Se detuvieron en un restaurante conocido de Ellery, donde tomaron unos filetes —ante el horror de Ellery, Burke pidió el suyo muy hecho—, y regresaron al apartamento de los Queen para dormir una pequeña siesta. Antes de acostarse sonó el teléfono, que cogió Ellery, enterándose así de que su padre se hallaba en la jefatura de policía del distrito donde había estudiado el Diario y los demás papeles de la difunta.
—¿A qué hora verás a Lorette Spanier, papá?
—A las cinco.
—¿Dónde?
—¿Por qué?
—Quiero estar presente.
—Le pedí que viniera a la jefatura.
—¿Estará también Carlos Armando?
El viejo calló.
—¿Tienes algún motivo especial? —preguntó luego.
—Ninguno. Deseaba verlos juntos. Se supone que no se conocen.
—¿La chica y Armando? —el inspector parecía sobresaltado—. Si ella apenas ha salido de la adolescencia… Acaba de abandonar el orfanato…
—Según Roberta West, Armando se entusiasma con todo aquello que llena una blusa. ¿Llena Lorette una blusa?
—Oh, sí.
—Entonces, convoca a Armando.
—Está bien.
—Incidentalmente, ¿se ha averiguado algo respecto a las demás mujeres de la vida de Armando?
—Fue lo primero que se hizo.
—El motivo de preguntarlo es porque alguna mujer de su pasado pudo ayudarle a librarse de Gloria. Ya sabes que tuvo muchas mujeres. Tanto amantes como esposas.
—Te adelanto en esto, hijo.
Pero si existía algo entre Carlos Armando y Lorette Spanier, lo ocultaron como unos disimulados miembros de la Liga de la Equidad. Armando pareció algo divertido por haber sido llamado al despacho del inspector; y Lorette, después de una rápida ojeada, levantó las cejas e ignoró al conquistador. Ellery pensó que, por tratarse de una chica tan ingenua como daba a entender su historial, había estudiado a Armando de una manera harto sofisticada, pero luego renunció a tal idea en favor del instinto para el análisis del carácter desplegado a menudo por las jovencitas. En cuanto a Armando, su mirada no dejó de posarse en ella como la sonda de un dentista. La joven podía llenar bien una blusa… en realidad, un suéter, con gran facilidad.
Lorette no mostraba en absoluto el aspecto inglés que podía esperarse como procedente de un padre de los Midlands. Parecía muy noruega, rubia y rubicunda; lo mismo podía haber llegado al despacho del inspector procedente de un crucero sueco. (Y, como la lucha que su tía había perdido, en su edad madura seguramente tendría que librar una batalla contra el exceso de peso). Poseía un rostro angelical, con una nariz recta, ojos azules, labios muy rojos, y la tez como la espalda de un recién nacido. El fruncido de sus labios estuvo de moda largo tiempo; era el requisito del sexo en el rostro infantil, recordándoles a los hombres que una mujer tenía un cuerpo. Los ojos de Armando no dejaban de sondearla, sonriendo placenteramente.
El conquistador inveterado no era lo que esperaba Ellery. No poseía la gracia del lagarto ni el cabello aceitado propio del gigolo patentado. Tenía un cuerpo musculoso, casi achaparrado, y se movía con cierta torpeza. Su cabello, áspero, rizado y seco, era casi negroide; su piel, requemada por las lámparas de cuarzo, realzaba la impresión de negrura. Poseía un par de ojos extraordinarios, que acusaban inteligencia, sombreados por unas pestañas femeninas. Sólo era débil su boca, aunque hermosa, de labios gruesos, pero desprovista de carácter. Ellery no pudo imaginarse qué veían en él las mujeres. A él, personalmente, no le gustó a primera vista. (Y al instante comprendió la causa de su repugnancia: Armando exudaba confianza en su propio sexo por todos los poros. Tal vez fuese esto lo que las mujeres veían en él).
El inspector Queen efectuó las presentaciones (Armando apenas saludó a los dos detectives con un perezoso buon giorno, con una voz gutural como la de un palomo; Lorette estrechó la mano de Ellery, firmemente, con gravedad, sacudiéndola de arriba abajo, y le sonrió a Harry Burke, iluminando inmediatamente el sombrío despacho, como si hubieran descorrido una persiana), y se sentaron todos; Ellery en una butaca del rincón, desde donde podía observarlos a todos sin ser advertido.
—He reclamado su presencia aquí, señor Armando —empezó el inspector—, porque se trata de un asunto que le interesaba a su esposa, y pienso que tiene derecho a saber lo que ocurre. A propósito, ¿sabía que la señora Armando estaba haciendo buscar a su sobrina?
—Entre G. G. y yo —repuso Carlos Armando— no había secretos. Me lo contó todo.
Secretamente, Ellery lo dudó. Aquel tipo estaba improvisando.
—¿Qué le pareció?
—¿A mí? —Armando frunció los labios—. Me sentí triste. Carezco de familia, excepto dos tíos detrás del Telón de Acero, que probablemente habrán muerto —sus líquidos ojos parecieron lavar a Lorette gentilmente—. La señorita Spanier es de compadecer. Encontrar a Gloria Guild y perderla esa misma noche es una ironía tan deplorable que no hay ni que discutir.
Lorette le miró con curiosidad. Sus deslumbrantes dientes destellaron en una sonrisa que decaía en las comisuras, como punto de interrogación, a su extravagante fraseología extranjera, mientras que los ojos de Armando se posaban en ella con el lenguaje universal del deseo. ¿Ignoraba la joven lo que era? Ellery no pudo decidirlo.
En cuanto al inspector Queen, gruñó ante las palabras de Armando y se volvió hacia la joven.
—El señor Burke la condujo al apartamento de la señora Armando a las diez y cuarto del miércoles por la noche. Ella estaba sola en casa. El señor Burke estuvo con ustedes hasta unos minutos después de las once. Dígame con la máxima exactitud que pueda lo que sucedió después de marcharse el señor Burke.
—No sucedió nada mientras yo estuve allí, inspector Queen —repuso Lorette en tono de reproche.
El viejo enseñó sus dientes en recriminación.
—Me refiero a lo que hablaron usted y su tía.
—Bueno, quería que fuera a vivir con ella, dejando mi piso y trasladándome allí, con ella y el señor Armando. Yo le di las gracias pero me negué, ya que, añadí, mi independencia vale mucho para mí, aunque era muy amable al rogármelo. Verá —agregó la muchacha—, pasé la mayor parte de mi existencia viviendo con otras personas; no se goza de mucha intimidad en un orfanato. Traté de explicarle a la señora Armando, a tía Gloria, que por primera vez en mi vida gozaba estando sola. Y que, además, a ella no la conocía. En absoluto. Habría sido como ponerme a vivir con una extraña. Creo que esto le dolió, pero ¿qué otra cosa podía decirle? Era la verdad.
—Claro —murmuró el inspector—. ¿Y de qué más hablaron, señorita Spanier?
—Insistió. Parecía padecer de los nervios… Fue muy penoso para mí —Lorette levantó sus asombrados ojos—. Incluso… bien, me pareció que iba demasiado lejos. Y continuó presionándome. Estaba muy bien relacionada con los asuntos del espectáculo, me dijo; podía ayudarme en mi carrera teatral… y así continuó un buen rato. Francamente, ignoro e ignoraba qué tenía que ver esto con vivir con ella. Si deseaba ayudarme, ¿por qué no lo hacía sin más? Me ofrecía una zanahoria como si yo fuese un borrico. Y no me gustó en absoluto.
—¿Se lo dijo así?
—No, habría sido una grosería. No creo en estas rudezas. La gente parece mostrarse muy descortés con el prójimo. Le dije que prefería seguir mi propio camino, tal como entendía que ella había hecho con su propia carrera; además, añadí que no creo que la gente pueda ayudar a nadie a subir hasta la cumbre en el arte; o se tiene talento, en cuyo caso llega más pronto o más tarde, o no se tiene, nada más. Así es como lo siento.
—Seguro. Y tiene usted razón —aprobó el inspector.
«Eres un verdadero hipócrita», pensó Ellery con admiración. Captó la mirada de Burke, el cual trataba de no sonreír.
—En resumen, ¿fue ésta la sustancia de su conversación con la señora Armando?
—Sí.
—¿A qué hora salió usted del apartamento de su tía?
—Creo que a las once y media.
—¿La acompañó hasta la puerta?
—Sí, hasta la jaula… quiero decir, el ascensor.
—¿Quedaron en volver a verse?
—Sí. Me rogó que la telefoneara a la semana siguiente. Quería que almorzáramos juntas en Sardi. No le prometí nada. Si acaso podía… Luego, me marché.
—La dejó sola… y viva.
—Ciertamente.
—¿Había alguien en el vestíbulo cuando bajó usted?
—No.
—¿Adónde se marchó?
—A casa —las implicaciones del interrogatorio del inspector empezaban a molestarla; tenía las mejillas encendidas con el color de la cólera, y su busto se había elevado claramente, con gran regocijo por parte de Carlos Armando, al parecer, que tenía los ojos como clavados en su suéter—. ¿Adónde podía ir a aquella hora, inspector?
—Era una pregunta. Supongo que cogió un taxi.
—No. Fui andando. ¿Hay algo de malo en ello?
—¿Andando?
—Por el Central Park. Vivo en el West Side…
—Decididamente, hay algo de malo en esto —afirmó el viejo—. ¿No ha oído decir que es peligroso que una chica cruce sola Central Park de noche? Especialmente cerca de medianoche. ¿No lee los periódicos?
—Bueno, tal vez fue una estupidez —admitió Lorette. Tenía buen temple, pensó Ellery, y el carácter inflamable que siempre muestran tales personas. Asimismo, sorprendente en una muchacha de su edad y circunstancias, un gran dominio de sí misma, y un saber hablar sopesando las palabras—. Pero no estaba asustada… más bien irritada. Tal vez no pensaba con claridad. De repente preferí pasear por Central Park, ya que era el camino más directo y eso fue lo que hice, inspector. No comprendo que esto tenga nada que ver con la muerte de mi tía… quiero decir, por qué medio llegué a casa la noche del miércoles.
—¿Encontró a algún conocido?
—No.
—¿Ni en el edificio donde habita?
—No.
—Según tengo entendido, vive usted sola.
—Exacto, inspector Queen —los ojos azules llamearon—. En cuanto a lo que hice al llegar a mi piso (estoy segura de que será su próxima pregunta), me desnudé, me bañé, me limpié los dientes, recé mis oraciones y me acosté. ¿Puedo decirle algo más?
Ellery sonrió ante la expresión de su padre. Al inspector le gustaba estar por encima de su antagonista durante sus combates dialécticos, pero éste no seguía la misma regla. El viejo volvió a enseñar su dentadura con cierto respeto.
—¿Le habló su tía del testamento, por casualidad?
—¿El testamento? ¿Por qué tenía que mencionarlo?
—¿Le habló de él?
—No, claro que no.
—El señor Burke nos contó que, al despedirle aquella noche la señora Armando, dijo que aguardaba a su esposo para poco después de la medianoche —el esposo de la señora Armando abandonó por un instante el escrutinio del suéter femenino para mirar al bigotudo inspector, pero volvió a concentrarse en la joven—. ¿Oyó cómo lo dijo, señorita Spanier?
—No, aunque después de marcharse el señor Burke, me hizo la misma observación.
—¿Vio usted al señor Carlos Armando aquella noche?
—No he conocido al señor Armando hasta hoy.
«¿O viceversa?», pensó Ellery.
Si era así, Armando se estaba aprovechando de la ocasión. Su mirada era positivamente obscena. Pero Lorette no parecía reparar en ello. Se concentraba únicamente en su inquisidor.
Esperaba que el inspector resumiese su declaración, mas no fue así.
—Dígame —intervino Ellery súbitamente—. Una vez Harry Burke hubo abandonado el apartamento, señorita Spanier, mientras usted estaba sola con su tía, ¿recibió ésta una llamada telefónica u otra clase de recado? ¿Llamó alguien a la puerta del apartamento?
—No fuimos interrumpidas en absoluto, señor Queen. Claro que no puedo decir nada respecto a después de haberme ido.
—¿Recuerda si la señora Armando hizo alguna observación, por muy trivial que le pareciese, relativa a la cara de alguien?
—¿La cara?
—Sí, la c a r a.
La joven sacudió la cabeza. Parecía genuinamente confundida.
—No recuerdo ninguna referencia de esta clase.
—Creo que eso es todo, señorita Spanier —interrumpió el inspector levantándose—. A propósito, ¿ha tenido alguna noticia del abogado de su tía, William Maloney Wasser, respecto a la lectura del testamento?
—Sí, he de estar en su despacho inmediatamente después de los funerales del lunes.
El inspector asintió.
—Bien, lamento haberle estropeado su día de Año Nuevo en Nueva York.
Lorette se puso de pie, encaminándose hacia la puerta. Pero Carlos Armando llegó antes, con la mano en el pomo.
—Permítame, Lorette… ¿No le importa que la llame Lorette? Al fin y al cabo, soy su tío.
Las finas cejas se juntaron un poco por encima de los azules ojos.
—Gracias, señor Armando…
—¡Oh, no! Carlos Armando…
Ella sonrió débilmente.
—¿Puedo llevarla a casa? ¿O adonde vaya?
—Por favor, no se moleste…
—Bueno, creo que debemos de conocernos mejor. Tal vez me permitirá que la invite a cenar… Supongo que hay muchas cosas respecto a G. G. que usted querrá saber… Y ahora que ha muerto, tan poco después de haberla localizado a usted, me siento un poco responsable…
Los tres restantes ocupantes del despacho no pudieron ya oír nada más antes de que se cerrase la puerta.
—Un verdadero conquistador de corazones femeninos —comentó Harry Burke, haciendo una mueca—. No pierde el tiempo, ¿eh?
—Es posible que alguien —reflexionó Ellery— quiera mostrarse excesivamente listo.