—Cara —murmuró Ellery, como saboreando la palabra.
—¿Cara? —repitió Burke.
—Cara —afirmó el inspector Queen—. Y nada más, caballeros. Poco, dulce y ridículo. Otro motivo para que busquemos el Diario y el manuscrito de la autobiografía. Tal vez arrojen alguna luz a esta cara.
—Podría ser un nombre —aventuró el escocés—. Aunque nunca he oído que una persona se apellidara Cara.
—Deberías pasar más tiempo en nuestros salones de baile —comentó Ellery—. Sin embargo, Harry, estás equivocado en una cosa. La c inicial es minúscula. Por tanto, tiene que significar «cara», de rostro, de «caro» en femenino.
—Sí, creo que tiene una de estas acepciones —observó el inspector—, a menos que estemos muy equivocados. Hijo, ¿se te ocurre algo?
—No —y la propia cara de Ellery estaba contraída como un limón exprimido.
—Otra cosa —añadió el inspector, también con expresión grave; y cuando padre e hijo estaban de malhumor se parecían de manera asombrosa—. Todavía ignoramos cómo entró el asesino en el apartamento. Al parecer, sólo existen dos llaves. La de Gloria y la de su marido. Y, según Roberta West, Carlos Armando tiene una coartada excelente; además, nos enseñó su llave. La de Gloria, al parecer, tampoco la cogió nadie. Aparte de que la puerta del apartamento estaba cerrada; existen muchas pruebas de que Gloria temía mucho a los ladrones. Y entonces, se plantea otra cuestión: ¿cómo penetró aquí el criminal?
—Tal vez ella le conocía… —sugirió Burke—, y le dejó… o la dejó entrar. No, no es esto —el escocés sacudió la cabeza—. De haber conocido a su atacante, habría escrito su nombre antes de morir.
Ellery estaba preocupado y movió negativamente la cabeza ante la última deducción de Burke. Seguía con el ceño fruncido.
—Roberta West… —interpuso el inspector—. Me gustaría hablar con ella personalmente.
Llamó al sargento Velie, a fin de que hiciera entrar a la interesada. Harry Burke se reunió con el viejo en la puerta y ambos empezaron a murmurar en voz muy baja.
Ellery les miró.
—¿Se trata de una conferencia altamente confidencial —preguntó con enfado—, o puedo participar?
Ninguno le prestó la menor atención.
La joven del cabello leonado subió la escalera visiblemente inquieta. Al verla, el inspector Queen interrumpió la conversación con Burke. Su mirada hacia la muchacha hizo que el escocés le mirase fijamente a él. Luego, tocó un brazo de Roberta, como para tranquilizarla. Y ella le dirigió una leve sonrisa.
—Soy el inspector Queen, me encargo de este caso. Señorita West —continuó el viejo, secamente—, he leído los informes de los detectives que la interrogaron, y quiero saber si puede usted añadir algo a su declaración.
Roberta miró a Ellery, y éste asintió. Entonces, la muchacha se atragantó visiblemente y le contó al inspector todo lo que ya les había explicado a Ellery y Harry Burke respecto a la increíble proposición que Carlos Armando le formulara unos siete meses antes.
—De modo que deseaba que usted pusiera fuera de juego a su esposa —comentó el inspector, perversamente complacido—. Esto es muy útil, señorita West. ¿Podría usted atestiguarlo?
—¿Ante un tribunal?
—Ahí es donde la gente suele testificar.
—No sé…
—Bueno, si está usted asustada de Carlos Armando…
—¿No lo estaría cualquier muchacha, inspector? Además, hay la publicidad… Ahora empiezo mi carrera y esta clase de propaganda no…
—Bien, reflexione —accedió el viejo con súbita gentileza—. No deseo presionarla. Velie, haga que la señorita West llegue sana y salva a su casa.
La joven se puso de pie, trató de sonreír y salió acompañada del voluntarioso sargento.
Harry Burke la siguió con la mirada hasta la escalera. Y continuó observándola hasta haber salido del apartamento.
El viejo se estaba frotando las manos.
—¡Menuda noticia! Sí, ese Carlos Armando está complicado en esto. Y sea quien sea la mujer que cometiera el crimen en beneficio suyo, así es como pudo entrar aquí: Armando hizo fabricar un duplicado de su llave y se la entregó a su amiga. Y puesto que se trata de una de sus conquistas, es indudable que Gloria no la conocía. Por esto no pudo dejarnos una pista directa.
—Sin embargo, la palabra «cara» tiene sin duda un significado —arguyó Ellery—. Debe tratarse de algo que Gloria vio en su asesina… algo que descubrió…
—¿Algo referente a su cara? —inquirió Burke.
—No, no, Harry… —denegó Ellery—. No es eso, o lo habría especificado. Cara…
—¿Se sabe a qué hora la mataron, inspector? —quiso saber Burke.
—En realidad, lo sabemos al minuto. En su escritorio hay un pequeño reloj eléctrico, que ella debió empujar con el brazo izquierdo al derrumbarse hacia delante, arrojándolo al suelo, ya que allí lo encontramos, con la llave de dar cuerda fuera. El reloj estaba parado a las once y cincuenta minutos. No, Ellery, el reloj ya no está aquí, sino en el laboratorio, aunque no podrá darnos ninguna otra pista. Las doce menos diez minutos es la hora en que fueron disparadas las dos balas. Incidentalmente, el doctor Prouty nos dio como hora de la muerte, una muy aproximada a la señalada en el reloj.
—En relación con esto —dijo Burke—, acabo de recordar que cuando me despedí de Gloria Guild el miércoles por la noche, ella me dijo que aguardaba a su esposo que llegaría poco después de medianoche.
—Lo cual significa —terció Ellery lentamente—, que cuando la mataron, Gloria sabía que su marido no tardaría en llegar más que unos minutos…
—Fue él quien la encontró —explicó el inspector— entre las doce y quince y las doce y veinte. Y si salió del apartamento de Roberta West a medianoche, esto concuerda.
—También aclara uno de los aspectos de la pista dejada por Gloria —razonó Ellery—. Al comprender que se estaba muriendo, y sabiendo que con toda probabilidad sería su marido quien la encontraría primero, comprendió que también sería el primero en hallar cualquier mensaje escrito. Por tanto, de haber dejado algo que claramente acusara o describiera a su cómplice, o le mezclara a él en el asunto, Carlos Armando lo hubiese destruido sencillamente, sin entregarlo a la Policía. Por lo tanto…
—Por lo tanto, tenía que dejar una pista que engañara a Carlos Armando, a fin de que éste pensara que su esposa no sabía en absoluto quién la había matado —Burke sacó la pipa del bolsillo y empezó a llenarla distraídamente con el tabaco de una bolsa.
—Exacto, Harry. Algo lo bastante oscuro para engañar a Armando… tal vez como el principio de uno de los crucigramas o acertijos que ella hacía eternamente; al fin y al cabo ¿por qué debía él figurarse que era una pista? Y no obstante, era algo lo bastante extraño como para que la Policía se interesara en ello.
—No sé… —Burke meneó la cabeza.
—Lástima que no dejara algo claro y sencillo —gruñó el inspector—. Porque todo lo que le dictó su fantasía, en el último minuto, resultó ser innecesario. Al morir, cayó hacia delante, entre los papeles de la mesa, y la palabra escrita en la hoja del bloc quedó oculta por su cabeza. Probablemente, Armando no se fijó… ya que con toda seguridad no tocó el cadáver para nada. Según su declaración, ni siquiera penetró en la biblioteca… Permaneció quieto en el umbral, vio la sangre y a su esposa derrumbada sobre la mesa, y se dirigió rápidamente al teléfono del dormitorio para llamar a la Policía. Y, en realidad, yo lo creo.
—Todo lo cual —reflexionó Ellery, tirándose de la nariz—, nos devuelve al punto de partida: la víctima ¿qué quiso dar a entender con la palabra cara?
—No se trata del punto de partida —objetó el inspector—. Se trata de ese Diario extraviado, y el lugar donde pueda estar; y si bien, estrictamente hablando, no es asunto vuestro, yo soy lo bastante testarudo para preguntar: ¿Dónde diablos está? —se asomó fuera del despacho y gritó—: ¡Velie! ¿Todavía no se ha encontrado ese Diario? —cuando el sargento hubo contestado negativamente con otro grito, el inspector volvió al centro del despacho y casi suplicó—: ¿Alguna sugerencia?
Los dos jóvenes permanecieron mudos.
—El asesino —dijo Burke finalmente—, o Armando antes de llamar a la Policía, pudo llevárselo.
—Armando no… no tuvo tiempo. La mujer tal vez —el viejo meneó la cabeza—. Tampoco tiene sentido común. ¿Los dos volúmenes? ¿Todo el material biográfico? Y no hay que olvidar que su mera posesión sería tan peligrosa como una huella dactilar. Incidentalmente, hablando de huellas, no hay otras que las de Gloria, Armando, Jeanne Temple, su secretaria y las de la doncella; pero ésta y la secretaria duermen fuera del apartamento.
—Entonces, tienen que estar por aquí —Burke chupó la pipa quedamente, componiendo la figura del verdadero detective inglés—. Mire esos estantes, inspector. ¿Han examinado todos los libros, uno a uno? Tal vez los manuscritos tengan unas cubiertas falsas…
—¿Quiere decir, disimulados; por ejemplo: en forma de novelas, como las de mi hijo? —preguntó el inspector. Ellery parpadeó ante el tono despectivo de su padre—. No lo creo. Eso fue lo primero que se me ocurrió.
—¿Han sacado algo de este cuarto? —preguntó Ellery bruscamente.
—Muchas cosas —afirmó su padre—. El cadáver, el reloj…
—Dos cosas. ¿Qué más?
—La hoja de papel escrita por ella…
—Tres. Adelante.
—¿Adelante? ¿Adelante de qué? Nada más, Ellery.
—¿Seguro?
—¡Claro que no estoy seguro! ¡Velie! —gritó el inspector.
El sargento volvió a subir la escalera.
—¿Cuántas cosas se han sacado de esta habitación?
—El cadáver, el reloj…
—No, no, sargento —le interrumpió Ellery—. Algo aparentemente no relacionado con el crimen.
El sargento se rascó la cabeza.
—¿Cómo qué, por ejemplo?
—Como una escalerilla de tres peldaños —repuso Ellery—. Según recuerdo, Gloria no mediría más de metro sesenta de estatura. Y estas estanterías miden unos tres metros. Por tanto, debía necesitar una escalerilla para llegar hasta arriba. No me la imagino subiéndose sobre un sillón tapizado con piel de elefante, o algo parecido, cada vez que deseaba coger un libro del estante más alto, o corriendo el peligro de romperse el cuello encaramándose a la silla giratoria. Por tanto, sargento, ¿dónde está la escalerilla?
Burke le estaba contemplando atentamente. El bigote del inspector se había elevado en una tenue sonrisa. Velie tenía la boca abierta.
—Cierre la boca, Velie, y vaya a buscarla —le ordenó el inspector; y cuando el sargento hubo salido, meneó la cabeza y continuó—: Me olvidé de la escalerilla. Sí, había una aquí, pero un detective la cogió para inspeccionar la vitrina holandesa del comedor y no la devolvió. ¿Para qué la necesitas, Ellery? Ya se examinaron completamente los estantes superiores.
—Veremos —limitóse a contestar el joven.
El sargento Velie regresó con una escalerilla tipo biblioteca, de ébano, con adornos de marfil y los peldaños de plástico, manchados y pisoteados por zapatos policíacos.
—Sargento —replicó Ellery—, ¿le importaría quitar de enmedio el pedestal?
Cuando Velie hubo apartado al guerrero watusi, Ellery instaló la escalerilla en el mismo lugar donde estuviera la estatua y ascendió hasta el último peldaño. Su cabello casi rozaba el techo.
—El altavoz —explicó—. Observé que el recuadro del altavoz del dormitorio está inserto en el marco, mientras que éste tiene bisagras y una aldabilla que lo mantiene cerrado. ¿No lo examinasteis, papá?
El inspector Queen, por una vez, no supo qué decir, aunque dirigió una severa mirada al sargento Velie, el cual palideció.
—¡Diantre! —exclamó Harry Burke—. Tienes un buen par de ojos, Ellery. A mí me pasó por alto.
Ellery quitó la aldabilla y empezó a desencajar el recuadro del altavoz. Sacó un tornillo, y el recuadro giró sobre unas bisagras casi invisibles.
—Bien —exclamó complacido. Su brazo desapareció por la abertura—. La clase de escondrijo que una aficionada a los acertijos como Gloria elegiría —volvió a sacar el brazo, sosteniendo una caja de metal semejante a una pequeña de caudales o depósito—. Aquí está, papá. Y hay más. Me sorprendería mucho que lo que buscamos no estuviese en estas cajas.
Había seis cajas de metal idénticas en el escondite, todas sin cerrar, y todas llenas de fragmentos del Diario, manuscritos y otros papeles. En una de ellas, se veía un sobre cerrado con lacre, con una inscripción mecanografiada:
MI TESTAMENTO.
Para que lo abra mi abogado, William Maloney Wasser.