Al enterarse de la noticia, el abogado Wasser actuó como si la principal beneficiaría de su difunta cliente hubiese contraído la peste bubónica. Contrató apresuradamente los servicios de un abogado criminalista, y se atrincheró detrás de una tremenda barricada de trabajo. El abogado criminalista, un veterano del foro llamado Uri Frankell, se ocupó ante todo del problema de la fianza.
Era una cuestión espinosa. La única fortuna de Lorette Spanier, su herencia, aparte de los fondos para el mantenimiento del apartamento y gastos accidentales, fue retenida por el Tribunal de Testamentarias. Allí quedaría inmovilizada hasta que el caso fuese solucionado, lo cual podía tardar varios meses. Además, un criminal no puede disfrutar del premio de su delito, por lo que hasta que la inocencia o la culpabilidad de la joven quedase legalmente establecida, su derecho a la herencia planeaba en el limbo. Entonces ¿de dónde podía conseguir el dinero adicional sin el cual era imposible depositar la fianza? Y aún con eso solucionado, había que contar con que el juez estuviera dispuesto a fijar una fianza en un caso de asesinato.
Al final, Lorette ingresó en la cárcel.
Lorette lloró. Roberta lloró.
Harry Burke masculló varias frases poco gratas contra la jurisprudencia norteamericana. Con toda justicia hay que aclarar que tampoco se mostró amable con la jurisprudencia inglesa.
Frankell opinaba que el Pueblo no ganaba ningún proceso[8]. Confiaba en poder arrojar una duda fuertemente razonable en la mente de los jurados para obtener la libertad de la joven. Ellery empezó a albergar razonables dudas respecto a la prudencia del abogado recomendado por Wasser. No le gustaban los defensores excesivamente confiados en los casos de asesinato, ya que había visto demasiados jurados poco razonables. Pero mantuvo la boca cerrada.
—En este asunto —le confió al desdichado Harry Burke—, también yo estoy en un callejón sin salida.
—¿Un callejón sin salida? —repitió Harry Burke, amoscado.
—Un callejón sin salida —confirmó Ellery—. Y totalmente a oscuras.
Ellery no pudo actuar casi en ningún sentido durante las semanas anteriores al juicio de Lorette. Estuvo numerosas veces en la jefatura de Policía aguardando los informes; visitó con frecuencia el apartamento de Gloria Guild, donde Roberta no hacía otra cosa que sollozar quejándose del triste destino de Lorette y del suyo propio.
—No tengo derecho a vivir aquí mientras Lorette se halla en esa espantosa celda —gemía—. Mas ¿dónde puedo ir?
En una ocasión llegó a pelearse con Harry Burke por haberla obligado a abandonar su antiguo apartamento, acusación que el sufrido escocés aceptó con un digno silencio. Ellery fue a visitar a Lorette, volviendo sin ninguna noticia nueva sobre el caso de la muchacha, y sí con el corazón oprimido.
—No sé por qué te molestas tanto —le dijo su padre en cierta ocasión—. ¿Qué es lo que te reconcome, Ellery?
—Que esto no me gusta.
—No te gusta ¿qué?
—Todo el caso. Hay algo que…
—¿Por ejemplo…?
—Por ejemplo: cosas que no concuerdan —se quejó Ellery—. Por ejemplo: extremos que flotan sueltos.
—Te refieres, naturalmente, a lo de la cara.
—En cierto modo, sí. Sé que se trata de un dato muy importante. Y he vaciado completamente mi cerebro de todo prejuicio o idea preconcebida, y no logro encontrar absolutamente nada en contra de Lorette.
—Ni contra nadie —replicó su padre.
—Exacto. No hay culpable. Al menos, un culpable instrumental. La acusación contra esa chica fue prematura, papá. Debiste al menos descubrir qué quiso dar a entender Gloria Guild con la palabra cara antes de proceder a ningún arresto.
—Tú lo descubrirás —exclamó el inspector muy confiado—. Yo tengo cosas más importantes en qué ocuparme. Además, ahora el caso está en manos del fiscal y el tribunal… ¿Qué más? —preguntó de pronto.
—Todo… Por ejemplo: hemos presumido siempre que el instigador o inspirador del asesinato fue el falso conde Carlos Armando, y que una mujer realizó el sucio trabajo en favor suyo. Bien, parece ser que Lorette fue, pues, esa mujer.
—Yo no diría eso —objetó el inspector, cautelosamente.
—Entonces ¿ya has cambiado de idea respecto a Armando? ¿No tuvo nada que ver con el asesinato de su esposa? —al ver que su padre no contestaba, Ellery continuó—: Pues yo sigo sosteniendo que él fue el instigador del crimen.
—¿En qué te fundas?
—En el cosquilleo de mis pulgares. En su olor general. En todo lo que he averiguado respecto a él.
—Declara esto ante el tribunal —se burló el inspector Queen.
—De acuerdo —concedió Ellery—. Pero ya puedes darte cuenta de que todo está muy embrollado. ¿Conocía Lorette a Armando antes de su supuesto primer encuentro en tu despacho… cuando la interrogaste con relación al crimen? Y en tal caso, ¿es ella Velo Violeta? ¿Es la cómplice consentida de Armando? Esto no tiene sentido. ¿Por qué habría consentido en actuar como instrumento de Armando cuando, según tú, sabía que iba a heredar casi todo el dinero de su tía?
—Ya conoces a las mujeres. Quizá se enamoró del falso conde, lo mismo que las demás.
—Sí le conoció antes —saltó Ellery.
—Mira, hijo —razonó su padre—. Hay una faceta que todavía no hemos examinado. Ciertamente, jamás podremos demostrar…
—¿Qué?
—Bien, no estoy seguro de que el dinero fuese el motivo del crimen.
—¿Cómo? ¿Estás concediendo…?
—No concedo nada. Mas si deseas girar en torno a unas teorías y averiguar algo ¿qué te parece ésta? Gloria Guild abandonó a su hermana, la madre de Lorette, una vez que aquélla se casó con el inglés. Al morir los padres de Lorette en el accidente de aviación, Gloria permitió que la niña fuese a parar a un orfanato en lugar de traerla aquí, tomando a su cargo la custodia de la chiquilla, adoptándola legalmente, o siendo de cualquier modo la responsable de su porvenir. Y esta conducta tan fría, tan despegada, hizo que Lorette creciese odiando mortalmente a su tía. Este sentimiento pudo haberse convertido en una llaga incurable cuando Harry Burke llevó a la joven al apartamento de Gloria aquel miércoles por la noche. Incluso es posible que la muchacha viniera a Nueva York con la exclusiva idea de encontrar a su tía para liquidarla y vengarse cumplidamente. Es una teoría con una ventaja a su favor. Con ella, Lorette pudo decir toda la verdad cuando afirmó ignorar completamente que ella era la heredera de Gloria.
—También provoca una alternativa interesante —arguyó Ellery—. Que si Lorette mató a Gloria Guild impulsada por su odio, y no por la fortuna, Carlos Armando pudo comprender que la joven era la mujer ideal como instrumento suyo.
—Es posible —se encogió de hombros.
—Si es posible, ¿por qué insistes en que fue Lorette y no la dama del velo violeta la que lo hizo? ¿Por qué no pudo ser al revés?
—Porque no tenemos pruebas de que fuese Velo Violeta y sí las tenemos en contra de Lorette —replicó el inspector.
—¿El Colt 38?
—El Colt 38.
Ellery se hundió en una especie de ensueño. Había estado teorizando como puro ejercicio. Pero lo cierto era que no creía ninguna de sus teorías. De haberle presionado más su padre, no habría podido aducir ninguna prueba, aparte del cosquilleo en los pulgares.
—A menos —concluyó el inspector Queen—, que Velo Violeta sea Lorette. Dos motivos: el de Armando, que creía ser el heredero; el de Lorette por su venganza.
Ellery elevó las manos hacia el cielo.