somos camaradas…
Harry Burke metía las manos en los bolsillos.
El inspector Queen fue a ver patéticamente al fiscal del distrito.
—¿Qué le parece, Herman, si lleváramos a Carlos Armando delante del gran jurado sin la mujer?
El fiscal sacudió la cabeza.
—Tenemos el mensaje secreto de Gloria Guild —arguyó el inspector—. Y también el testimonio de Roberta West.
En realidad discutía consigo mismo, empleando al fiscal como un doble.
—¿Y qué, Dick? —respondió Herman—. Sólo demostraríamos una posible intención por parte de Armando, siete meses antes del crimen. Aunque el gran jurado lo declarase culpable, cosa que dudo, ¿se imagina lo que haría con mi caso un buen abogado? Y usted sabe que Armando contrataría al mejor. Si quiere mi opinión, ese granuja ama la publicidad. Y no pienso darle gusto sin luchar y tener alguna oportunidad de vencerle. Y la única que tenemos es hallar a la mujer.
—¿Qué mujer? —gritó el inspector exasperado—. Empiezo a pensar que no existe.
Patético o no, el inspector se negó a ceder. Convocó a Carlos Armando a la Jefatura con regularidad alarmante, para mantenerle en vilo, según les contó a Ellery y Burke. Pero si las citaciones a la Jefatura estaban dispuestas para perturbar el sistema nervioso del gigolo, sólo desquiciaron el del inspector. Armando parecía gozar con aquellas visitas. Ya no amenazaba con una acción legal. Se mostraba encantador, y sus respuestas negativas iban envueltas con gran cortesía, enseñando los dientes en francas sonrisas; y una vez llegó a ofrecerle un cigarro al inspector.
—Yo no fumo puros —rechazó éste—, y si los fumase sólo serían habanos, y además, jamás los aceptaría de usted, Armando, y en caso de aceptarlos, me ahogaría.
Armando, entonces, ofreció el cigarro a Ellery, el cual lo aceptó pensativamente.
—Se lo daré a una rata cuando quiera envenenarla —le espetó a Armando con gran cortesía.
Armando sonrió.
—¡Me crispa los nervios y disfruta con ello! —gimió el inspector—. ¡Ha llegado a preguntarme por qué no lo arresto! En mi vida había odiado tanto a nadie. Ojalá hubiese escogido el Departamento de Sanidad como profesión —y ante la mirada de extrañeza de Ellery y Burke, añadió—: Al menos, habría podido disponer de esa basura.
El viejo dejó de citar a Armando.
—Entonces… ¿se archivará el caso como insoluble? —preguntó el escocés.
—¡No mientras yo esté vivo! —gritó el inspector, empleando la jerga de su juventud—. Seguiré con este caso hasta que me muera. Pero estas sesiones me producen úlceras, y a él no. Durante una temporada descansaremos, dejándole que se regocije con su victoria momentánea. Tal vez cometa un error. Quizá llegue a ponerse en contacto con la mujer. O ella con él. Voy a tenerlo vigilado las veinticuatro horas del día.
Y estuvo vigilado, no sólo por los agentes del inspector Queen, sino por Ellery, que estaba perdiendo peso, el cual empezó a seguir a los policías, o actuó por su cuenta, adelgazándose más cada vez. Estuvo en muchas ocasiones en el Playboy Club, y en el Gaslight Club, en el Danny’s Hideaway, en el Dinty Moore’s, en Sardi y en Lindy, y también en el sombrío interior del teatro Romano, sin conseguir otra cosa que acidez en el estómago, y alguna que otra resaca.
—Entonces ¿por qué continúas? —le preguntó Harry Burke.
—Ya sabes qué se dice sobre la esperanza —se encogió de hombros Ellery—. Nunca se pierde.
—Un viejo refrán —rezongó Burke—. Hay que ver quién tiene más paciencia, la zorra o los sabuesos. ¿Nada nuevo?
—Nada. ¿Quieres unirte a mí en este ejercicio de la futilidad?
—No, gracias. No tengo bueno el estómago, Ellery. Más pronto o más tarde, saltaría sobre Armando. Además, está Roberta.
Estaba Roberta y Burke tenía algo mejor que hacer, que enfadarse en presencia de Ellery, y dejar que éste se hartara de él. Una noche, cuando Roberta llegaba a su cuchitril del Village, después de fatigarse como nunca en el escenario, el escocés se envalentonó hasta el punto de cogerle ambas manos, como uno de sus antepasados de las altas montañas, y tartamudeó:
—Roberta, Bertita… Bertie… no puedo más. Tú puedes decir lo que quieras de los perros policías, pero al menos ellos llevan una existencia menos monótona. Estoy a punto de enloquecer, Roberta. No puedo más… Y quiero…
—Quieres irte a tu tierra —finalizó Roberta, gimiendo.
—Definitivamente. Lo entiendes, ¿no?
—Oh, sí —asintió la joven, apenas sin voz. Era su mejor tono teatral, el que siempre había anhelado usar en la interpretación de Lady Macbeth—. Ciertamente, lo entiendo.
Burke resplandeció.
—Entonces, todo arreglado —y añadió ansiosamente—: ¿Verdad?
—¿Qué está arreglado?
—Bueno, pensé que…
—Oh, no te censuro, Harry, pero… —balbució Roberta, ante el horror del escocés.
—¡Bertie! ¿Qué te pasa?
—Na… nada.
—Te pasa algo. O no estarías sollozando así.
—¡No, lloro! ¿Por qué he de llorar? Claro que quieres volver a Inglaterra. Ahora estás en una tierra extraña. Aquí no hay tabernas, ni dardos, ni el cambio de guardia… Harry, por favor, tengo dolor de cabeza. Buenas noches.
—Pero… —las transparentes pupilas permitían ver su desconcierto—. Pero yo pensaba…
—Sí, tú siempre piensas. Eres demasiado cerebral, Harry —Roberta, de pronto, giró casi sobre sí misma en el sofá—. ¿Qué pensabas?
—Que tú llegarías a comprender que yo no quería…
—¿No querías… qué? A veces resultas exasperante, Harry. ¿No puedes hablar con claridad?
—Soy escocés, y ya sabes que los escoceses… Bueno, hablamos a veces por enigmas, pero nuestro lenguaje es universal. Lo que quería… lo que pensaba… era…
—¿Sí, Harry?
—¡Maldición! —gritó Burke, con el cuello purpúreo por el esfuerzo—. ¡Que vinieras a Inglaterra conmigo!
Roberta se incorporó, poniendo en orden su revuelto cabello.
—Sería estupendo, Harry. Pero en circunstancias diferentes. Bueno, no posees mucho talento para hacerle proposiciones a una chica; careces del savoir faire de Carlos Armando, y hasta de Ellery Queen, pero supongo que debo tomar tus palabras como un cumplido, considerando de quién proceden. En tu estilo, eres encantador. ¿Me estás proponiendo pagarme el billete hasta Inglaterra como una devolución de mis furtivos besos? Naturalmente, yo no puedo pagar el billete, aunque me gustaría ver Inglaterra. Siempre soñé con ir allí… Strafford-on-Avon y todo lo demás… Pero, querido, temo que es imposible. Te he dado una impresión errónea de mí. Sólo porque las circunstancias me obligaron a confesar mis relaciones momentáneas con Carlos Armando, no tienes derecho a pensar que soy una mujer fácil. Oh, sí, eres un sol, Harry, y te agradezco que me hayas procurado unas cuantas noches de amor. Bien; pero ahora me encuentro muy cansada y quisiera acostarme… sola. Buenas noches, Harry.
—¡No te vayas!
El escocés tronó:
—¿No lo entiendes? ¡Quiero casarme contigo!
—Oh, Harry… —gimió Roberta—. De haberlo sabido…
Pero no pudo añadir nada más. El resto fue ahogado entre los labios y los poderosos brazos de Burke.
—Bueno, viejo amigo —le dijo Harry Burke a Ellery al día siguiente, con expresión de gran júbilo—. Por fin le hice la gran pregunta.
—¿Qué tal se lo tomó Roberta? —gruño Ellery.
—¿Cómo?
—La pobre chica llevaba varias semanas esperando tu pregunta. Meses, tal vez. Todo el mundo, menos un tozudo escocés, se había dado cuenta. Te felicito.
Y Ellery estrechó calurosamente la mano de Burke.
Planearon casarse tan pronto como Roberta diese por finalizado su contrato teatral.
—Y rápidamente volaremos hacia Inglaterra —rió el escocés—. A decir verdad, empiezo a estar harto de tu maravilloso país.
—A veces —asintió Ellery pensativo—, quisiera que ganarais vosotros en Yorktown.
Y maldijo a Carlos Armando y a todos sus antepasados, y volvió a ocuparse de su novela.