El interrogatorio del inspector Queen duró hasta las tres de la madrugada. Burke y Ellery fueron dos veces a la cafetería del servicio nocturno en busca de café; el frío del vetusto hotel se filtraba hasta los huesos.
—Sabía algo —murmuró Burke—, algo, de veras. Y ese condenado Frankell no supo manejarlo.
—¿No viste a ningún conocido entrar en el hotel, Harry? —inquirió Ellery.
—Estaba sólo concentrado en Spotty, maldita sea.
—Mal asunto.
—No hurgues más en mi herida. No hago más que decirme que el asesino pudo entrar y salir por la parte de atrás. Como sabes, hay una puerta que da a un callejón, con una escalera de incendios.
Ellery asintió y procedió a beber su café, que sabía fatal, pero estaba caliente. No dijo nada más. Burke parecía tomarse el asesinato del mendigo como una ofensa personal, mas ya no tenía remedio.
—Aquí no conseguiremos nada —decidió el inspector cuando hubo terminado arriba—. Es un cuchillo normal y corriente, y no tiene ninguna huella. Y si esos tipos saben algo, no hablarán.
—Entonces, ¿por qué quedarnos aquí? —se quejó Ellery, amargamente—. Hay otros lugares mucho mejores que éste. Por ejemplo, mi cama.
—Un momento —dijo su padre—. Mientras tú y Burke estabais fuera, interrogué a un tipo que afirma que Spotty tenía un amigo, un tal Mugger. Ambos parecen haber sido tan amigos como suelen serlo dos ladrones… o al menos eso parece. Según Velie, no en balde le pusieron ese sobrenombre[10].
—Tiene una ficha tan larga como mi brazo —intervino el sargento Velie—. Trabaja en lugares oscuros. Pero por lo que sabemos, jamás emplea la violencia. Le gusta elegir bien sus futuras víctimas, especialmente ancianos.
—¿Ya has hablado con ese tipo? —preguntó Burke.
—Aquí no —replicó el inspector—. Por eso estoy aguardando, por si aparece.
Mugger apareció a las tres y media, con una borrachera más que regular. Necesitó tres tazas de café para alcanzar un estado relativamente sereno. Después, cuando el sargento Velie le notificó, con rudeza calculada, que su amigote Spotty se hallaba camino del infierno, con más seguridad que del cielo, con un cuchillo en la espalda, Mugger empezó a temblar. Era una visión fascinante. Un bruto abatido, que parecía haber sido antaño un buen luchador. A todas las preguntas repuso con un mutismo imperturbable.
Pero cambió completamente cuando lo condujeron al depósito de cadáveres y le enseñaron el cuerpo de su amigo.
—Está bien —gruñó—, está bien.
Escupió en el suelo.
Le dieron una silla. Pero no se sentó, atento sólo a los asépticos muros.
—¿Hablarás? —le preguntó el inspector al vagabundo.
—Depende.
—¿De qué?
—De lo que usted pregunte.
Era evidente que se negaría a responder a ninguna pregunta relacionada con sus actividades personales.
—De acuerdo —se conformó el inspector Queen—. Para empezar, dime: ¿sabes lo que intentaba vender Spotty?
—Información respecto a la muchacha que van a juzgar mañana.
—¿Eras compadre de Spotty? ¿Ibais a medias en el asunto?
—Spotty ignoraba que yo sabía lo que pensaba hacer.
—¿Cuál era la información?
El maleante calló. Luego, pasó los ojos por los que le rodeaban como buscando amparo.
—Oye, Mugger —continuó el inspector—, creo que te has metido en un aprieto. Spotty sabía algo que, según él, podía ayudar a la señorita Spanier. Y pedía por ello mil dólares. Tú sabes de qué se trata. Lo cual te ofrece un buen motivo para haber liquidado a Spotty. Con éste muerto, tú podrías cobrar los mil dólares por la información. Vaya, parece como si ya hubiésemos hallado al asesino de Spotty.
—¿Yo? ¿Enviar a Spotty al otro barrio? —los enrojecidos ojillos parecieron cobrar nueva vida—. ¿A mi amigo?
—No me vengas con ese cuento. En tu corazón no hay sitio para la amistad. No, cuando hay mil dólares por medio.
—Era mi amigo —se obstinó Mugger—. Pregúnteselo a quien quiera.
—Estoy hablando contigo. O bien tú le clavaste aquella hoja por la espalda… y en tal caso, lo pagarás muy caro, o esperabas que Spotty cobrara el dinero para obligarle a repartirlo contigo. Una cosa o la otra. ¿Cuál?
Mugger se pasó el dorso de su velluda mano por su estropeada nariz. Miró a su alrededor y sólo vio miradas hostiles. Luego, suspiró profundamente.
—De acuerdo, quería que Spotty hubiese cobrado. Luego, le habría exigido la mitad. Spotty me la hubiese dado. Éramos camaradas. No miento.
—¿Qué información deseaba vender Spotty? —volvió a preguntar el inspector Queen.
Eran casi las seis cuando el granuja reveló lo que sabía. Y no lo hizo hasta que el sargento Velie hubo dado a conocer ciertos informes. Mugger se hallaba en libertad bajo palabra, en un caso de violación. Una conversación con su oficial de palabra[11], y se encontraría en chirona. Al menos éstas fueron las palabras de Velie. Mugger no quiso discutir y empezó a declarar.
Como asunto de rutina, el sargento comprobó sus andanzas en la noche. Mugger poseía una coartada atestiguada por dos camareros de un bar de Bowery. No había salido del local desde media tarde hasta después de las doce de la noche, no siendo difícil imaginar lo que estuvo haciendo desde aquella hora hasta las tres y media de la madrugada, considerando su vocación de ganar dinero con facilidad.
Su coartada fortalecería su historia respecto a Lorette Spanier, aunque el inspector Queen indicó que una defensa basada en un testigo de la naturaleza de Mugger no podía ser muy bien recibida por un jurado.
Lo último que el grupo de pesquisas hizo aquella madrugada gris fue enviar al maleante a un hotel nocturno, donde quedó encerrado, custodiado por dos agentes.
—El que mató a Spotty —observó Ellery—, tiene los mismos motivos para eliminar a Mugger. Dejemos que viva al menos hasta que pueda declarar en el juicio.
Él y Harry Burke se dirigieron a sus respectivas camas, a fin de dormir algunas horas. Ellery no logró, no obstante, conciliar fácilmente el sueño. Pensaba, dando incesantes vueltas a la cama, que había visto media cara del misterio, al girar sobre su eje. Pero empezaba ya a intuir las tres cuartas partes de la cara, y sabía que no iba a ser muy divertido completar el resto de la investigación.