Capítulo 17

—¿Adónde vamos? —preguntóle Roberta West a Harry Burke.

—He tenido una idea, señorita West —replicó el escocés secamente—. Espero que le guste.

El domingo por la noche, después de separarse de Ellery, la llamó impulsivamente y no sólo la encontró en casa sino que además la halló con ganas de compañía. Cenaron tarde en un local italiano de la Segunda Avenida, con velas y vino de Chianti procedente de una botella de mimbre, con un cuello larguísimo.

El taxi llegó a la calle Cincuenta y Nueve y torció al oeste. Las calles estaban desiertas. La noche era estrellada y bastante fría.

—Parece estar muy excitado.

—Tal vez lo esté.

—¿Por qué, si puede saberse?

—Oh, por algo… —incluso en la oscuridad, le pareció a la joven que el escocés se ruborizaba. Luego, añadió con rapidez—: Por ejemplo, por usted.

La joven se echó a reír.

—¿Se trata de una muestra del humor británico? ¿O es un chiste?

—Nada de eso, señorita West —repuso Burke secamente—. Tengo demasiado trabajo para aprender chistes.

—Oh… —murmuró Roberta.

Callaron hasta que el taxi frenó en la plaza. Burke abonó la carrera, ayudó a bajar a Roberta y esperó a que el coche se alejase.

—Ahora ¿qué? —inquirió Roberta.

—Ahora… esto —la cogió por el brazo enguantado hasta el codo y la condujo hacia una parada de coches de caballos que aguardaban a un lado de la calle—. Una vuelta por el parque. Bueno… si le gusta…

—¡Vaya una idea! —exclamó Roberta, trepando a una berlina y viéndose asaltada por el olor a caballo, a arneses viejos y a avena—. ¿Sabe una cosa? —preguntó cuando el escocés se hubo acomodado a su lado—. Con todo el tiempo que llevo en Nueva York, nunca había subido a un coche de éstos.

—¿Sabe una cosa? —murmuró Burke imitándola—. En todo el tiempo que he vivido en Londres, tampoco yo.

—¿Nunca subió en un coche de caballos?

—Nunca.

—¡Qué maravilla!

Más tarde, mientras el coche iba traqueteando por Central Park, y saludado por los veloces automóviles, la mano de Harry Burke rebuscó por debajo de la manta que tenían extendida sobre las rodillas, y cogió una mano de la joven.

La mano estaba casi helada, pero permitió la caricia.

Después, al regresar de la travesía del parque, Burke buscó los labios de la muchacha y no tardó en localizarlos. Parecían de goma dulce.

—¿Se ha enfadado, señorita West?

—En vista de las circunstancias, creo preferible que me llames Roberta, Harry.

Sólo cuando la dejó delante de su apartamento —ella se opuso con firmeza a ser escoltada hasta arriba—, Burke se dio cuenta de que Roberta no le había pedido otro beso.

Suspiró, sintiéndose bastante dichoso. Estaba seguro de que a la joven le había gustado su forma de besar y que en otra ocasión no se mostraría tan ausente.

Con el tiempo.