Capítulo 30

Por tratarse de un hombre que parecía muy confiado en poder provocar ciertas dudas en la causa abierta contra su cliente Uri Frankell se cogió afanosamente a la paja que le tendía el inesperado testigo de la defensa.

—Prefiero naturalmente un testimonio positivo que otro negativo en una vista con jurado —afirmó el abogado.

—¿Por qué no intenta que el fiscal retire la acusación? —preguntóle Ellery—. Entonces no existirá jurado.

—Herman no lo haría —gruñó Frankell—. Y menos con la clase de testigo que tenemos. En realidad esto es lo que más me inquieta. Se trata de un testigo completamente fuera de lugar.

—Entonces ¿cree prudente ceñirnos sólo a ese testigo?

—Es el mejor que tenemos.

—Tal vez sería mejor que confiara usted en Lorette. ¿Ha cambiado de idea respecto a ponerla en el banco de los testigos?

—Veremos. Todo depende de lo que ocurra con Mugger —dijo Frankell cautelosamente—. ¿Está seguro de que no se ha comprado su testimonio? ¿Ninguna promesa o pago en directo… nada en absoluto?

—Estoy seguro.

—Entonces ¿por qué se muestra tan propicio a colaborar? No termino de entenderlo.

—En el primer interrogatorio se le sugirió, con mucho tacto, que si no colaboraba podía dar con sus huesos en la cárcel. Está bajo palabra.

—¿Fue una amenaza de la Policía? ¿No le fue formulada por ninguno de los que están de nuestra parte?

—En absoluto.

Frankell pareció complacido.

El fiscal realizó su usual labor sin la normal joie d’oeuvrer[12], observó Ellery. Lo cual no era normal en Herman. Con excepción de los oficiales de Policía, como el inspector Queen y el sargento Velie, los que declararon respecto a las circunstancias, a favor del fiscal, o eran hostiles al caso o, al menos, simpatizaban con la acusada. Carlos Armando, Harry Burke, Roberta West, el mismo Ellery tuvieron que declarar bajo citación. Y se mostraron mucho más circunspectos en el interrogatorio directo que en el contrainterrogatorio.

Sin embargo, cuando el Pueblo descansó, el fiscal ya había edificado un caso concreto contra Lorette Spanier. La joven era la última que había estado a solas con Gloria Guiad, por cuanto se sabía, antes de la muerte de la cantante. Su declaración respecto a la hora que dejó el edificio, a su recorrido por Central Park, y a su llegada a su propio apartamento no tenía la menor base en que apoyarse. El Colt 38 que había arrebatado la vida de Gloria Guild fue hallado en el armario y dentro de una sombrerera de la acusada. Ésta era la principal heredera de la víctima, convirtiéndose con ello en una joven muy acaudalada. Estuvo abandonada, según palabras de la acusación, por su tía desde la infancia, con lo cual quedó implícito que el motivo era el robo o la venganza, o ambas cosas a la vez.

El jurado pareció impresionado. Sus múltiples miradas evitaban cuidadosamente la vista de la rubia acusada, sentada a la mesa de la defensa.

Frankell abrió y cerró el caso con Mugger. Era un Mugger muy distinto del vagabundo que conocían los amigos de Lorette. Le habían lavado y planchado el traje; llevaba una camisa blanca, inmaculada, corbata negra, y un par de lustrosos zapatos; estaba recién afeitado y se hallaba completamente sereno. Parecía un honrado obrero ataviado para ir a la iglesia.

—Seguro que Herman afirmará que le hemos vestido así nosotros —le murmuró Frankell a Ellery—. Pero necesitará emplear mucha retórica para que el jurado se olvide de su aspecto actual. Personalmente, creo que tenemos a Herman atrapado. Y él lo sabe. Fíjese en su nariz.

Las aletas de la nariz del fiscal se movían convulsivamente, como buscando malos olores que, pese a toda su experiencia, no conseguía detectar.

Resultó que el verdadero nombre de Mugger era Curtis Perry Hathaway. Frankell no vaciló, sin embargo, en hacerle declarar que a veces también se le conocía como «Mugger».

—¿Por qué se lo ha preguntado? —quiso saber Ellery, después del juicio.

—Porque —replicó el abogado— Herman se lo habría preguntado, de no hacerlo yo. De este modo, logré quitarle aspereza al asunto del apodo. O al hedor… como guste.[13]

—¿Por qué le aplican ese apodo, señor Hathaway?

—De niño me rompí la nariz jugando al béisbol —repuso Mugger de buen humor—. Y esto me dejó esa cara que más parece una mueca o el rostro de un payaso… y yo siempre ponía caras raras porque estaba avergonzado. Y entonces, todos empezaron a llamarme Mugger.

—¡Oh, por todos los santos! —murmuró Harry Burke.

—Bien, señor Hathaway —prosiguió Uri Frankell—, se halla usted bajo juramento, como testigo de la defensa, un testigo primordial, el más importante de todos, y la defensa desea estar completamente segura de que el Tribunal y el jurado comprenden perfectamente por qué está usted aquí y quién es usted, para que nadie pueda intervenir afirmando que la defensa y usted tratan de ocultar algo…

—¡Se refiere a mí! —chilló el fiscal—. ¡Protesto a esas palabras!

—Señor Frankell, ¿tiene más preguntas por formular?

—Muchas, Señoría.

—Entonces, adelante, por favor.

—Señor Hathaway, usted acaba de contarnos a qué se debe su apodo. ¿Existe otro motivo?

—¿Para qué?

—Para que le llamen Mugger.

—No, señor.

—Señor Hathaway… —empezó Frankell.

—¡La defensa está orientando al testigo! —clamó el fiscal.

—No entiendo que pronunciar el nombre del testigo sea orientarlo —se extrañó el juez—. Siga, señor Frankell. Pero no oriente.

—Señor Hathaway, ¿tiene usted ficha policíaca?

Mugger pareció apabullado.

—¿Qué pregunta es ésa, por Dios?

—No importa su clase. Conteste.

—Me han atrapado algunas veces. Como a casi todo el mundo.

—¿Por qué cargo?

—Por robo. Pero oigan, yo nunca robé en mi vida. El que roba, hiere. Y yo jamás le hice mal a nadie. Jamás. Sin embargo, cuando la Policía te cuelga un sambenito…

—El testigo se limitará a contestar a las preguntas —le reprochó Su Señoría—. Señor Frankell, no deseo que su testigo haga discursos.

—Conteste a mis preguntas escuetamente, señor Hathaway…

Quedó patente que el testigo ignoraba lo que significaba «escuetamente».

—Pero es que me colgaron este sambenito y…

—Por esto también suelen llamarle Mugger, ¿verdad?[14] Porque la Policía le atrapó en algunos casos de hurto…

—Ya se lo dije. Me colgaron el sambenito…

—Está bien, señor Hathaway, nos hacemos cargo. Mas el principal motivo de que le llamen Mugger se remonta a su niñez, cuando se rompió la nariz jugando al béisbol, y usted empezó a hacer muecas y poner caras raras.

—Sí, señor.

—Tenía la impresión de que el testigo declaraba en favor de la acusada —intervino el juez—, y no para sí mismo. ¿Quiere, por favor, señor Frankell, seguir adelante?

—Sí, Señoría, pero no deseo ocultar ante el Tribunal y el jurado lo que mi testigo…

—¡Sin discursos, señor defensor!

—Sí, Señoría. Bien, señor Hathaway, ¿conocía usted a un hombre llamado John Tumelty?

—¿A quién?

—Llamado también Spotty.

—Oh, Spotty, seguro. Era mi camarada. Verdaderos amigos.

—¿Dónde está ahora Spotty?

—En la nevera.

—¿Se refiere al depósito de cadáveres?

—Exactamente. Alguien lo dejó frío anoche. Alguien le clavó un cuchillo en la espalda, mientras dormía.

Mugger parecía indignado. Parecía como si le hubiera gustado mucho más que su amigo hubiese muerto estando alerta, y de cara al autor del final de sus días.

—¿Ésta es la razón por la que Spotty no se halla hoy aquí para declarar en favor de la señorita Spanier?

—¡Protesto! —saltó el fiscal, agitando su regordeta mano.

—Se admite la protesta —dijo Su Señoría severamente—. Ya sabe usted, señor Frankell, el reglamento. La pregunta no es pertinente y el jurado no la tendrá en cuenta —Mugger abrió la boca—. Testigo, no conteste —Mugger cerró la boca—. Adelante, señor abogado.

—Antes de llegar al meollo de su testimonio, señor Hathaway —continuó Frankell—. Deseo dejar algo bien claro en beneficio de las damas y los caballeros del jurado. Voy a preguntarle, y recuerde que se halla bajo juramento, si le han ofrecido dinero u otra consideración material para que usted declare en este caso.

—Ni un centavo —repuso Mugger, con amargura.

—¿Está seguro?

—Completamente.

—¿Ni la acusada?

—¿Quién?

—La señorita a la que están procesando.

—No, señor.

—¿Ni yo?

—¿Usted? No, señor.

—¿Ni ninguno de los amigos de la señorita Spanier?

—No.

—¿Ni…?

—¿Cuántas veces tiene que contestar la misma pregunta? —objetó el fiscal.

—¿… por nadie relacionado con la defensa?

—Repito que nadie.

—Entonces ¿por qué ha venido a declarar, señor Hathaway?

—Por la poli.

—¿La poli?

—Los guripas me dijeron que si no contestaba a las preguntas de la defensa se lo dirían a mi oficial de palabra.

—Oh, entiendo. Fue la Policía quien le dijo esto cuando le interrogaron. ¿Cuándo ocurrió esto?

—La noche en que hallaron a mi camarada acuchillado.

—De modo que usted presta declaración por presiones de la Policía en este caso… y claro está, se halla completamente dispuesto a decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.

—¡Protesto! —tronó el fiscal—. ¡Interferencia prohibida! La próxima vez se nos dirá que la Policía le aplicó el tercer grado en el interrogatorio.

—Siéntese, por favor, señor fiscal —suspiró Su Señoría—. Señor Frankell, conduzca sus preguntas debidamente. Estoy harto de decírselo. El testigo no ha aducido ningún testimonio respecto a una presión de la Policía.

—Lo siento, Señoría —se disculpó Uri Frankell con tono apesarado—. Lo cierto es que la presencia aquí de este testigo es el resultado de la presión de la Policía, no de ningún ofrecimiento de recompensa por parte de la defensa…

—¡No emplee la palabra «presión», señor abogado! Bien, adelante, continúe.

—Sí, Señoría. Señor Hathaway, deseo que retroceda usted a la noche del miércoles, treinta de diciembre pasado, y nos cuente ciertos hechos.

En la sala hubo inmediatamente un murmullo de expectación. Era como si todos los presentes —el jurado, los espectadores y la prensa— se dijesen: «¡Ya llegó!», sin saber de qué se trataba, pero anticipando, por la expresión de Frankell, que se le iba a propinar un golpe eficaz a la acusación. Incluso los diversos sucesos ocurridos la noche del treinta de diciembre pasado, miércoles por la noche, se contaba el que condujo a Gloria Guild a la eternidad.

—¿Se acuerda de aquella noche, señor Hathaway?

—Sí —afirmó Mugger, con el mismo fervor que ante un altar.

—Ya ha transcurrido algún tiempo. ¿Por qué, entonces, la recuerda tan claramente?

—Porque me pasó una cosa estupenda —Mugger se relamió ante el recuerdo—. Nunca me había sucedido nada parecido. ¡Caray, qué noche!

—¿Qué pasó aquella noche memorable, señor Hathaway?

El señor Hathaway vaciló, y sus labios se movieron silenciosamente recordando aquella noche gloriosa.

—Vamos, vamos, señor Hathaway, estamos esperando —le apremió Frankell con tono indulgente.

Su mirada parecía decir: «¡Deja de aparentar que estás ensayando tu testimonio, idiota!».

—Oh, sí… —asintió Mugger—. Bueno, ahí va. La noche era fría, y yo no iba muy bien abrigado. Me acerqué a un tipo y le pedí una limosna. «Seguro, amigo», me contestó él. Y sacó su cartera, rebuscó dentro y finalmente me entregó un billete. Lo miré y por poco me caigo muerto. ¡Era de cincuenta! ¡Cincuenta pavos! Mientras aún me preguntaba si soñaba, el tipo me dijo: «Es la estación de la felicidad, amigo mío. Aunque no hay que olvidar que la dicha siempre llega tarde. Toma, aquí tienes esto también». Y se quitó el reloj de pulsera y me lo dio. «Todos los hombres —continuó— deben acechar el fin del Padre Tiempo…», o una frase por el estilo. Entonces, se alejó tambaleándose antes de que yo pudiera darle las gracias.

—¿Tambaleándose? ¿Significa que estaba borracho? —preguntó Frankell rápidamente, mirando al jurado.

—No estaba ebrio —repuso Mugger—. Se hallaba en el séptimo cielo. Con la mayor cogorza que he visto en mi vida.

A Ellery no le había sorprendido que Mugger añadiese: «Y que Dios le bendiga».

—¿Dónde tuvo lugar este encuentro?

—En la calle Cuarenta y Tres, por la Octava avenida.

Frankell volvió la vista hacia el jurado. Ellery empezó a admirar su astucia. El abogado sabía que ningún hombre o mujer de la sala se creía el cuento de Mugger respecto a cómo había entrado en posesión de aquel dinero y lo demás. Todo el mundo pensaba una cosa muy diferente. Y acusaban al maleante in mente de haber asaltado al pobre transeúnte. La técnica de la defensa exigía un ataque frontal sobre la falta de credulidad de la historia.

—Bien, pongamos esto bien claro. Usted dice que abordó a un borracho en el distrito de Times Square y le pidió limosna…

—Una ayuda —rezongó Mugger.

—De acuerdo, una limosna… —la sala estalló en una carcajada que alivió la tensión—. Entonces, el borrachín le entregó a usted voluntariamente un billete de cincuenta dólares y su reloj de pulsera.

—No espero que me crea nadie —estableció Mugger con sencillez—. Incluso a mí me resulta difícil creerlo. Pero esto es lo que ocurrió, por todos los santos. Jamás le puse un dedo encima.

—Y esto ocurrió la noche anterior a la víspera de Año Nuevo, ¿eh? —preguntó Frankell—. Sí. Aquel tipo debió empezar ya a celebrar la fiesta con la botella.

El jurado estaba asombrado. En el tono de Mugger había un acento de extrañeza, de maravilla ante su increíble suerte, que sólo podía compararse a los sentimientos de la Cenicienta bajo el contacto de la varita mágica del Hada Madrina. Frankell se mostró satisfecho.

—De acuerdo —prosiguió—. ¿Qué sucedió?

—No sucedió nada. Bueno, yo necesitaba contarle a alguien mi buena fortuna… y busqué a Spotty. No podía esperar… Entonces, me dirigí hacia Central Park…

—¿Por qué a Central Park?

—Porque era el campo de operaciones de Spotty. Me imaginé que estaría trabajando en su antiguo territorio, de modo que fui allí y, naturalmente, le encontré.

—Vayamos despacio, señor Hathaway. Usted no podía esperar hasta el día siguiente para contarle lo ocurrido a su camarada John Tumelty, o Spotty como le llamaban, por lo que fue al sitio donde él solía operar, Central Park, y lo encontró. ¿Habló con él en seguida?

—Qué va. Cuando yo iba por uno de los senderos del parque le vi parando a una joven. Entonces, aguardé detrás de un arbusto hasta que hubo terminado.

—O sea que su camarada Spotty estaba pidiéndole limosna a una señorita. ¿Se halla dicha joven aquí, en esta sala, señor Hathaway?

—Efectivamente.

—¿De veras? ¿Le molestaría indicárnosla?

El índice, muy limpio, de Mugger señaló a Lorette Spanier.

—Deseo que quede registrado debidamente —saltó rápidamente Frankell— que el testigo ha señalado a la señorita Lorette Spanier, la acusada —se mostraba muy confiado—. Bien, ahora deseo que ponga mucha atención, señor Hathaway, y que se asegure de que su respuesta sea la exacta verdad. Mientras se hallaba usted oculto detrás del arbusto, o sea en tanto Spotty hablaba con la señorita Spanier en Central Park, ¿consultó usted alguna vez el reloj que aquel borracho le había regalado?

—Por supuesto.

—¿Por qué miró el reloj?

—¿Por qué lo miré? Bueno, no dejé de mirarlo ni un momento desde que lo tenía. Hacía mucho, muchísimo tiempo que no tenía reloj, y apenas creía que no fuera un sueño.

—O sea que cuando usted miró el reloj, mientras Spotty hablaba con la señorita Spanier, lo hizo simplemente a causa de la novedad. La novedad de poseer un reloj bueno al cabo de tantos años…

—Es tal como usted dice —afirmó Mugger—, sí, exactamente por esto: por la novedad.

—A propósito, ¿sabe si el reloj marcaba la hora exacta?

—¿Cómo?

—Si indicaba la hora con toda exactitud. Si marchaba bien.

—¡Madre mía! Lo comparé con todos los relojes de las calles y de las tiendas, por lo menos una docena de veces durante mi camino. ¿De qué sirve tener un reloj que no marca la hora exacta?

—De nada, señor Hathaway; estoy totalmente convencido. Por tanto, su reloj señalaba la hora exacta de acuerdo con una docena de relojes que usted consultó durante su camino hacia el parque —observó Frankell casualmente—. ¿Y qué hora señalaba su reloj cuando vio en el parque a la señorita Spanier hablando con Spotty, cuando le pedía una limosna?

—Las doce menos veinte, exactamente —respondió Mugger rápidamente.

—Las doce menos veinte, exactamente —repitió Frankell—. ¿Está completamente seguro, señor Hathaway?

—Claro que estoy seguro… ¿No acabo de decirlo? Las doce menos veinte.

—O sea, que faltaban veinte minutos para la medianoche.

—Es lo que acabo de decir.

—¿Y era la noche del miércoles, treinta de diciembre, la noche anterior a la víspera del año que acababa de empezar… la noche que mataron a Gloria Guild, no es así?

—Sí, señor.

—¿En Central Park?

—En Central Park.

Frankell dio media vuelta y se dirigió a la mesa de la defensa. La expresión del fiscal pareció despertar su simpatía. El abogado defensor sonrió tristemente hacia aquél, como diciendo: «Lo siento, colega, mais c’est la guerre, n’est-ce pas?».

De repente, se volvió de nuevo hacia Mugger.

—Oh, algo más. ¿Le dio la señorita Spanier (la joven sentada allí) algo a Spotty para que la dejara en paz?

—Sí. Cuando ella se alejó yo salí de entre los arbustos y me acerqué a Spotty. Y mi camarada me enseñó el cuarto de dólar que ella acababa de entregarle, como si fuese una bonanza —Mugger meneó tristemente la cabeza—. ¡Pobre viejo Spotty! Estaba contento por haber conseguido un mezquino cuarto de dólar, y yo tenía un billete de cincuenta pavos en mis téjanos. Casi me faltó valor para mostrárselo.

—¿Observó en qué dirección se alejó la señorita Spanier cuando se separó de Spotty?

—Hacia el oeste. Esto ocurrió en el paseo central que cruza la ciudad, por lo que la joven se dirigió hacia la salida que conduce al West Side.

—Gracias, señor Hathaway —concluyó Frankell—. Su testigo —añadió, dirigiéndose al fiscal.

El aludido se levantó como si sufriera un fuerte dolor de estómago.