Capítulo 33

—Entonces… la cosa va en serio —opinó Ellery unos días más tarde.

Burke arqueó las cejas desde el otro lado de la mesa del almuerzo.

—Tú y Roberta West —añadió Ellery.

—Siempre pareces estar acusando. ¿Cuál es tu línea de razonamiento esta vez?

—Tu última excusa para no regresar a Inglaterra fue que te sentías responsable de Lorette Spanier. Lorette ya ha salido del bosque y tú te quedas. Si no es Lorette, tiene que ser la pequeña Roberta. ¿Lo sabe ya? ¿Cuánto tiempo tardáis los escoceses en decidiros?

—Somos un clan —reconoció Burke, con las mejillas encendidas—. Una raza generalmente monógama. Y los asuntos amorosos son lentos. Sí, amigo, es serio.

—¿Lo sabe Roberta?

—Creo que sí.

—¡Crees! Entonces ¿de qué habláis?

—De muchas cosas que no te incumben —Burke parecía ansioso de cambiar de tema—. ¿Hay alguna novedad en lo referente al caso?

—Nada.

—Entonces ¿has abandonado el buque?

—Nada de eso. La cara sigue atormentándome por las noches. A propósito, ¿qué es lo que oí respecto a Lorette y Carlos Armando?

Las columnas de chismorreos estaban llenos de insinuaciones, y Ellery no había visto a Lorette desde la noche de la fiesta.

—Es increíble —contestó coléricamente Burke—. Ese tipo tiene el valor de los cobardes, o yo ya no entiendo nada. Las mujeres me dejan absorto. Cualquiera pensaría que Lorette es capaz de adivinar sus intenciones… ¡En realidad, es una chica práctica! Pues por lo visto, ha caído en la red tendida por ese rufián, lo mismo que las otras.

—Debiste suponerlo —suspiró Ellery—. Bien, lo lamento. La chica de Armando habla por sí misma.

—Para ti y para mí y para el resto de la humanidad —gruñó el escocés—. Para las mujeres, eso es un idioma extranjero.

—¿No hay forma de desengañarla?

—Roberta lo intenta. Te aseguro —Burke empezó a golpear la cazoleta de la pipa— que este asunto se está interponiendo entre las chicas. Yo he tratado de convencer a Roberta para que se mantenga al margen pero odia demasiado a Armando. Le detesta y no consiente que Lorette corra a su perdición.

Ellery volvió a escuchar aproximadamente las mismas palabras en boca de Burke a la semana siguiente. La pelea entre Lorette y Roberta sobre Armando había llegado a su punto álgido.

—Mira, querida —le espetó Roberta—, sé que no es asunto mío, pero no puedo consentir verte atrapada por ese canalla…

—Roberta —gritó Lorette, chispeándole los ojos—, prefiero no hablar nunca más contigo de Carlos.

—¡Pero alguien tiene que poner en tu cabezota un poco de sentido común! Permitir que te envíe flores, salir con él, que esté a tu alrededor a todas horas… ¿no comprendes qué es lo que busca?

—¡Roberta!

—No, si voy a decírtelo. Lorette, eres una necia. Careces de experiencia sobre los hombres, y Carlos ha tenido las mujeres a docenas. Ni siquiera tiene que mostrarse demasiado listo contigo. ¿No ves que sólo quiere el dinero que no consiguió después de casarse con Gloria?

La furia de Lorette se inflamó como un bidón de gasolina al contacto de una cerilla encendida. No obstante, hizo un esfuerzo, dio media vuelta y se retorció ferozmente las manos.

—¿No puedes dejar de ocuparte de mí?

—No es eso, querida. Sólo trato de abrirte los ojos para que te des cuenta del peligro que te acecha. Carlos es un canalla, un vividor… y un asesino.

—¡Carlos no asesinó a nadie!

—Él lo planeó todo, Lorette. Es más culpable que la verdadera asesina. Sea ésta quien sea.

—¡No lo creo!

—¿Crees que miento?

—¡Tal vez!

—¿Para qué? ¡Te he repetido una y mil veces que Carlos trató de hacer que secundara sus propósitos…!

Lorette, entonces, se encaró con su amiga, con la nariz de color perlino.

—Roberta, he cambiado de idea respecto a ti. No creía que fueses de este modo, pero ahora lo veo claro. Me envidias. Te reconcome la envidia.

—¿Yo? ¿Envidiarte yo?

—Envidias el dinero que me dejó mi tía. ¡Y el interés que Carlos siente por mí!

—Creo que estás loca, chica. Me alegro mucho de tu buena suerte. Y en cuanto a las atenciones de Carlos, antes preferiría verme galanteada por un tiburón; sería mucho más seguro. Y también para ti.

—Admitiste que estabas enamorada de él…

—Sí, antes de descubrir quién era. Además, ese horrible capítulo de mi vida se ha terminado, gracias a Dios. Para que lo sepas, Lorette, estoy enamorada de Harry Burke, y estoy segura de que Harry me adora, por lo que ese monstruo de Carlos no me importa nada en absoluto.

—Ya está bien, Roberta —la interrumpió Lorette, temblorosa—. Si no puedes dejar de insultar a Carlos…

Calló.

—Ibas a decir que puedo marcharme, ¿verdad? —preguntó Roberta quedamente.

—Dije si no puedes dejar de hablar mal de él…

—Sé lo que has dicho, Lorette. Me marcharé de aquí tan pronto como encuentre sitio. A menos, que prefieras que me mude hoy.

Las dos jóvenes se contemplaron mutuamente. Por fin, Lorette exclamó con su mejor acento británico:

—No es necesario que sea hoy mismo. Pero, en estas circunstancias, creo que es mejor que rompamos el acuerdo lo antes posible.

—Mañana estaré fuera de aquí.

Y así fue. Roberta se marchó a una pensión, y Harry Burke la ayudó a buscar un apartamento. Era un piso bastante oscuro de la avenida York, en un edificio viejo y destartalado, con una reja en la ventana que daba a la calle y un cuarto de baño con el lavabo descascarillado, y un agujero por el que se filtraba el agua. En la esquina había un bar lleno de individuos a todas horas.

—Es un agujero moliente, Roberta —refunfuñó Burke—. No sé por qué lo has alquilado. Si atendieras a razones…

—¿Aceptar dinero tuyo?

—Bueno, ¿qué mal hay en ello?

—Todo, querido, aunque agradezco mucho tu ofrecimiento.

Burke estaba furioso.

—Además, no está tan mal —continuó Roberta—, y al menos está amueblado. Aparte de que no puedo hallar nada mejor. Y es preferible vivir aquí que en el ático de Lorette, viendo como aquel bribón la está engatusando.

—¡Pero es un barrio tan miserable!

—La casa de Lorette aún es peor.

Roberta se mudó con sus escasas pertenencias y Harry se convirtió en su guardaespaldas privado. Tal vez creyera que su deber era mayor de lo que era en realidad, ya que había muchas otras personas viviendo en aquel edificio, que no podían pagar alquileres más altos, y parecían sobrevivir a los peligros del barrio, pero una noche Burke sorprendió a un jovenzuelo melenudo, con chaqueta negra y pantalones estrechos, agazapado junto a la ventana de Roberta, atisbando, por entre la reja y una abertura de la cortina, cómo se desnudaba la joven. El escocés no llamó a la policía. Le quitó al joven la navaja, le propinó dos puntapiés en el trasero y le advirtió, cuando huía, que aquel edificio significaba la frontera para todos los melenudos, los rufianes, los homosexuales, los pervertidos en cualquier sentido, y todos los granujas. Después, Burke se sintió mejor. Incluso puso un cerrojo nuevo en la puerta, a sus expensas, diciéndole a Roberta:

—Esto debería acabar con el mito de que los escoceses son unos tacaños.

Roberta le besó calurosamente, con lo que el escocés creyó haber comprado el cielo por sus tres dólares y seis centavos (el precio de la cerradura), lo cual, incluso en Escocia, se habría considerado una verdadera ganga.