Era un mensaje largo, tal como había pronosticado Ellery, escrito por economía en una caligrafía diminuta. Ocupaba los espacios existentes entre las líneas, menos en el final de la última página mecanografiada.
—Papá, léelo tú.
Ellery se instaló en su asiento.
El inspector Queen inició en voz alta:
«Escribo esto por razones que pronto se verán claramente. Por algún tiempo deseé alejarme de todo, y proyecté marcharme a mi casita de Newtown. El día de mi marcha le pedí a Carlos que me acompañase, pero se excusó diciendo que no se encontraba bien. Me demoré por ello, hasta que él afirmó hallarse mejor, y por esto no me fui hasta las últimas horas de la tarde. (En realidad, quise desistir del viaje, mas Carlos insistió en que lo hiciera).
»Al llegar a mi casita de campo hallé que no habían dado la luz eléctrica, a pesar de haberle ordenado a Jeanne varios días antes que llamara a la compañía eléctrica de Connecticut para que restableciesen el servicio (más adelante me enteré de que la joven lo había olvidado, lo cual no es propio de Jeanne). Me habría servido de velas, a no ser porque la casa estaba fría y húmeda, ya que la calefacción también es eléctrica. Antes que arriesgarme a coger un resfriado (¿por qué los cantantes, incluso retirados, tememos tanto a los resfriados?), decidí volver inmediatamente a la ciudad. Cogí el ascensor hasta el ático y estaba a punto de meter la llave en la cerradura cuando oí voces en el salón. La de Carlos y una mujer. La voz femenina era desconocida para mí. Esto fue una sorpresa desagradable. ¡En mi propia casa! Carlos carecía de todo sentimiento de pudor. Me puse furiosa, enferma, asqueada de todo.
»Bajé de nuevo y cogí el ascensor del servicio, entrando en mi apartamento por la cocina y la despensa, por lo que pude escuchar desde detrás de la puerta del comedor. Carlos y la mujer seguían hablando. La puerta es de resorte móvil, por lo que la empujé un poco y atisbé. No me siento muy orgullosa de esta acción, pero de buena gana hubiese estrangulado a Carlos por haberme mentido respecto a su dolor de cabeza, cuando deseaba entretener a una mujer en mi propia casa tan pronto como yo me marchara. Quise saber cuál era el aspecto de la compañera de Carlos. Era joven, baja y blanca, con el pelo rojizo y manos y pies diminutos (¡y yo soy como una mula… o mejor como una “vaca”!, como le decía mi esposo a esa joven: “Una vaca a la que se puede ordeñar”»).
Roberta West estaba anonadada, con la tez de color marfil.
—Era yo —susurró—. Debió ser la noche en que… ¡Y ella estaba escuchando detrás de la puerta! ¡Qué debió pensar de mí!
Harry Burke le cogió una mano para acariciársela.
El inspector Queen, después de mirar a Roberta, reanudó la lectura.
Carlos hablaba continuamente, y el meollo de su conversación era un proyecto para atentar contra mi vida. No es imaginación mía sino la pura verdad. Me temblaban las rodillas, y recuerdo haber pensado: “Esto es una broma, no puede ser en serio…”. Estuve a punto de salir para decirles que lo juzgaba una broma de muy mal gusto, aunque no lo hice. Algo me contuvo. Seguí escuchando, odiándome por ello pero viéndome incapaz de apartar el oído de la puerta.
Carlos le dijo a la muchacha que si él me mataba personalmente, sería el principal sospechoso. Por tanto, necesitaba una verdadera coartada. (Por entonces, ya no estaba tan segura de que fuese una broma). Entonces, le propuso a la joven que fuese ella la asesina, mientras él se procuraba una coartada, y que cuando heredase todo su dinero se casaría con ella y vivirían felices. No, no era ninguna broma. Carlos quería eliminarme.
No escuché más. Corrí a través de la cocina, dejándoles en el salón, bajé por el montacargas y anduve casi toda la noche a la ventura. Luego, cogí el coche y regresé a Newtown, donde conseguí que reanudasen el servicio eléctrico de mi casa, y estuve allí dos días, reflexionando. En realidad, no llegué a ninguna conclusión. Si acudía a la Policía, ¿qué ganaría con ello? Sería mi palabra contra la de Carlos, con la negativa de la joven para respaldarle; todo saldría en los periódicos y el escándalo sería inmenso. Además, lo máximo que podía esperar de la Policía sería cierta vigilancia, que no podía durar indefinidamente, aunque me creyesen.
Podía pedir el divorcio. Mas en realidad, me hallaba ya repuesta del golpe y casi de mis temores. Empezaba a querer luchar. Sabía lo que era Carlos, naturalmente, y sospechaba que se citaba con otras mujeres… ¡Pero llegar al asesinato! Jamás hubiese soñado que deseara mancharse las manos de sangre. Todo el asunto era irreal. Sólo podía pensar que tenía que jugarle una mala pasada que le doliese terriblemente. El divorcio no me servía para ello. Carlos tenía que creer que todo salía a medida de sus deseos.
Naturalmente, yo estaba jugando con mi vida. Quizás en lo más íntimo de mi corazón no creía en la realidad del proyecto. Además, yo he vivido ya los mejores años de mi existencia, y si ésta se acorta en algunos años… a nadie le importará. Yo he gozado de todo lo que pudo darme la vida, admiración, fama y aplausos.
Conservé los ojos bien abiertos y no tardé en advertir que mis sospechas a Carlos y la joven estaban bien fundadas. Carlos también había seducido a mi secretaria, Jeanne Temple, por lo cual no me extraña que estuviese tan nerviosa, pobre muchacha. No censuro a sus víctimas. Carlos posee algo que las mujeres no saben resistir. Claro está, no tenía que romper nuestro contrato preconyugal a causa de mis sospechas. Le engañé, por tanto, haciéndole creer que lo había roto. Pero conservarlo en pleno vigor me proporcionaba otra arma contra él, la más mortífera de todas.
También tengo otras… por ejemplo: este nuevo testamento en el que escribo entre líneas con tinta simpática. También he dejado una pista invisible en la página del primero de diciembre de mi Diario. Por si acaso muero asesinada. No sé qué espera Carlos, tal vez sólo la oportunidad… ¡pero le he dado muy pocas! Sin embargo, algo me dice que se acerca el momento por la forma cómo actúa. Si no me engaño respecto a sus intenciones, y estoy convencida de que no, obtendrá lo que se merece, y le heriré donde más le duele. Una de las cosas que he hecho es empezar a buscar a la única hija de mi pobre hermana, Lorette Spanier. A ella dejo la mayor parte de mi herencia. ¡Esto borrará todo encanto del rostro de mi marido! ¡Me gustaría estar presente cuando se entere del contenido de este testamento!
Para quien lea esto: si muero de muerte violenta, el culpable es mi marido. Aunque posea una coartada, es tan culpable como si me hubiese matado por su propia mano. La mujer sólo será su instrumento.
He tratado de averiguar cuál era la joven que estuvo en mi apartamento la noche que sorprendí los planes de Carlos, pero éste se muestra muy cauteloso. Sólo sé que no ha vuelto a verla, a menos que lo haga en condiciones muy especiales. No sé su nombre, aunque creo haberla visto en alguna parte. Ésta es su descripción: unos veintiocho años, de tez muy clara, cabello rojo, un metro setenta aproximadamente, bonita figura, ojos preciosos (no sé el color), habla con dicción teatral (puedo haberla visto en Broadway o en provincias), y viste a estilo Greenwich Village. Posee una marca de nacimiento en la mejilla derecha, en el pómulo, en forma de mariposa casi perfecta, por lo que ha de ser fácil de identificar. Esta joven es la cómplice de Carlos. Es la que, si muero asesinada, habrá cometido por él el crimen.
Firmado: Gloria Guild.
El inspector Queen levantó la cabeza. Estudió la señal de nacimiento de Roberta y parpadeó. Luego se encogió de hombros. Por fin, dejó el documento sobre la mesa del despacho y volvió a su silla.
—Una marca de nacimiento en forma de mariposa —murmuró Burke—. Por esto, le pareciste a Gloria tan familiar. ¿No la viste, junto con Armando, en la gira de aquel verano? Debió fijarse en la señal.
—Pero lo confundió todo —musitó Roberta con voz temblorosa—. Debió salir corriendo de su apartamento aquella noche de mayo antes de que yo le reprochase a Carlos sus palabras y se marchase. De haberse quedado un poco más, habría oído lo que dije, o sea que no quería tomar parte en su sucio juego. Entonces, Gloria no habría escrito esto. Al menos, sobre mí.
Burke le apretó la mano.
—Claro que no, Roberta.
—Y no pudo hallar mi rastro porque no volví a ver a Carlos hasta la noche del crimen, cuando vino a mi apartamento en busca de su coartada —la mariposa de su mejilla se había coloreado por la excitación—. Dios mío, ¿cómo pude mezclarme en esto?
Burke miraba a Ellery, como aguardando unas palabras de prudencia, o al menos de consuelo. Pero Ellery estaba repantigado en su butaca, apretando los puños y sin mostrar expresión alguna.
Nadie habló en unos segundos.
—Bien —gruñó por fin el inspector Queen—, seguimos donde estábamos. Más atrás todavía. La pista que teníamos ya no sirve de nada. No nos ha acercado ni un centímetro a la mujer que realizó la faena por Carlos.
—Pero esto es una prueba contra él, inspector —le recordó Wasser—. No sólo tenemos el testimonio de la señorita Roberta West, sino la documentada corroboración de la difunta respecto a lo que Armando le propuso a aquélla.
El inspector Queen meneó tristemente la cabeza.
—Para acusar a Armando, señor Wasser, necesitamos a la mujer. Y observo —añadió mirando a su hijo— que tú no dices nada.
—¿Qué puedo decir? —se encogió Ellery de hombros—. Tú ya lo has dicho todo, papá. Tenemos que volver a empezar desde el principio.