El portero del inmueble tenía una expresión salvaje. Había un policía en el vestíbulo del edificio y otro en la puerta del apartamento de Gloria Guild y Carlos Armando que estaba situado en el ático, ocupando una enorme extensión de dos pisos, uno encima del otro. Varios agentes, incluyendo al sargento Velie, estaban trabajando en el piso superior. Ellery dejó a Roberta West en una pequeña habitación contigua al vestíbulo, y precedido de Velie y Harry Burke subió por una escalera con barandilla de hierro forjado, hasta el dormitorio principal, donde halló al inspector Queen que examinaba un armario.
—Hola, hijo —saludó el viejo, casi sin levantar la vista. Luego, añadió—: Maldición, ¿dónde está? Lamento haberle hecho atravesar de nuevo el océano, Burke, pero no había otro remedio. Tiene que estar en alguna parte.
—Antes de que examinemos el caso, papá —dijo Ellery Queen con tono apenado—, ¿podría recordarte que no nos hemos visto desde hace dos meses? No esperaba el recibimiento hecho al hijo pródigo de que hablan los Evangelios… pero sí al menos un apretón de manos…
—Oh, Dios mío… —gimió el inspector con el acento barriobajero de su niñez—. Ayúdenme ustedes dos a encontrarlos, ¿quieren?
—¿A encontrar qué, inspector? —preguntó Burke—. ¿Qué es lo que busca?
—Su Diario. Me vuelven loco los casos en que se encuentran Diarios personales. Su secretaria, Jeanne Temple, me contó que Gloria-Gloria llevaba uno desde que se retiró, en el que escribía, antes de acostarse, todos los acontecimientos del día. Está dividido en dos volúmenes. Hace unos meses empezó a trabajar en un proyecto de publicación, una autobiografía o algo por el estilo, con la ayuda de ese gigolo que era su marido y la señorita Temple; y empleaba su Diario como materia de referencia, cuando le fallaba la memoria o tenía que consultar datos. Pero ¿dónde está? Especialmente, deseo leer la última parte para ver qué escribió el miércoles por la noche. Es decir, si llegó a escribir algo. Llevamos dos días buscándolo.
—¿Faltan los dos volúmenes? —quiso saber Ellery.
—Sí. Y también el manuscrito de la autobiografía.
—Inspector —terció Harry Burke—, yo la vi a ella el miércoles por la noche.
—¡Naturalmente!, lo suponía. Por eso le telegrafié. ¿A qué hora se marchó usted de aquí?
—Unos minutos después de las once.
—Bien… bien —exclamó el inspector, distraídamente—. ¿Estaba nerviosa, excitada o algo por el estilo?
—No, no daba esa impresión. Claro que no la conocía apenas… Sólo mantuve con ella algunas conversaciones respecto al asunto… de mi incumbencia.
—Bien, ese Diario se halla relacionado con el caso, de un modo u otro. Apostaría cualquier cosa a que no se ha extraviado, sino a que están muy bien escondidos. Pero la cuestión, aparte de dónde, es: ¿por qué?
Ellery estaba contemplando la cama estilo Hollywood, con su colcha adamascada, sus almohadones de seda y la tapicería de tela dorada. En la cama, no había dormido nadie últimamente.
Su padre siguió su mirada y asintió.
—El miércoles por la noche no se acostó.
—Entiendo, papá, que no la mataron en esta habitación.
—No —el inspector se dirigió hacia un cuarto de baño inmenso, con una bañera de mármol y grifería dorada; todo estaba muy sucio… De haber sido humano, Ellery lo habría calificado como descuidado—. La mataron aquí.
Salvo por el desorden, la biblioteca resultaba sorprendentemente espartana. Una alfombra de estera en el suelo, un escritorio con una silla giratoria, de cara a la puerta; un sillón de madera negra, tapizado con lo que Ellery calificó de piel de elefante; una obra de arte en un pedestal, un guerrero watusi tallado en ebonita, de artesanía africana auténtica… aunque no muy buena. No había pinturas en los muros, y la lámpara situada al lado del sillón tenía una pantalla de mica algo desconchada. Por encima del guerrero watusi, empotrado en la pared cercana del techo, había un enrejado con marco de madera, de un material áspero, semejante a la piel de la patata, con un regulador de volumen, que Ellery tomó por un altavoz disimulado, conectado seguramente a un tocadiscos muy complicado que ya había observado en el salón del piso inferior; había visto un altavoz semejante en una de las paredes del dormitorio, y otro en el baño. Y no había nada más, excepto las librerías, que ocupaban tres paredes hasta una altura de unos tres metros. Los estantes se hallaban atestados de libros… de pie, de lado, planos, oblicuos (según observó Ellery con interés, había novelas policíacas principalmente; obras de Poe, Gaboriau, Anna Katerine Green, Wilkie Collins, Doyle, Freeman, Christie, Sayers, Van Diñe, entre otros muchos, incluyendo varios del propio Ellery); recortes de prensa, libros de todas clases… cuya acumulación debió tardar varios años en completarse. Ellery cogió de una estantería un libro de acrósticos, entre varios del mismo tipo. Lo hojeó pensativamente; todos los crucigramas estaban terminados, en tinta. Según su experiencia, no había nada tan inútil como un libro de crucigramas acabado, especialmente en tinta, ya que era casi una señal de tercer grado. Gloria Guild no fue mujer capaz de separarse de las cosas relativas a su afición, ni de todo aquello que servía a sus propósitos.
La superficie del escritorio era un revoltijo. El secante central, colocado delante de la silla giratoria, estaba considerablemente manchado con sangre seca, oxidada.
—¿Una herida en el pecho? —inquirió Burke, estudiando las manchas.
—Dos —precisó el inspector Queen—. Una bala le atravesó el pulmón derecho, y la otra se alojó en el corazón. Al parecer, la mujer entró aquí, después de irse usted, Burke, tal vez con la intención de redactar el Diario íntimo, o más probablemente aún, para sacar algunas notas para sus Memorias. La señorita Temple afirma que esto era lo que, en los últimos meses, hacía prácticamente cada noche antes de acostarse, y al día siguiente le dictaba las notas a su secretaria, para que las pasara a máquina. Probablemente, Gloria acababa de sentarse a la mesa cuando apareció su asesino y disparó, seguramente desde aquella puerta, según dedujo el doctor Prouty. Los ángulos de entrada de ambas balas lo confirman. La sangre manchó el secante cuando ella cayó hacia delante, tal como adivinó, Burke. No sabemos si logró ver a su asesino.
—¿Falleció instantáneamente? —indagó Ellery.
—No, el doctor dice que vivió unos minutos —el tono del inspector era muy peculiar.
—¡Oh, mamma mia! —gimió Ellery—. ¿Os extrañaría que hubiera dejado un mensaje? Claro que sería esperar demasiado.
—Pedid y se os dará —citó su padre, siempre con su voz nasal—. Y que os sirva de algo. Por mi parte, no entiendo nada.
—No me digas…
—Pues es lo que hago. Vivió bastante… y tuvo fuerzas suficientes… aunque no sabemos de dónde las sacó, y el doctor no se lo puede imaginar, con aquellas heridas en el pecho… para coger una pluma, aunque tal vez la tuviese ya en la mano, y escribir algo en la hoja de papel más próxima.
Ellery parecía muy interesado.
—Ven aquí. Y tú también, Burke.
Se reunieron con el viejo detrás del escritorio de Gloria. Uno de los objetos que había encima del secante manchado era una fotocopia policial de lo que debió ser una hoja de un bloc corriente.
—¿Amarillo? —preguntó Ellery, como si el color importara, a lo que su padre asintió con semblante grave.
Sobre una de la líneas impresas, hacia el final de la hoja, sólo había escrita una palabra.
La caligrafía era difícil, como torturada, ejecutada al parecer bajo una extremada tensión. La palabra era:
c a r a