La historia que contó Roberta West salió a retazos, al azar, como los fragmentos de un mosaico que hay que colocar uno a uno en su lugar para que el conjunto resulte armónico. Tal como lo reconstruyó Ellery, consiguió hacer una exposición de Gloria Guild, de su vida y de sus obras.
Nació como Gloria Guldenstern en 1914, en el país de Sinclair Lewis[2]; por los años treinta abandonó el Medio Oeste con la intención de conquistar Nueva York y todo el país. No había tomado nunca lecciones de música, por lo que era una joven totalmente autodidacta, habiendo estudiado, sin profesores, canto, música y piano. Ella misma se acompañaba en sus canciones.
Se decía que Gloria Guild también jugaba con su voz. Ciertamente, su técnica de canto era tan calculada como las notas en el papel pautado. Había en su voz una nota de pasión, casi de dolor, al proyectarla, que hipnotizaba a los auditorios como la flauta del faquir, algo no perdido todavía, en las salas de fiesta hasta los borrachos callaban cuando ella cantaba. Los críticos decían que poseía una voz íntima, muy apta para los locales nocturnos; y sin embargo, tan persuasiva era su magia que encantaba también a las multitudes. A finales de los años treinta cantaba semanalmente en su propio programa radiofónico para diez millones de oyentes. Era la princesa de la radio americana.
Llegó a la cúspide de la fama con las notas del Himno de la República, una melodía interpretada dulce y lentamente por una orquesta de cuarenta y dos ejecutantes; en aquellos tiempos de escasa sofisticación, un columnista la llamó Gloria-Gloria. Pero Gloria-Gloria era también una mujer muy astuta y práctica. Su acción más inteligente fue colocar su fortuna en manos de Selma Pilter, la agente de teatro, que rápidamente se convirtió en su representante.
La señora Pilter (había un señor Pilter, que se había esfumado en la bruma de un antiguo tribunal de divorcios) condujo los asuntos de Gloria con tanta habilidad que, cuando la cantante perdió la voz y se retiro hacia 1949, era millonaria.
En su vida privada, Gloria era una mente inquisitiva, y el retiro no sólo la condujo de nuevo a su antigua pasión, la música, sino a su verdadera chifladura, los juegos de palabras, los rompecabezas, los crucigramas. Era ya una fanática de la alta fidelidad antes de que el tocadiscos perfecto se convirtiera en una aberración nacional; su discoteca de música contemporánea era el sueño de un melómano. En cambio, el motivo de su afición a los crucigramas no era tan obvio. Procedía de una familia rural de Minnesota cuyas veleidades intelectuales jamás habían excedido de la antigua copia de Sam Lloyd en el saloncito de la granja. Sin embargo, Gloria pasaba muchas horas muertas resolviendo crucigramas. Los acrósticos, los anagramas y las novelas detectivescas eran su pasión (las aficiones clásicas de la época, ya que Gloria no se sentía atraída por las obras de violencia sexual o los misterios patológicos tan en boga después de la Segunda Guerra Mundial). Tanto su apartamento de Nueva York como su casita de campo, situada en un bosquecillo de pinos frente a un lago, cerca de Newtown, Connecticut, estaban atestados de tocadiscos, discos, radios, equipos electrónicos (no hubiera podido prescindir de todo ello); instrumentos de música, montañas de novelas de misterio y libros de crucigramas y otros rompecabezas, y en su terraza tenía una serie de sillas buinho de artesanía portuguesa, fabricadas con juncos húmedos, cuyo gran secreto era que cada vez que les llovía encima se apretaba su entramado.
Gloria permaneció soltera durante toda su carrera artística, aunque era una rubia espléndida, de busto erguido, y codiciada por los hombres. Cuando perdió la voz a los treinta y cinco años de edad, el destino la llevó a una reclusión estilo Greta Garbo, y (como en el caso de la famosísima estrella del cine mundial), se comentó, en los corrillos dedicados a tales chismes, que nunca se casaría. Y así fue durante nueve años. Pero en 1958, a los cuarenta y cuatro años de edad, y a los treinta y tres por parte de él, conoció al conde Carlos Armando. A los tres meses eran marido y mujer.
El «conde» Armando era un título de invención propia que nadie, y Carlos menos que nadie, se tomaba en serio. Su origen tenía una base incierta; ni siquiera su nombre era totalmente auténtico. Carlos se mostraba muy vago al respecto. Afirmaba ser español, romano, portugués y una mezcla de griego y rumano, según su humor; una vez llegó a asegurar que su madre había sido egipcia. Uno de los amigos del ámbito internacional (un conde auténtico), se echó a reír:
—Indudablemente, tu madre descendía directamente de Cleopatra —comentó.
—Naturalmente, caro —replicó Carlos, riendo, seguramente para enseñar su blanca dentadura—. Por línea de Romeo.
Los que afirmaban estar mejor informados decían que sus padres eran zíngaros y que él había nacido en una caravana junto a una carretera de Albania. Era muy posible. Nada de esto pareció importarles a las mujeres de su vida. Como obedientes soldaditos de plomo, caían por filas ante su amoroso fuego. El falso conde mantenía su munición siempre seca, como principio de trabajo, sin permitirse la menor emoción en sus operaciones eróticas. Las mujeres constituían su profesión. Y jamás se había dedicado a otra para ganarse el sustento.
El primer matrimonio de Carlos, a los diecinueve años, fue con una vieja viuda de Oklahoma. Ésta, que triplicaba exactamente la edad del joven, tenía una avidez por los jovencitos que a él le divertía. Lo arrojó de su lado al cabo de dos años, tras encapricharse de un bello efebo ateniense. Pero le remuneró generosamente con una cantidad que Carlos se apresuró a dilapidar en un año de locuras.
Su segunda esposa fue una acaudalada baronesa danesa, con los rasgos de una gárgola de catedral, cuya principal afición era peinarle el cabello como una muñequita. Cuatro meses de contacto con las tenacillas y aquellos dedos fueron suficientes para Carlos; sedujo a la secretaria de su esposa, procurando ser sorprendido en el acto, y galantemente se avino a ser «despedido».
Otro año de sabrosa existencia, y Carlos empezó a mirar a su alrededor.
Descubrió en los Alpes a la hija de un senador de los Estados Unidos, que sólo contaba dieciséis años de edad. El escándalo resultante implicó a un carísimo abortista suizo (de quien Carlos percibió el quince por ciento), y un generoso cheque senatorial, condicionado a su silencio, con la amenaza de un proceso en caso contrario.
Transcurrieron los años, y con ellos hubo un desfile de esposas, todas ricas y estúpidas, y lo bastante mayores para ser madres de Carlos; una socialista de Nueva York que se divorció de su esposo banquero para casarse con él (unión que terminó con la entrega de cien mil dólares después de una juerga por todo lo alto en la villa de su esposa en Newport, que pasó a los anales de la historia galante); una solterona alcohólica de Back Bay, cuya simplicidad fue explotada convenientemente por Carlos en Plymouth Rock; una condesa húngara, enferma de tuberculosis (que sólo le dejó un castillo rodeado por un foso y muchas deudas ya que previsoramente él se había apoderado de toda su fortuna antes de su muerte); una eurasiana madura, antigua beldad, a la que Carlos vendió literalmente a un opulento turco, cuyo verdadero objetivo era su hija núbil (como ya lo había sido de Carlos); la viuda de un conservero de carne de Chicago que, acompañada de un fotógrafo, le sorprendió en la cama de su doncella, lo despidió sin concederle ni un penique, y llegó a exhibir en el tribunal —con gran sorpresa por parte de Carlos— las fotografías, con manifiesta despreocupación por su publicación en la prensa.
Esta catástrofe le dejó sin recursos. Y cuando conoció a Gloria Guild se hallaba en extrema necesidad.
Naturalmente, Gloria no era una fortaleza inexpugnable; además, aún era atractiva y más joven que las antiguas esposas de Carlos. Sin embargo, la primera cuestión que se planteó el joven fue: ¿Es bastante rica?
Carlos había llevado una vida de vaquero conductor de manadas, ociosa, que empezaba a dejar señales en su oscura carne atlética, o esto le parecía a él siempre que se estudiaba atentamente en el espejo. Las hembras maduras y las viejas que, como su primera esposa, sólo buscan el ardor de la juventud, podían encontrar ya un poco pachucho al elegante conde Carlos Armando. Cuando llegara el día, se decía el conde, el novillo se trasladaría a pastos más verdes.
Por tanto, en aquella etapa de su vida, decidió Armando que no podía permitirse cometer un error. Encubiertamente, realizó una investigación respecto al capital de Gloria Guild, que no habría avergonzado ni al mejor agente de créditos. Lo que descubrió le animó en gran manera, y se lanzó a la conquista. No fue fácil, a pesar de que Gloria fuese receptiva. Se había convertido en una mujer sola e inquieta, y cuando se contemplaba al espejo se sentía desalentada. Entre la necesidad de tener una compañía y verse rodeada de atenciones y la terrible verdad revelada por el espejo, era inevitable un joven como Carlos Armando. Como había oído varios lances de su vida y sabía quién era, contrató a una agencia para que investigasen sus antecedentes. El resultado confirmó lo que ella sospechaba, y decidió no seguir por la misma senda que las demás tontas que habían entrado en la vida del «conde».
—Me gusta tenerte cerca de mí —le espetó a Carlos, cuando éste le propuso el matrimonio—, y tú quieres mi dinero, o al menos todo el que puedas atrapar, ¿no es cierto? Pues bien, será con una condición.
—¿Debemos hablar de formalidades en un momento como éste, amor mío? —la interrumpió Carlos, besándole las manos.
—Ésta es la condición: firmarás un contrato premarital renunciando por anticipado a cualquier participación de mis bienes.
—¡Ah! —exclamó Carlos, dejando de lado el besuqueo.
—Incluso la tercera parte de la legítima concedida por la ley —añadió Gloria secamente—, cuya apropiación leo en tu mirada. He consultado con mi abogado y me ha asegurado que semejante contrato sería perfectamente legal en este Estado. Bueno, en el caso de que tuvieras la idea de quebrantarlo más tarde.
—En qué mal concepto debes tenerme, bonita —gimió Carlos—, para imponerme una condición tan injusta. Yo me propongo entregarte todo lo mío.
—Lo cual no es poco —convino Gloria afectuosamente, rizándole el cabello. Carlos se contuvo a tiempo para no esquivar aquella caricia—. Por tanto, se trata de lo que los abogados llaman un quid pro quo.
—¿Qué significa esto, cariño? —inquirió Carlos, como si no supiera muy bien lo que era un quid pro quo.
—Lo tuyo por lo mío.
—Entiendo… ¿Cuánto tiempo? —preguntó Carlos súbitamente.
Era muy intuitivo en todos los asuntos relacionados con faldas.
—Veamos. Concédeme un mínimo de cinco años felices de matrimonio y romperé el contrato. He hecho investigaciones sobre ti, Carlos, y sé que el tiempo más largo que has vivido con una mujer no ha llegado a dos años. Yo te exijo cinco, y luego ¡zas! adiós contrato, y entrarás en la posesión de tus derechos legales como esposo.
Se contemplaron y ambos sonrieron.
—Te amo locamente, pero el amor no lo es todo. De acuerdo.
—Sí, amor mío —susurró Gloria.
Y todo quedó solucionado; Carlos firmó el contrato premarital, y ambos se unieron en el lazo indisoluble del matrimonio.