Capítulo 26

El día anterior a la vista del juicio contra Lorette Spanier hubo una reunión en el despacho de Uri Frankell. Era la tarde de un martes, había un cielo muy sucio y amenaza de nieve. El abogado, que según Burke se parecía notablemente al primer ministro Winston Churchill, ofreció asientos a Roberta y Harry, un cigarro a éste, que rehusó, y empezó a chupar por su parte un habano, con expresión meditabunda. Su aspecto confiado parecía bastante forzado. Estableció, con una sonrisa bastante falsa, que sus investigaciones habían tropezado con el proverbial muro.

—¿No han hallado ninguna corroboración de la historia de Lorette? —inquirió Roberta.

—Ninguna, señora West.

—Pero alguien debió verla en su caminata, al salir del inmueble, al cruzar el parque, al llegar a su casa… ¡Es increíble!

—A menos —replicó el abogado, quitando con la uña la ceniza del cigarro—, que no haya dicho la verdad a la policía.

—No creo que sea ésta la respuesta, señor Frankell —intervino Burke—. Vuelvo a repetir que esa chica es inocente. Y usted tiene que actuar sobre esta base, o la pobre no tendrá la menor oportunidad.

—Oh, claro —concedió el abogado—. Sólo he presentado la posibilidad; aunque el fiscal, con toda seguridad, hará algo más que presentarla. Por mi parte, cuento con la habilidad de Lorette para transmitir a los miembros del jurado su condición juvenil. Es la única defensa que poseemos.

—¿Piensa hacerla declarar?

—Bueno, creo que sí, señor Burke —Frankell se encogió de hombros—. No tengo otra elección. Siempre es arriesgado poner a un acusado en el banquillo de los testigos, porque se expone a un ataque furioso por parte del fiscal en el contrainterrogatorio. Lo hemos ensayado con Lorette innumerables veces, representando el papel de abogado del diablo, por lo que la muchacha ya sabe exactamente a lo que se expone. Lo soportará bien. Naturalmente, veremos qué tal actúa en el verdadero contrainterrogatorio. Ya le advertí que…

En aquel momento entró la secretaria, cerrando la puerta a sus espaldas.

—Señorita Hunter, dije que no quería ninguna interrupción.

—Lo siento, señor Frankell, pero pensé que esto era importante y no he querido hablar por el interfono delante de…

—¿De quién?

—De un hombre que está ahí fuera e insiste en verle inmediatamente. Por lo normal, le habría dicho que estaba usted fuera, pero asegura que se trata del caso Spanier. Va muy mal vestido. En realidad…

—¡No me importa, aunque vaya sólo en ropa interior! Señorita Hunter, que pase.

Pero el propio Frankell se sobresaltó al ver al extraño personaje anunciado por la secretaria. No iba mal vestido… ¡Su aspecto era una verdadera catástrofe! Un abrigo tan estropeado y agujereado que parecía acabar de salir de un cubo de basura; debajo, una chaqueta de pana de la edad de piedra, apolillada, llena de lamparones de aceite y yema de huevo, y de otros productos menos identificables; unos pantalones enlodados, evidentemente pertenecientes a un individuo más grueso y atados a la cintura por un trozo de cuerda; unos zapatos dos números mayores de lo debido, y una ausencia total de calcetines y camisa. Estaba en la piel y los huesos, pero las manos y el rostro estaban abotargados; los ojos mostraban un aspecto sanguinolento y la nariz era un bulto de color púrpura. Llevaba varios días sin afeitarse.

Se plantó en el centro de la estancia, temblando como si nunca en su vida hubiese conocido el calor, y frotándose las manos, que hacían un ruido como de papel de estraza.

—¿Quería verme? —preguntó Uri Frankell, mirándole con ojos extraviados—. De acuerdo, ya me ve. ¿De qué se trata? ¿Quién es usted?

—Me llamo Spotty —dijo el recién llegado. Tenía una voz bronca, avinada—. Me llamo Spotty —repitió. Luego, añadió con una sonrisa que era casi una mueca—; abogado.

—¿Qué desea?

—Pasta —declaró el vagabundo—. Do-re-mi. Mucha pasta —continuó sonriendo, enseñando la falta de la mitad de sus dientes—. Y ahora pregúnteme qué vendo.

—Oiga, amigo —repuso Frankell—. Le concedo diez segundos para que diga lo que sea. Y si se trata de una broma o una estafa, esta noche dormirá en el calabozo.

—Oh, no… Pensará diferente después que haya oído lo que vendo.

—¿Qué es?

—Información.

—¿Respecto a Lorette Spanier?

—En efecto, abogado.

—¿Qué sabe de la señorita Spanier?

—Leí el periódico.

—Entonces, es usted el primer vagabundo del mundo que lo hace. De acuerdo, ¿cuál es su información?

—Oh, no —objetó el vagabundo—. Se lo digo ¿y qué obtengo yo? Un puntapié en la rabadilla, ¿verdad? Por favor, abogado.

—¡Salga de aquí!

—No, espere —intervino Harry Burke—. ¿Desea el pago por anticipado?

Los sanguinolentos ojos se posaron en el escocés.

—Exacto, amiguito. Y nada de cheques. En dinero contante. Dinero. Es lo bueno.

—¿Cuánto? —indagó Burke.

Apareció la punta rojiza de la lengua entre los labios de Spotty. Roberta West la miró fascinada. Dardeó entre los labios, como la de una víbora.

—Una sábana.

—¿Mil dólares? —exclamó el abogado con incredulidad—. No lo dirá en serio, ¿verdad? ¿Por quién nos toma? ¿Por idiotas? Vamos, fuera.

—Un momento, señor Frankell —interpuso el escocés—. Veamos, Spotty, sea razonable. Entra usted aquí y nos pide mil dólares por una información que, según usted, puede ayudar a la defensa de la señorita Spanier. Bien, tiene que admitir que no parece usted la persona de más confianza de Nueva York. ¿Cómo espera que un abogado tan famoso como el señor Frankell le pague tanto dinero a ciegas?

—¿Quién es usted? —quiso saber Spotty.

—Un amigo de Lorette Spanier, lo mismo que esta señorita.

—La conozco, vi su foto en el diario. ¿Qué puedo hacer? Bien, el asunto es: ¿lo toma o lo deja? Éstas son mis condiciones. Por lo que dicen los papeles —sonrió el truhán—, el abogado no tiene muchas probabilidades de ganar el caso.

Su sucio pulgar señaló a Frankell.

«Probablemente», pensó Burke. Aquel vagabundo, aquel tonel de vino, no se había visto jamás en posesión de una baza tan importante. Y poseía el cinismo natural de todos los desheredados de la fortuna. No sería posible convencer a Spotty. Sin embargo, Burke quiso intentarlo.

Adoptó su mejor expresión de «hombre a hombre».

—¿Puede al menos darnos una pista, Spotty? ¿De qué clase de información se trata?

—¿Cómo puedo saberlo? Yo no soy abogado.

—Pero sabe lo bastante para intuir que su información puede valerle al abogado de la señorita Spanier mil dólares.

—Sólo estoy enterado de que la señorita Spanier se halla en un grave aprieto, y que mi información puede ser muy importante.

—¿Y si no es así?

—Mala suerte. La sábana por anticipado, y el abogado corre el riesgo. Y no pienso dar ninguna garantía sobre la devolución del dinero.

El vagabundo apretó fuertemente los labios.

—Déjelo, señor Burke —le aconsejó Frankell—. Conozco a esa gentuza, créame. En primer lugar, debe tratarse de una invención. Si le pagara, tendría que contratar a todos los detectives de la agencia Pinkerton para mantener fuera de mi despacho a todos los bribones del Bowery[9], una vez se propalase la noticia de mi debilidad. Pero aunque sus intenciones sean legítimas… Bien, Spotty, le diré qué pienso hacer. Usted me da la información, ahora mismo. Si creo que puede ayudar efectivamente a la señorita Spanier, le pagaré lo que yo juzgue razonable. No haré ningún otro trato con usted. Tómelo o déjelo.

Todos pudieron observar en la expresión del borrachín la lucha entre la codicia y la suspicacia. Y también vieron que vencía ésta.

—Sin sábana no hablo.

Cerró la boca con fuerza.

—De acuerdo, ya ha dicho usted su última palabra. ¡Fuera de aquí!

El vagabundo contempló al abogado y sonrió cínicamente.

—Si cambia de idea, abogado, vaya al Bowery y pregunte por Spotty. Yo me enteraré.

Salió del despacho como un vendaval.

Tan pronto como se cerró la puerta saltó Roberta:

—¡No podemos dejarle escapar así, señor Frankell! ¿Y si dice la verdad? ¿Si realmente posee una información de importancia? Bueno, si usted no quiere dejarse embaucar, como abogado de Lorette, ¿qué le parece si pongo yo el dinero?

—¿Puede usted desprenderse de mil dólares, señorita West?

—Los buscaré… Pediré un préstamo al Banco y…

—Lo cual es muy de agradecer —el abogado se encogió de hombros—. Pero créame, Lorette Spanier no será absuelta, aunque declare en su favor un bribón imaginativo del Bowery.

Roberta llegó a tiempo de alcanzar al vagabundo cuando estaba a punto de entrar en el ascensor.

—¡Un instante, señor Spotty! —jadeó. Burke estaba a su lado estudiando al personaje—. ¡Yo le daré ese dinero!

Spotty alargó la mano.

—No lo tengo encima. Tendré que buscarlo.

—Pues mejor será que lo busque de prisa, señorita. La vista empieza mañana.

—¿Dónde puedo encontrarle a usted?

—Yo la encontraré a usted, señorita. ¿Cuándo tendrá la pasta?

—Mañana, si puedo.

—¿Asistirá al juicio?

—Claro…

—Yo estaré allí.

Le guiñó un ojo a la joven, penetró en el ascensor y cerró la puerta.

Harry Burke se dirigió hacia la escalera de incendios.

—Harry, ¿dónde vas?

—A seguirle.

—¿Es prudente? Podría enfadarse y…

—No me verá.

—¡Espera, voy contigo! ¿Crees que sabe algo importante, en realidad? —Roberta jadeaba mientras descendían a toda velocidad.

—Probablemente, Frankell esté en lo cierto —repuso Harry Burke, sin dejar de saltar de tres en tres peldaños—. Pero no podemos dejar perder ninguna posibilidad, Roberta.