El vestíbulo era pequeño y oscuro, con un mostrador mal barnizado al extremo de un pasillo, presidido por un individuo que ostentaba una nariz cruzada por multitud de venillas azuladas, y acné en el rostro. Llevaba un suéter viejo.
Había un radiador oxidado que silbaba fuertemente, y en conjunto, el local parecía una tumba. La única iluminación procedía de una bombilla de sesenta watios que colgaba sobre el mostrador al extremo de un cordón y bajo una pantalla verde. Había una escalera a un lado, con barandilla. Los peldaños estaban carcomidos en el centro, y la barandilla reflejaba una terrible suciedad.
—Busco a un hombre que se ha inscrito aquí antes de anochecer —le espetó Burke al conserje—. Se llama Spotty.
—¿Spotty? —el individuo miró a Burke con suspicacia—. ¿Qué quiere de Spotty?
—¿En qué habitación está?
—¿Es usted polizonte? —al ver que Burke no contestaba, el viejo continuó—: ¿Qué ha hecho Spotty?
—¿En qué habitación está? —repitió el escocés con tono más duro.
—De acuerdo, amigo, no grite. Aquí no tenemos habitaciones individuales. Sólo dormitorios. Está en el A.
—¿Dónde se encuentra?
—Arriba, a la derecha.
—Acompáñeme.
—Tengo que atender esto…
—Oiga, no me gusta perder el tiempo.
El viejo gruñó pero acabó por salir detrás del mostrador y empezó a subir.
El dormitorio A era algo muy semejante al Infierno del Dante. Era un cuchitril largo y estrecho, atestado de camastros a cada lado, con un suelo de linóleo muy sucio y polvoriento, que parecía un mapa en relieve, y una bombilla que colgaba de un cordón en el centro del techo, y que parecía bañar la escena en sangre. La mitad de los camastros estaban ya ocupados. La estancia resultaba desagradablemente viva, con ronquidos, gruñidos, estornudos y mil rumores distintos; por doquier se respiraba un hedor de cuerpos sin lavar, de ropa sucia, de orina, de alcohol. No había calefacción, y las dos ventanas del final de la habitación parecían estar cerradas desde varios siglos atrás.
—¿Cuál es su cama? —preguntó Burke.
—¿Cómo diablos puedo saberlo? El que llega primero, se sirve antes.
El escocés empezó a examinar las camas de un lado, seguido por el viejo conserje. La luz rojiza de la bombilla le hacía lagrimear. Además, casi sin darse cuenta, Burke contenía la respiración.
Spotty estaba acostado al otro lado del cuarto, en el camastro más retirado. Estaba de cara a la pared cubierto por la manta hasta el cuello.
—Es éste —dijo el viejo. Se adelantó y golpeó el hombro del dormido—. ¡Spotty! ¡Despiértate, con mil diablos!
Spotty no se movió.
—Está como una cuba —musitó el viejo.
Tiró de la manta y de repente retrocedió, castañeteando los sucios dientes.
El mango de un cuchillo sobresalía de la espalda del durmiente, por el lado derecho. La sangre que Burke entrevió a la luz roja de la bombilla parecía negra. Palpó la arteria carótida. Luego se enderezó.
—¿Tienen teléfono?
—¿Ha muerto?
—Sí.
El viejo profirió una maldición.
—Abajo —dijo.
—No toque nada ni despierte a los demás.
Burke corrió escalera abajo.