Se dirigieron a la jefatura de policía y pasaron el resto del día repasando las páginas del Diario y las Memorias de Gloria Guild. La mayoría de anotaciones eran intrascendentes: invitaciones a amigos, fiestas, finales de semana… reacciones ante los estrenos, algún comentario ácido sobre una cantante moderna… El Diario mostraba muchas referencias a personas importantes del mundo del espectáculo, como si la difunta Gloria Guild no hubiera abandonado jamás sus hábitos del Medio Oeste. Sorprendentemente, había muy pocas alusiones a su marido, y ni una sílaba a las relaciones, reales o imaginarias, de Carlos con otras mujeres. O Gloria Guild ignoró siempre su afán de conquistas, o prefirió ignorarlo, al menos en su archivo.
No había la menor pista respecto a la palabra «cara». Ni se mencionaba a la dama del velo; ni siquiera a un velo violeta o de otro color.
Un examen atento de sus Memorias —las notas mecanografiadas y las escritas a mano—, estaban asimismo desprovistas de toda referencia que pudiera conectarse ni remontarse con la muerte de la cantante.
Una ojeada a los informes del inspector Queen no aportó ninguna novedad; había aún menos detalles de los que ambos detectives ya conocían. Los muchachos del inspector habían desalojado todas las piedras de sus alvéolos, descubriendo algunas cosas: la renovada alianza de Amando con su exesposa número tres, Ardene Piggyback Vlietland, la de la catástrofe de Newport; el asunto con la secretaria de su esposa, Jeanne Temple, y con la doctora Susan Merckell…; su dúo de amor con la cantante de ópera Marta… Pero no había nada sobre la número cuatro, la alcohólica de Back Bay, Daffy Dingle, o la número siete, Gertie Hodge Huppenkleimer, la inmediata predecesora de Gloria Guild.
O, sobre la dama del velo.
—Primero, nos ocuparemos de ésta —dijo el inspector—, y también llamaré a esa Dingle, de Boston. Estoy sumamente interesado en esa dama tapada… la del velo púrpura…
—Violeta —rectificó Ellery con gravedad.
—No me tomes el pelo —rezongó su padre—. En cambio, no estoy tan interesado en la señora Huppenkleimer. Es la única esposa de la que Armando no sacó nada. No veo por qué una mujer así tendría que matar en su favor.
—Pero, según Kipley, ha vuelto a salir con él. ¿Por qué?
—¿Quién sabe por qué obran de cierto modo las mujeres? Tal vez se haya visto abrumada por recuerdos felices… Tú puedes ocuparte de ella, si te interesa.
—Lo cual es exactamente lo que vamos a hacer Harry y yo —resolvió Ellery.
Aquella noche siguieron el rastro de Gertie Huppenkleimer hasta un baile benéfico en el «Americana». La mujer era como una bomba atómica en el desierto de Nuevo México… como una enorme seta que dominase a todas las personas reunidas en la sala.
—Supongo que tendré que abordarla yo —murmuró Burke—. Gertie siente debilidad por los ingleses.
—Eres escocés.
—Amigo, no notará la diferencia.
Ellery contempló cómo Burke se abría paso hacia una mesa donde la señora Huppenkleimer chillaba al oído de un diplomático que había estado cautivo en África. Unos minutos más tarde bailaba con ella, casi oculto por el sombrero de la dama. Y unos minutos después, se hallaba ya de vuelta al lado de Ellery.
—Ninguna novedad. Hemos quedado para almorzar con ella mañana al mediodía. Estuvo encantada.
—¿Por qué?
—Le dije que nos habíamos conocido en la fiesta de la Reina —sonrió Burke—. Después de esto, incluso habría podido pedirle su faja. Si bien, pensándolo bien, ¿qué habría hecho con ella?
—Una hamaca —replicó Ellery con un gruñido, tras calcular las medidas anatómicas de la mujer.
Llegaron al apartamento de la plaza Beekman a las once en punto de la mañana del domingo, siendo recibidos por un mayordomo que lucía patillas. Madame les aguardaba; siguieron al mayordomo hasta una terraza con vidrieras, donde la señora Huppenkleimer estaba entronizada en un sillón enorme, delante de una mesa con almuerzo para tres.
—Señor Burke, qué alegría… —exclamó la anfitriona—. ¿Éste es su amigo? Oh, encantada de conocer a un amigo del señor Burke… ¿Ellery Queen, dijo?… Oh, Queen… ¡Qué tonta soy! Siéntese, por favor, señor Queen. Y usted también, señor Burke…
El escocés inició una charla trivial sobre la sociedad inglesa, mientras el mayordomo procedía a servirles. La señora Huppenkleimer comía en proporción a su volumen, grandes cantidades de pastel de trigo, huevos revueltos, salchichas, pescado ahumado, tostadas y café. Ellery, pronunciando una frase banal de vez en cuando, empezó a pensar en Moby Dick vestida de blanco. ¿Era Carlos Armando una especie de Capitán Ahab, persiguiéndola por venganza, atrayéndola hacia su voluntad hasta el último extremo de la venganza? ¿O era más bien como Mowgli, el Hombre-rana, que cabalgaba sobre Hathi el Elefante para su mutua satisfacción?[5]
—Oh, sí —decía Harry Burke—. También me encontré con el conde Armando. Perdone, supongo que no debí mencionarlo, señora Huppenkleimer. ¿No estuvieron casados?
—Sí, pero el conde es un impostor, y no existe ningún motivo para que usted no lo mencione, señor Burke —replicó la mujer, cogiendo un cigarrillo del paquete. Burke se apresuró a darle lumbre con el encendedor.
Ella sopló, chupó y se retrepó más en su asiento.
—El querido Carlos es un impostor evidente —se echó a reír, estremeciendo su vientre—. Pero no es posible seguir enfadada con él. Es tan galante… Aunque creo que no me ha perdonado el que me presentase en el dormitorio con un fotógrafo cuando le sorprendí con la criada. Precisamente, la otra noche bromeé con él al respecto.
—¿De veras? —exclamó Burke, sonriendo—. ¿Ha vuelto a verle? Opino que esto es muy amable de su parte, señora Huppenkleimer. El tiempo todo lo borra y todo… es lo que siempre digo.
—¿Por qué no debía volver a verle? Carlos no puede sacarme nada que yo no quiera darle. Naturalmente —añadió reflexionando como una vaca cuando rumia—, hallándose en el lío en que está metido tendré que dejar de verle. En fin, el tiempo decidirá —cogió una tostada de cinamomo que se le había escapado antes y empezó a masticarla, con el cigarrillo consumiéndose entre sus enjoyados dedos—. Ciertamente, no puedo ni quiero verme envuelta en este asunto.
—¿Se refiere a la muerte de su esposa?
—Al asesinato de su esposa —puntualizó la mujer, y arrojó un mendrugo al perrazo que esperaba junto a la mesa.
Ellery tuvo una súbita revelación. Gertie Huppenkleimer, pese a todas las apariencias, no era tonta. Por un lado, no había dejado de fijarse en él, mientras hablaba con Harry Burke, sin preguntar, pero dando a entender que sabía muy bien quién era Ellery «Queeg».
Y el joven tomó una decisión.
—Temo que nos hemos aprovechado de su delicioso almuerzo con engaños, señora Huppenkleimer —dijo—. En realidad, estamos investigando el asesinato de la señora Armando.
Burke hizo una mueca.
—Todo el mundo trata de aprovecharse de mí —expresó Gertie con calma—. Adelante e investigue… señor No sé Cuántos. No tengo nada que ocultar.
—Queen —le recordó Ellery—. Me encanta que no tenga nada que ocultar, señora Huppenkleimer, porque esto me permite preguntarle con más facilidad dónde pasó usted la media hora que precedió a la medianoche de aquel miércoles. El pasado, precisamente.
—La noche antes de la víspera de Año Nuevo… Déjeme pensar… ¡Oh, sí! Asistí a una recepción de las Naciones Unidas que dio el nuevo embajador de uno de esos países africanos. Después, fuimos en grupo a uno de esos locales… ¿cómo se llaman?, disco… algo, la de la plaza Sheridan, en el Village.
—¿A qué hora abandonó usted la recepción de la ONU?
—Hacia las diez y media —los astutos ojos, embutidos en grasa, miraron fijamente a Ellery—. ¿Soy sospechosa del asesinato de la Guild? Esto sería muy gracioso.
—¿Por qué, señora Huppenkleimer?
—¿Por qué tenía que matar a la mujer de Carlos? ¿Para casarme con él otra vez? Con una ya fue suficiente, gracias. Me divierte y estoy completamente satisfecha con este arreglo actual; bueno, lo estuve hasta que ocurrió el crimen. Oh, esta idea es ridícula.
De repente lo fue.
—¿Fue usted directamente desde la recepción, con varias personas, a Greenwich Village?
—Exacto.
—¿Salió y regresó en algún momento a la discoteca?
—No, señor Queen —sonrió la gruesa mujer.
—¿Y a qué hora se separaron en el Village?
—Después de las tres de la madrugada. Lamento defraudarle, señor Queen —la sonrisa se vio ampliada por una risa abdominal.
—Todo el caso resulta decepcionante, señora Huppenkleimer. Naturalmente, habrá que realizar ciertas comprobaciones.
—Claro —la mujer todavía reía. Pero cuando se volvió hacia Harry Burke, lo hizo con expresión infantil—. ¡Qué vergüenza, señor Burke! Me tomé en serio lo de la fiesta de la Reina, pero no me refería al señor Queen[6].
—Oh, yo estuve allí —replicó Burke con galantería—. Custodiando las joyas.
—Sería usted un lord encantador —suspiró la señora Huppenkleimer—. Hawkins… («¿De qué otro modo podía llamarse el mayordomo?», pensó Ellery), muéstreles el camino a estos caballeros.
Hallaron a Jeanne Temple en un edificio de apartamentos de la calle Cuarenta y Nueve este donde, según la tarjeta del buzón, compartía un piso con una chica llamada Virginia Whiting. El apartamento estaba compuesto por un dormitorio, una cocinita y una salita; todo era diminuto, excepto la sala, bastante amplia. El apartamento se hallaba muy mal amueblado y mostraba el desorden de la soltería. Ambas muchachas lucían pantalones «Capri» y suéters; ambas iban descalzas. Virginia Whiting tenía unos ojos grises y vivaces, y era bastante bonita; pero Jeanne Temple era más bien feúcha, siendo su único atributo un busto exuberante, que ensanchaba el suéter hasta el límite.
—No, no me importa que Virginia esté presente —dijo Jeanne Temple. La joven aparentaba unos treinta años, aunque Ellery supuso que era menor. Había miedo en sus ojos acuosos, detrás de las gafas de montura metálica—. En realidad, más bien…
—Calma, Jeannie —intervino Virginia—, no tienes por qué estar inquieta.
—Lo sé —exclamó la secretaria de Gloria Guild—, pero ellos no lo creen. ¿Por qué no me dejan en paz? Ya dije todo lo que sé…
—Todo no, señorita Temple —objetó Ellery.
La tez de la joven se amarilleó.
—No sé a qué se refiere.
—Me refiero a usted y a Carlos Armando.
El color amarillo se tornó escarlata.
—¿Yo y Cari… el conde Armando?
—Sus relaciones con él.
—¿Qué quiere decir? —gritó Jeannie excitada—. ¿Le contó él…?
—Nos han informado que usted y Carlos Armando se entendían, por decirlo así, a espaldas de la señora Armando.
—No es verdad.
—Temo que sí. La han visto a usted con Armando en varios restaurantes y bares de mala reputación, señorita Temple, en diversas ocasiones. Los hombres como Armando no van de paseo con las secretarias de sus esposas para dictarles la correspondencia.
—Señorita Temple —intervino Burke—, no estamos interesados en manchar su reputación. Nos interesan otros hechos.
La joven permaneció en silencio, con las manos enlazadas sobre el regazo. Luego, levantó la vista.
—De acuerdo, tuvimos relaciones… —confesó débilmente—. No sé… no sé cómo empezó todo. Sucedió, eso es todo. Quise romper, pero él no me dejaba. Me amenazaba, diciendo que me haría perder el empleo. Yo no sabía qué hacer… Me gusta… me gustaba mi trabajo, y la señora Armando me pagaba bien y me trataba amablemente… casi siempre… Oh, me sentía tan culpable… No me dejaba en paz desde la primera vez…
—Ya sabemos que es un cerdo —gruñó Burke.
Ellery frunció el ceño ante una observación tan poco profesional. Pero pareció actuar benéficamente sobre Jeanne Temple, como intuyendo en el escocés un aliado. Después, la joven dirigió a Burke todas sus respuestas, en una especie de gratitud. Virginia Whiting no se movía de su asiento; naturalmente, lo sabía todo… ya que Jeanne no hubiese podido mantenerlo en secreto con ella.
—¿Conoce usted a Carlos Armando, señorita Whiting? —preguntó Ellery bruscamente.
La muchacha se quedó sorprendida.
—¿Yo? Apenas… Le vi en este apartamento… dos veces. Pero sólo el tiempo justo para largarme al cine.
A Ellery empezó a gustarle la joven.
—¿Intentó cortejarla a usted?
—Una vez, mientras Jeanne se arreglaba en el lavabo —confesó secamente Virginia—. Pero yo tomé lecciones de karate y le hice una demostración. No volvió a intentarlo por segunda vez.
Jeanne Temple estaba con la boca abierta:
—No me lo habías dicho, querida.
—Hay muchas cosas que jamás te he contado, Jeanne. Incluyendo lo que yo pensaba de ese lobo que deseaba clavar sus zarpas en ti.
—Lo sé… sé que fui una tonta.
—¿Le propuso Armando casarse con usted? —insistió Ellery.
—No.
—En caso de librarse de su esposa, claro.
Los ojos de la joven echaron chispas.
—¡Le repito que no! ¿Por quién me toma, señor Queen? ¿Es esto lo que piensa la Policía?
—Esta idea —confesó Ellery— ha cruzado por algunas mentes. ¿Nunca le hizo tal proposición? ¿Ni una insinuación?
—¡No! Y de haberla hecho… hubiera ido directamente a contárselo todo a la señora Armando.
Jeanne temblaba y cuando Virginia le cogió una mano, se echó a llorar.
—Siento haberla trastornado, señorita Temple. Bien, nada más, o casi. ¿Cómo pasó la noche del treinta de diciembre… o sea el miércoles pasado?
—Ya les dije a los detectives…
—Una vez más, por favor.
—Yo soy la coartada de Jeannie —interpuso Virginia con calma—. Aquella noche cenamos juntas. Y no salimos de este apartamento. Yo falté a una cita porque tenía otra más importante para la noche siguiente, víspera de Año Nuevo. Jeannie y yo miramos la televisión toda la noche. Vimos las noticias de las once, y parte del programa de Johnny Carson. El descanso se produjo un poco después de las doce, cuando apagamos el televisor y nos acostamos. Al mismo tiempo. Juntas.
—¿La señorita Temple no salió de aquí en toda la noche del miércoles?
—No, ni yo tampoco; me acuerdo perfectamente.
—Está bien, nada más —Ellery se puso de pie, imitado por Burke. Jeanne Temple se estaba secando los ojos—. Oh, algo más, señorita Temple. ¿Tiene algún significado especial para usted la palabra «cara»?
—¿Cara?
—Sí, cara… c a r a.
—No sé nada… nada en absoluto.
—¿Recuerda si alguna vez la señora Armando mencionó esta palabra en relación con algo… lo que sea? ¿Hacia el primero de diciembre? ¿Más últimamente? Sobre todo, aquel miércoles…
La secretaria denegó con un gesto.
—La señora Armando nunca se refirió a la cara de nadie, que yo sepa. En realidad, siempre se mostraba vaga respecto a las facciones de la gente; nunca sabía el color de los ojos de una persona… en fin, ya sabe. Era miope y no quería llevar lentes de contacto, ni tampoco usaba gafas corrientes excepto para leer o trabajar. Era un poco vanidosa. Se fijaba en los vestidos de sus amigas… pero…
—Gracias, señorita Temple.
—¡Ese granuja…! —refunfuñó Burke, cuando estuvieron los dos en el taxi—. Debería existir una ley especial para los tipos como Armando. De este modo, sería posible llevarlos ante un juez, como a un perro.
—Debe de tener un gran gancho para las mujeres… —repuso Ellery distraídamente—. Si al menos pudiéramos tener una pista respecto a su significado…
—¿A qué significado?
—Gloria. A la palabra que escribió. Esto podría explicarlo todo. Lo explicaría todo.
—¿Cómo lo sabes?
—Es un presentimiento que tengo, Harry, en la médula de los huesos.