Capítulo 27

Siguieron al maleante en una ruta en zigzag, hacia la parte baja de la ciudad. Spotty se detenía de vez en cuando para mendigar, de forma distraída, no tanto, tal vez, para conseguir un centavo o un níquel, como para mantener la mano en forma. Después de pasar la Union Square, el viejo apretó el paso. En el Cooper Square dobló hacia el este, en torno a la Cooper Union, y se encaminó hacia el Bowery como el pichón que vuela a su nido.

Su destino fue un hotel de veinticinco centavos la noche, con un rótulo descolorido sobre la puerta. Harry Burke se estacionó dos portales más allá, en la entrada de una tienda vacía. El cielo se había convertido en una masa gelatinosa, y la nieve casi podía palparse. Roberta temblaba.

—No sirve de nada que estés aquí conmigo —le dijo el escocés—. Esto puede durar mucho tiempo.

—¿Qué proyectas, Harry?

—Ya te lo he dicho: pegarme a él —sonrió Burke—. Spotty saldrá más pronto o más tarde, y entonces quiero saber adónde va. Puede haber otros tipos en este asunto.

—Bueno, si tú te quedas aquí, también yo —decidió Roberta, picando de pies en el suelo.

—Estás temblando.

El escocés la atrajo hacia sí, en la sombra del portal. Ella le miró, y por un momento permanecieron callados. Luego, Burke sintió arder sus mejillas y la soltó.

—En realidad, no tengo frío —declaró Roberta. Llevaba un abrigo verde, de forro grueso, con el cuello vuelto hacia arriba—. Son esos hombres, Harry… ¿Cómo es posible que haya individuos tan miserables? La mayoría carecen hasta de abrigo.

—Si lo tuviesen, lo venderían para poder pagar una caña de vino o un vaso de whisky.

—¿Tienes tan poco corazón como quieres dar a entender?

—Los hechos son los hechos —afirmó Burke obstinadamente—. Aunque no tenga partido el corazón, he visto demasiada miseria, y sé que es imposible remediarla —de pronto, añadió—: Debes de tener apetito.

—Estoy muerta de hambre.

—He visto una cafetería a una manzana de distancia. ¿Por qué no vas a buscar unos bocadillos, como una buena chica, y un par de latas de café? Yo iría, pero Spotty podría escurrir el bulto mientras tanto.

—Bien… —la joven pareció dudar. Estaba contemplando a los desechos humanos que pasaban por la calle.

—No te preocupes por esos tipos. Si se te acercan con malas intenciones, diles que eres una mujer policía. Estás más segura entre esos individuos que en la parte alta de la ciudad. El sexo no es ningún problema para ellos. Toma.

Burke le puso en la mano un billete de cinco dólares.

—Pagaré yo. Tengo algún dinero —objetó ella.

—Soy muy anticuado —y ante su propio asombro, el escocés le dio una palmadita en las nalgas. La joven le miró estupefacta, aunque no pareció importarle—. ¡Vamos, chica, al trote!

Roberta tardó quince minutos en regresar.

—¿Te ocurrió algo?

—Me paró un tipo. Cuando le dije que era una mujer policía casi se dislocó un tobillo en su afán por escapar.

Burke sonrió y abrió las latitas del café.

Anocheció. La puerta del hotelito empezó a abrirse y cerrarse continuamente. Sin embargo, no hubo ninguna señal del tipo que se hacía llamar Spotty.

Empezó a nevar.

Transcurrieron dos horas. Estaba nevando ya pesadamente. Burke también picaba de pies.

—No lo entiendo…

—Debe de estar en la cama.

—¿Cuando todavía no es noche cerrada?

—No sé qué conseguiremos aquí, Harry —se quejó Roberta—. Excepto atrapar una pulmonía.

—Algo va mal… —murmuró Burke.

—¿Mal? ¿A qué te refieres?

—No lo sé. Salvo que esto no tiene sentido. Me refiero a que ese mendigo se haya quedado ya en el hotel. Tiene que comer y ciertamente, en ese tugurio no hay comedor —de repente, el escocés pareció llegar a una decisión—: Roberta…

—¿Sí, Harry?

—Te irás a casa.

La cogió del brazo y la arrastró casi hasta el bordillo de la acera.

—¿Por qué? ¿Tú te quedas?

—Yo entraré en esa ratonera, lo cual tú no podrías hacer. Y aunque pudieras, yo no te lo permitiría. Y es mejor que no te quedes aquí sola.

Sin hacer caso de las protestas de la joven, consiguió parar un taxi y la metió dentro. La joven le miró tristemente cuando el coche arrancó, con las cadenas golpeando el suelo nevado. Pero Harry Burke estaba ya corriendo hacia el hotel de los mendigos.