—Ciertamente, sabes cómo alimentar a un hombre —exclamó Harry Burke, sentado en el sofá francés.
—Y tú sabes escoger la mejor música —replicó Roberta West, que estaba sentada sobre el mismo mueble, muy erguida.
Pasaban la velada en el apartamento de Roberta West, sito en la calle Setenta y Tres este. Era un edificio cuidado y antiguo, algo estropeado, y las habitaciones tenían un techo muy alto, con dibujos; la clase de decoración que podía haber enmarcado a cupidos y dríadas murales, con árboles de arquitectura y pálidos horizontes estilo francés como fondo. Pero en los muros no había nada, aparte de unas reproducciones no muy buenas de Dufy y Utrillo. Los ventanales se hallaban disimulados tras unos cortinajes de color marrón, y había una antigua chimenea estilo italiano ante la cual se había calentado toda una generación. Como Roberta poseía muy pocos muebles, el efecto total resultaba gigantesco, empequeñeciéndola aún más a ella, de forma que parecía una Alicia pelirroja, atrapada en el escenario de Encójeme[7].
Burke la consideraba una criatura adorable. Naturalmente, no se atrevía a proclamarlo en voz alta. Aunque ya se tuteaban. La joven había preparado ternera y pastel de Yorkshire para la cena, «a fin de hacerle sentirse en casa», pero la ternera estaba demasiado cruda, y el pastel demasiado duro para su gusto (y para el de todo el mundo, pensó él, sintiéndose culpable); pero un hombre no tiene por qué esperar en una mujer tantas buenas cualidades; por tanto, su masculinidad mintió respecto al arte culinario de la muchacha. En cuanto a la música era su contribución (aparte de una botella de borgoña de California) a la fiesta. Roberta había mencionado que poseía un modesto tocadiscos, y él se había detenido en la tienda Liberty de la avenida Madison, comprando un Elijah, con los solistas y el coro de Huddersfield, ignorando que la principal colección de discos de Roberta estaba compuesta principalmente por Manzinis, Glen Miller y algunos Whiteman; pero Burke amaba tanto los oratorios, que Roberta tuvo la gran prudencia de mostrarse también entusiasmada, aunque casi todo el tiempo sintióse verdaderamente aburrida. Por tanto, ambos mintieron galantemente, y la velada resultó perfecta.
Más tarde, sentados juntos en el sofá, Burke reprimió sus mejores anhelos y ella se mantuvo debidamente erguida.
—Esto es cómodo —murmuró Burke—. A un hombre le hace sentir… bueno, ganas de quitarse los zapatos.
—Por favor —objetó Roberta—, no cedas a tus impulsos.
—Oh, ¿por qué no?, señorita… digo, Roberta.
—Quitarte los zapatos ahora podría originar una manera de empezar.
El escocés se ruborizó. Como estaba a plena luz, Roberta lo observó con toda claridad.
—Bien, no quise decir…
—Claro que no, querido —musitó la joven—. Ha sido una tontería por mi parte. Quítate los zapatos, si tal es tu deseo.
—Creo —afirmo Burke— que me los dejaré puestos, gracias.
Roberta se echó a reír.
—¡Oh, eres tan… tan escocés!
—Sí, pero de las tierras altas.
—Lo ignoraba, y no conozco la diferencia que existe entre un escocés de las tierras altas y otro de las tierras bajas.
—Bueno, tampoco yo había hablado nunca con una chica americana.
—No tan chica, Harry. Pero gracias por el cumplido.
—¡Diantre, no puedes tener más de veintiuno o veintidós años!
—Vaya, gracias. En mi próximo cumpleaños cumpliré veintisiete.
Considerando que iba a cumplir veintiocho, Roberta no sintió un gran malestar en la conciencia ante aquel pequeño embuste.
—Ah… ¿y cuándo es?
Al final de la velada, cuando Burke estaba en el umbral de la puerta con el sombrero en la mano, se encontró de repente cogiéndola como un violador sádico y pegando sus labios a los de la joven antes de que ninguno de los dos se diese cuenta de la acción. Burke quedóse absorto tanto por el frenesí demostrado por Roberta como por su suavidad al besar.
Por tanto, fue una velada magnífica hasta el final.