Capítulo 34

Lo que le ocurrió a Lorette era una vieja historia para Ellery, que había nacido en Norteamérica y conocía bien el paño; para el forastero Harry Burke, los anglicismos, como el caso Prófumo, eran incomprensibles. La heroína absuelta por el tribunal, siguiendo otros precedentes de la cultura americana, se convirtió en una celebridad de la noche a la mañana, con todo cuanto tal situación trae consigo, incluyendo un contrato.

—Tu sorpresa se debe sólo a la ignorancia —espetóle Ellery a Harry Burke—. Aquí se premia el homicidio como en una competición nacional. Recompensamos a nuestros asesinos. Los fotografiamos, los entrevistamos, les pedimos autógrafos, promovemos suscripciones para su defensa, luchamos por obtener una imagen de sus rostros, y rompemos en llanto cuando los absuelven. Algunos se casan con ellos. Creo que Truman Capote se ha dedicado durante algunos años —años ¿entiendes?— a averiguar todos los detalles de una matanza, sólo para publicar un libro. Y ha vendido millones de ejemplares.

—¡Pero firmarle a Lorette un contrato para Broadway! —protestó el escocés.

—Claro está. Lo que ocurre es que tú no estás en el ajo, Harry. En Estados Unidos, los derechos constitucionales significan algo. ¿Por qué un miembro del sexo femenino ha de quedar discriminado porque mi padre y el fiscal piensen que asesinó a su tía? Aunque yo entiendo que el caso de Lorette no se aviene con el ideal democrático, reconozco que esa joven tiene talento, o al menos eso se supone.

—También lo tiene Roberta —replicó Burke tristemente—. En cambio, no veo que nadie le ofrezca un contrato.

—Haz que Roberta cometa un crimen.

Habían bombardeado a Lorette con tantas ofertas —apariciones en TV, actuaciones en salas de fiesta, incluso un contrato cinematográfico—, que, a sugerencia táctica del tío Carlos, pidió consejo a Selma Pilter. La vieja veterana de la representación de artistas, cuyo afecto hacia la joven databa del día en que se conocieran en el despacho de William Maloney Wasser, entró en liza. Y así fue como Lorette consiguió el contrato para actuar en Broadway.

—Pero, Selma… Broadway… —se asustó Lorette.

—Querida —objetó Selma Pilter—, si deseas seriamente dedicarte a cantar, ésta es la forma más rápida de llegar al estrellato. De lo contrario tendrás que arrastrarte muchos años por las salas de fiestas. Si quieres ser estrella has de tener un auditorio de estrella. Y aunque la televisión sea un buen salto a la fama, no es perfecto. Fíjate en Barbra Streisand, que no fue nadie hasta llegar a Broadway. Gloria Guild cobró celebridad gracias a la radio, pero aquella época era diferente. Tú has conseguido buena propaganda y ahora necesitas el vehículo. E inmediatamente, mientras se acuerden de ti. Por esto te aconsejé rechazar el contrato de Hollywood… donde cuesta mucho llegar a la cumbre. Naturalmente, si no tuvieras una verdadera calidad de estrella sería distinto. Mas con tu voz, y con lo que te ocurrió, todo irá bien.

—¿Lo cree de veras?

—Ya soy demasiado vieja para perder el tiempo en mediocridades. Lo mismo, podría añadir, que Orrin Steyne. Si Steyne te quiere para una producción musical, es porque piensa que triunfarás. No se arriesgaría a perder medio millón de dólares, reunidos entre sus accionistas, y aún menos su reputación, sólo por una cara bonita y unos metros de recortes de prensa.

—¿Haré la protagonista?

La vieja sonrió.

—Ya hablas como una estrella. Querida, se trata de una comedia musical. Llena de jóvenes talentos. Orrin es un maestro en descubrir estrellas del mañana. A ti te ofrece un solo… o sea, un piano y un foco. Ya no puede demostrar en ti más confianza. Yo te aconsejo que aceptes.

Lorette aceptó y comenzó así su carrera. Entre Selma Pilter y el agente de prensa de Steyne, para no mencionar los consejos de Kip Kipley, la joven recibió todo el tratamiento adecuado. Muy gustosa, Marta Bellina, que había regresado de su gira, le dio a Lorette unas lecciones de canto referentes a la respiración y la dicción.

—Es lo menos que puedo hacer por la sobrina de Gloria —afirmó la cantante de ópera—. Y tu voz me recuerda la suya.

Ellery, siempre preocupado por el enigma de aquella palabra de cuatro letras, perdía demasiado tiempo para estar satisfecho. En una ocasión, se dirigió al teatro Romano, de la calle Cuarenta y Siete oeste, donde ensayaba la compañía de Steyne, y con ayuda del portero y un tramoyista amigos, se instaló en un asiento de las últimas filas de platea.

Era verdad. El parecido era casi absoluto.

La joven era una verdadera virtuosa de la voz, la misma voz, habría jurado Ellery, que surgía de los antiguos discos de Gloria Guild.

Lorette estaba sentada en el desnudo escenario, con traje de calle, sin maquillaje, claramente inquieta, echando de vez en cuando una ojeada a la música de las partituras. De su garganta surgían las mismas notas que habían encantado a los millones de fanáticos de su tía. Como la voz íntima de Gloria, ésta parecía atraer al público, cantando para cada oyente, no para el conjunto de los espectadores; era el deleite oculto de cada hombre, que podía llevársela a su casa y soñar con ella. Billy Gaudens a quien Steyne había elegido para que escribiese la música de la nueva producción, había compuesto unos números a la medida de Lorette, de acuerdo con su estilo y su voz, hasta llegar a parecer todo un todo homogéneo. Gaudens había prescindido sabiamente de todo ritmo pop y beat y de los sonidos folklóricos, apoyándose en las baladas de la época de Gloria Guild.

Más adelante, Ellery se enteró de que el resto de la música del espectáculo pertenecía al ritmo más moderno. Orrin Steyne le ofrecía a Lorette una interpretación especial, única. Y sabía lo que hacía.

La joven, a juicio de Ellery, causaría sensación. Y en aquel momento precisamente le asaltó la idea luminosa.

Algo más sensacional que la muchacha.

Permaneció unos instantes inmóvil, tratando de asir y captar todos los detalles.

No había ninguna duda.

Era esto lo que había pretendido Gloria.

Abandonó su asiento y fue en busca de un teléfono.