El periodista era un hombrecito vibrante y moreno, con el perfil de un dogo, ataviado con un quimono de seda de manufactura auténtica.
—Perdona mi atuendo —se disculpó, estrechando la mano de Ellery—. Nunca me visto antes de las cuatro. ¿Quién es éste?
Ellery presentó a Burke, el cual se vio sometido a un rápido escrutinio por parte de un par de ojos negros muy agudos. Luego, Kip desvió la vista.
—¿Harry Burke? No conozco ese nombre —y Kipley indicó con el gesto el cuidado bar, donde estaba revoloteando al parecer su portero puertorriqueño… porque debido a la columna periodística de Kipley, Felipe era el portero más famoso de Manhattan. El apartamento del ático era casi estéril, antifemenino hasta los huesos; ya que Kipley era un célebre hipocondríaco y enemigo declarado de las mujeres, pero con una pasión femenina por el orden.
—¿Qué queréis beber?
Kip tampoco bebía.
—Gracias, aún es temprano para mí —rechazó Ellery la invitación, y Burke, siguiendo su ejemplo, declinó asimismo el honor, aunque ya estaba mirando ansiosamente una botella de «Johnnie Walker», etiqueta negra. Kipley le hizo una señal al portero, quien desapareció. A Burke le dio la impresión de que el articulista estaba complacido.
—Bien, caballeros, aparquen donde puedan. ¿Qué queréis saber?
—Todo lo que sepas sobre Carlos Armando —le espetó Ellery—. Y no me refiero a los entremeses que esta mañana has servido a tus lectores.
El columnista se echó a reír.
—Todo está bien planeado, Ellery. No tengo que decírtelo, ¿verdad? ¿Qué deseas?
—Nada en concreto —admitió el joven detective—, por el momento. Porque todavía estamos a oscuras. Cuando sepamos algo, tú tendrás la primicia informativa, según un equitativo quid pro quo.
Kipley le miró suspicazmente.
—Supongo que el señor Burke es de confianza…
—Harry es un detective privado de Londres. Está relacionado con el caso de una manera periférica.
—Si lo prefiere, señor Kipley, me largaré —intervino Burke sin rencor. Se había casi levantado ya.
—Siéntese, amigo. Es que cuando doy a conocer mis pequeños secretos me gusta saber quién los escucha. Conque este caso tiene repercusiones británicas, ¿eh? ¿A quién inmiscuye?
—¿Quién ha de contar sus secretos? —le preguntó Ellery riendo—. Vamos, Kip, adelante. Ya he mencionado lo del trato.
—Armando… —pronunció Kipley, llevándose un dedo a un lado de su nariz veneciana—. Ese tipo no es trigo limpio. Es un maníaco sexual. Y más escurridizo que un ratón veterano. Por ejemplo: tomemos la manera cómo supo vivir al lado de Gloria Guild, ese montón de grasa, durante más de cinco años, sin que esa estúpida canaria vieja sospechara nada, al menos que yo sepa; es suficiente para sentir asco.
—¿La engañó?
—Tienes poca imaginación, amigo. Cuando tiene algo a su alcance, jamás lo abandona del todo.
—¿A qué te refieres?
—A que regresa a sus seducidas anteriormente. Por ejemplo: últimamente se le vio en algunas salas de fiesta con su esposa número siete en plena exhibición, o sea con la esposa anterior a Gloria Guild, la dama conservera de carne de Chicago, que pidió el divorcio cuando encontró a Armando durmiendo, es un decir, con la doncella (que no lo era en absoluto), y no le dio ni un centavo, lo cual fue un acto heroico. Ya sabrás que la señora Gertie Hodge Huppenkleimer, dejó el apellido Armando cuando obtuvo el divorcio. Pues bien, Gertie vive ahora en Nueva York, en un apartamento de la plaza Beekman, que le cuesta cincuenta mil pavos al año, y no sé cómo, Armando consiguió recobrar su favor. No me preguntes cómo lo logró. Naturalmente, no existe una mujer que sepa ver más allá de sus narices; pero aun así, la vida no es solamente un asunto de cama. ¿Qué ven en ese individuo? A menos, que haya encontrado un método ignorado de Kraft-Ebbing o de Kinsey[4].
—La pregunta es: ¿por qué vio Armando a la señora Huppenkleimer? —inquirió Harry Burke—. Mientras yo todavía estaba al servicio del Yard, la vi una vez en una de las fiestas dadas por la Reina. Tiene el rostro de un carnívoro, coronado por sombreros de tres pisos. Tal vez Carlos Armando sienta un cierto orgullo profesional… cuando no ha conseguido volver loca a una mujer la primera vez.
—Ésta podría ser su debilidad —asintió Ellery—. ¿Qué más, Kip?
—Aún no he terminado con sus exesposas. También se le ha visto con la número tres y la cuatro. La tres fue la señora Ardene Vlietland, a la que llaman Piggyback, que se divorció de Hendrix B. Vlietland, el banquero, para casarse con Armando; la que rompió con él después de aquella disputa en Newport, donde los invitados se balanceaban en las arañas de cristal, y arrojaban herraduras a todo lo rompible, incluso a dos Picasso. La cuatro fue la dama de Boston, la alcohólica y jugadora a las carreras, propietaria de una cuadra, Daffy Dingle; se casó con Armando y estuvo casada con él cuatro años; a Armando se le vio invitándola a martinis con vodka en varias cafeterías de lujo… aunque no sé por qué.
—Un tipo simpático —musitó Burke.
—Lo mejor de la Tierra —afirmó Kipley.
—Huppenkleimer, Piggyback y Daffy —enumeró Ellery—. Tres exesposas. Supongo que aún no has agotado el inventario, Kip.
—Escucha este nombre.
—Estoy ya estremecido.
—La secretaria de Gloria Guild —lanzó Kipley—. ¿Cómo se llama? Ah, sí, Jeanne Temple.
—¡Ay de mí! —exclamó Burke, burlón.
—¡Y de mí! —añadió Ellery—. Esto es nuevo. Y peligroso para él. ¿O es un completo idiota? ¿Bajo las narices de Gloria, Kip?
—No, Armando tuvo cuidado. Es una especie de animal listo que estalla de vez en cuando. Con Jeanne Temple fue a diversos lugares escondidos de la ciudad.
—No conozco a la Temple. ¿Vale la pena?
—Un busto admirable rodeado por un buen conjunto de brazos y piernas. Con una cara como un huevo pisoteado. Según mis noticias, él le tiraba de la lengua.
—Nuestra cultura primitiva —murmuró Ellery—. La pobre Europa infectada con la enfermedad americana. ¿Algo más?
—Apenas he empezado —observó el periodista.
—Será mejor entonces que tome notas —manifestó Ellery, sacando un cuadernito.
—Está también la sedicente actriz Roberta West —continuó el articulista, al tiempo que el escocés palidecía ligeramente—. No tiene dinero, pero es joven y bonita… Supongo que el falso conde necesita de cuando en cuando aliviar su tensión. No obstante, no ha visto a la West desde hace seis o siete meses, por lo que probablemente riñeron —Ellery y Harry Burke intercambiaron sus miradas—. ¿Qué pasa? ¿He dicho algo interesante?
—No —negó Burke.
Los ojillos de Kip se entrecerraron indignados.
—No me ocultaréis nada, ¿verdad?
—Sí —concedió Ellery, en tanto Burke se sentía muy infeliz—. Pero no tenemos derecho a hablar del asunto, Kip. Además, la relación de Roberta West con el caso probablemente saldrá muy pronto a relucir. ¿Qué más?
El periodista garabateó algo en un cuaderno de notas que tenía al lado.
—No sabía que fuese algo interesante, amigo. Gracias por la información. Además, tenemos a Marta Bellina…
—La cantante de ópera, ¿no?
—En persona. Bellina era probablemente la mejor amiga de Gloria Guild. Armando también se ocupó de esta amiga, y Marta lo mantuvo en secreto… ¡Mujeres!
—¡Increíble! —exclamó Burke.
—Marta Bellina —escribió Ellery—. ¿Alguna persona más?
—Su médico.
—¿Qué médico? —preguntó Ellery, levantando la mirada.
—El de Gloria Guild.
Ellery pareció sobresaltado.
Kipley se echó a reír.
—Si Armando es homosexual jamás se le ha descubierto. No, se trata de la doctora Merckell, Susan Merckell, doctora en Medicina.
—¿La laringóloga de Park Avenue, tan popular entre la gente de teatro?
—La misma. Una mujer guapa, soltera. Visitó al conde. Lo único que éste tiene que hacer cuando quiere verla es fingir un dolor de garganta, ir al consultorio y penetrar en la salita de reconocimientos. Mi información es que durante las visitas de Armando es la doctora la que se deja reconocer.
—¿De dónde saca tanto cieno? —preguntó Burke, asqueado.
—¿Le pregunto dónde arroja sus chinches, amigo? —replicó amablemente el periodista—. Luego está la dama del velo.
—¿Cómo? —exclamó Ellery.
—Se ha visto a Armando en compañía de una chica que siempre luce un velo violeta. Un velo bastante espeso, por lo que nadie le ha visto el rostro.
—¿Siempre?
—Siempre.
—¿Qué edad tiene?
—¿Puede alguien hoy día adivinar la edad de una mujer? Si el sol dejara de salir y reinara la oscuridad, habría muchas abuelas felices.
—¿Y el cabello de la chica o mujer del velo?
—A veces es rubio, a veces negro, o rojo. Pero siempre es la misma mujer. Con pelucas. Ya veo que os interesa Madame X. A mí también. Básicamente, Armando es estúpido. ¡Permitir que le vean por la ciudad con una dama cubierta por un velo! Lo mismo podría llevar un bañador. ¿No leéis jamás mi columna?
—No tan a menudo como haré desde ahora —admitió Ellery, añadiendo—: A propósito, ¿sabes cuándo vieron a Armando por última vez con la dama del velo?
—Antes de Navidad, creo. Tus preguntas son difíciles, muchacho. ¿Tiene algo que ver la fecha?
—No, se trata sólo de una de mis ideas. ¿Algún otro nombre?
—Se me han agotado —contestó Kipley simplemente.
Ellery le hizo una seña a Burke.
—Kip, te aseguro que agradezco mucho tu colaboración…
—Puedes guardarte tu agradecimiento y ya lo sabes. Dame una buena información, amigo, y seremos buenos hermanos.