Carlos Armando dejó pasar delante a Lorette Spanier, al penetrar en el despacho, con una exagerada deferencia. A Ellery le pareció que la muchacha se hallaba complacida a medias por esta actitud de su «tío». Armando se situó detrás de la butaca de Lorette. Ella era el ingrediente misterioso de su pomada y, como tal, tenía que utilizarlo con sumo cuidado. Jeanne Temple le ignoró. Ellery no logró discernir si esta actitud se debía al desprecio por la familiaridad demostrada por Armando, o a la discreción de su amplia experiencia. De todos modos, se trataba claramente de una mala situación para la secretaria de la difunta. Al lado de la jovencita rubia con el hoyuelo en la barbilla, Jeanne Temple palidecía como un cromado demasiado expuesto al sol. Lo sabía tanto, que sus pupilas demostraron el odio que le inspiraba Armando, antes de que su mirada se posase en las manos enguantadas que estaba retorciendo sobre sus rodillas.
Selma Pilter fue una sorpresa, y una ocasión para recordar el juicio de Kip Kipley. La fealdad de la anciana se acercaba a un experimento de estética, como la fealdad de Lincoln o de la baronesa Blixen. Su estructura exterior era tan tenue que sugería unos huesos huecos, como los de un ave. Ellery casi esperaba verla agitar los brazos y encaramarse a una butaca. Su afilado rostro se estrechaba hasta una barbilla casi inexistente; su rugosa piel era como el lecho de un río extinguido, sin la menor señal de referencia. Su nariz era como el borde de una cimitarra, sus labios una multitud de arrugas, los lóbulos de las orejas estaban alargados por unos pendientes de ebonita, africanos. (¿Habrían sido la butaca con tapicería de elefante y el guerrero watusi del apartamento de Gloria sendos regalos de Selma Pilter?). Las muñecas y los dedos de las manos estaban atestados de joyas debidas a la artesanía africana. Sólo se divisaba un mechón de pelos negros por debajo del turbante que coronaba su cabeza. Por lo demás, su delgadez la cubría un vestido de corte severo; la garganta estaba piadosamente escondida tras un pañuelo y llevaba los pies dentro de unos zapatos de tacón alto. Pero sus ojos eran bellos, negros y brillantes, como los de Carlos Armando, con gran demostración de inteligencia. En conjunto, Selma parecía una mujer medieval. Ellery se quedó fascinado al verla, lo mismo que Harry Burke.
El último en llegar fue el inspector Queen, quien cerró la puerta quedamente, apoyándose en ella. Cuando Ellery le ofreció su asiento por señas —había pocos en el despacho—, el inspector denegó con el gesto. Evidentemente, deseaba dominar a toda la asamblea.
—Nos hemos reunido aquí —empezó a decir el señor Wasser tras aclararse la garganta—, para proceder a la lectura del testamento de Gloria Guild. Dos de las personas interesadas no han podido estar presentes: Marta Bellina, que se halla de gira por la Costa, y la doctora Susan Merckell, que por una consulta personal se encuentra fuera de este Estado.
»El testamento —continuó el abogado, abriendo un cajón de la mesa y extrayendo un sobre sellado con lacre—, o más bien esta copia, está debidamente firmada por los testigos y avalada por un notario —rompió el lacre y extrajo un documento envuelto en papel legal de color azul—. Lleva la fecha del ocho de diciembre pasado.
Ellery reconoció el sobre como uno de los que había encontrado en una de las cajas metálicas escondidas en el altavoz del apartamento de Gloria, con la inscripción: Mi testamento. Para ser abierto por el abogado señor William Malone Wasser.
La fecha le pareció significativa. El ocho de diciembre era sólo posterior en una semana a la fecha de la página en blanco de la última parte del Diario de Gloria, la página a la que Ellery había aplicado la llama del encendedor, descubriendo la palabra «c a r a». El primero de diciembre había ocurrido algo que aparentemente fue crucial en la existencia de la antigua cantante; algún suceso que inmediatamente la obligó a buscar a su sobrina Lorette Spanier, y a redactar al cabo de una semana otro testamento (era inconcebible que no existiera otro anterior).
Ellery estaba en lo cierto, ya que en aquel instante Wasser empezó a leer:
—Éste es mi testamento, mi última voluntad que anula a todos los existentes antes de esta fecha.
Fuese cual fuese el resultado, la causa había sido lo bastante alarmante para impedir que Gloria lo estampase en su Diario e impulsarla a trazar una sola palabra con tinta simpática, acción que cada vez más parecía ser el resultado de su desesperación.
Ellery se concentró en los legados.
Wasser empezó a leer una larga lista de legados a varias organizaciones de beneficencia; legados sorprendentemente muy pequeños, ya que ninguno excedía de cien dólares, siendo la mayoría de veinticinco y cincuenta. Considerando el capital que poseía la difunta, esto mostraba una nueva faceta de su carácter. Evidentemente, había sido una de esas personas inseguras que dispensaban abundantemente sus favores. «Seguramente —pensó Ellery—, para salvaguardar en lo posible una buena causa de la indiferencia social y la sed de alabanzas». Armando, que seguía apoyado en el respaldo del sillón de Lorette, parecía complacido.
Pero el testamento contenía varias paradojas. Había un legado de diez mil dólares para mi fiel secretaria Jeanne Temple (la mirada de la «fiel secretaria» saltó desde su regazo al semblante del abogado, con cierta sorpresa, delicia y, según captó Ellery, vergüenza).
Mi querida Marta Bellina recibía una suma semejante, lo cual era una paradoja ya que la cantante de ópera era tan rica como la mujer de Creso, no sólo por sus ganancias profesionales, sino por la fortuna de dos esposos ricos, a los que había enterrado.
Mi doctora y amiga Susan Merckell, también recibía mil dólares, lo cual era también otra propina para la doctora Merckell, cuyos ingresos anuales se elevaban a muchos centenares de miles de dólares.
A Selma Pilter, mi amiga querida, a cuya devoción y talento durante esos años se lo debo todo… Ellery escrutó atentamente a la nombrada, no consiguiendo leer nada en aquel rostro apergaminado. O tenía un gran dominio sobre sí misma, o conocía los términos del testamento.
—… le dejo la suma de cien mil dólares.
Ellery oyó el gruñido de descontento lanzado por Armando en italiano.
Ellery se inclinó más hacia delante. El abogado estaba llegando a la carnaza del testamento, haciendo una pausa. Wasser parecía embarazado o inquieto.
—A mi esposo Carlos… —Wasser hizo otra pausa antes de proseguir.
Los ojos negros de Armando estaban fijos en los labios del lector.
—¿Sí? ¿Sí? —le preguntó.
A Ellery le causó suma repugnancia.
—A mi esposo Carlos —el abogado hizo otra pausa, apenas de un instante—, sólo para que pueda medrar mientras busca otra fuente de ingresos, le dejo la suma de cinco mil dólares.
—¿Cómo? —chilló Armando—. ¿Ha dicho cinco mil?
—Así es, señor Armando.
—¡Pero eso es… criminal! ¡Tiene que haber un error! —el viudo agitaba frenéticamente los brazos—. Cierto, G. G. y yo firmamos un contrato por el que yo renunciaba a mi participación en sus bienes. Pero ya le conté, señor abogado, que dicho contrato expiraba al cabo de cinco años. Ese tiempo transcurrió y ella rompió el documento delante de mis ojos… Hace casi un año… ¿Cómo puede dejarme sólo esta bagatela?
—Ignoro qué vio usted romper, señor Armando —manifestó Wasser con cierta turbación—, mas su contrato preconyugal firmado con Gloria Guild sigue vigente, con plena fuerza —blandió un papel—, y aquí tengo una copia adjunta al testamento de la señora Armando. La copia original se halla unida al testamento original. Y ambos están ya en manos del Tribunal competente.
—¡Quiero verlo!
—Como guste —asintió Wasser, poniéndose de pie.
Pero Armando había avanzado ya hasta la mesa del abogado, y arrancó el papel de sus manos. Lo recorrió velozmente con los ojos.
—¡Repito que ella rompió el original en pedazos y los quemó! —el falso conde estaba asustado. Murmuró—: Lo entiendo, lo entiendo. No me enseñó el papel. Sólo me lo mostró desde lejos y yo fui lo bastante estúpido para fiarme de su palabra. Lo que rompió era un papel cualquiera. —Armando pronunció una serie de maldiciones en una lengua que Ellery no reconoció (¿sería rumano, el lenguaje de sus antepasados zíngaros?)—: ¡Me ha estafado! —chilló.
El odio y la cólera de su expresión iban dirigidos a Gloria; y todos sabían o adivinaban lo mismo: que la excantante estaba al corriente o sospechaba sus continuas infidelidades, por lo que a sus ojos Armando no había cumplido las reglas del contrato. No obstante, el viudo era incapaz de comprenderlo como los demás.
—¡Apelaré! ¡Apelaré a los tribunales!
—Naturalmente, señor Armando —contestó el abogado—, es usted libre de apelar. Pero no creo que deba alimentar grandes esperanzas. Es muy difícil que logre invalidar su propia firma de este documento; y la mera existencia del contrato cuya duración era de cinco años, es prima facie evidencia de que su esposa consideraba que usted no había cumplido escrupulosamente todas las cláusulas de dicho contrato. Verá cómo la prueba física es de gran peso. Y con todas sus declaraciones no logrará convencer a nadie de que su esposa destruyó el documento, cuando en realidad no fue así.
—¡Al menos me corresponde una tercera parte de sus bienes! ¡Un millón de dólares! ¡Ésa es mi parte! ¡No soy ningún necio!
—A la vista de este contrato, señor Armando, lo mejor que puede hacer es conformarse con la manda de cinco mil dólares dejada por su esposa.
Armando sacudió la cabeza y regresó al fondo del despacho.
—Lo conseguiré, lo conseguiré —murmuró varias veces. Luego, pareció reflexionar y cerró la boca fuertemente.
Volvió a apoyarse en el respaldo del sillón ocupado por Lorette, mirando al techo, Ellery sabía lo que estaba viendo. Contemplaba la ironía de su acción. Había organizado el asesinato de su mujer por sólo cinco mil dólares en vez del millón codiciado. Bien, otra persona tenía que ser la heredera. Ellery observó cómo Carlos Armando entornaba los párpados, cuando el tren de sus ideas llegó a la estación final. ¿Quién era el principal beneficiario de G. G.?
—Dejo todo el resto de mi fortuna —continuó leyendo el abogado—, real y personal, a mi única sobrina Lorette Spanier, si logran localizarla…
Seguía un largo párrafo, previendo que Lorette Spanier hubiera ya fallecido con anterioridad a la muerte de la testataria, o si no era encontrada, viva o muerta, a los siete años del óbito de la firmante; en tal caso, los bienes residuales servirían para establecer un fondo, con el que proporcionar becas y costear estudios a los aficionados al arte musical, tanto para los cantantes como para los músicos. Se detallaba escrupulosamente la organización del fondo… lo cual resultaba innecesario habiéndose ya encontrado viva a Lorette Spanier.
Fue Carlos Armando el primero que empezó a hablar.
—Te felicito, Lorette. No hay muchas huérfanas que a los veintidós años sean herederas de tanto dinero.
Su tono no era amargo. El conde ya había recuperado el dominio de sí mismo. Como un buen general, no perdía el tiempo gimiendo por el fracaso de su ataque. Estaba formulando planes para la próxima batalla.
«Deberían darle una medalla —pensó Ellery—, por haber tenido la previsión de tender un puente entre él y la sobrina de su esposa desde el primer instante».
En cuanto a la joven heredera estaba estupefacta.
—No sé qué decir… Oh, no lo sé. Sólo vi a mi tía una vez, y menos de una hora… No creo tener derecho…
—Esta impresión pasará, querida mía —murmuró Carlos Armando, inclinándose hacia el oído de la joven—. No conozco ningún sentimiento que pueda durar ante tanto dinero. Mañana, cuando me haya marchado de mi apartamento, después de vivir en él tanto tiempo (y supongo que ya sabes que se trata de un condominio totalmente pagado), te preguntarás cómo podías vivir en medio de tu pobreza.
—¡Oh, no diga esto, tío Carlos! Claro que no haré tal cosa. Usted puede quedarse en el apartamento el tiempo que guste.
—No seas tan generosa —replicó Armando, sacudiendo la cabeza como un tío viejo y prudente—. Claro que ahora que soy pobre otra vez, casi estoy tentado a aceptar tu ofrecimiento. Además, el señor Wasser no lo permitiría, ¿verdad? Ya me lo imaginaba. Y nosotros dos no podemos ocupar el mismo piso, pues la gente murmuraría otra vez. No, aceptaré lo poco que me corresponde y me trasladaré a una pensión. No te inquietes por mi destino, querida. Ya estoy acostumbrado a sufrir privaciones.
Fue una actuación espléndida y Lorette Spanier tenía los ojos arrasados en lágrimas.