Roberta West resultó ser mucho más hermosa de lo que prometía por teléfono. Tan pronto Ellery la vio la catalogó como actriz de teatro, aunque de segunda categoría. Era esbelta de cuerpo y bronceada de piel, con un cabello verdaderamente leonado, ojos luminosos, algo ensombrecidos por las horas de insomnio o algún conflicto, y una encantadora señal de nacimiento en la parte superior de la mejilla derecha, que parecía una mariposa. La deducción sobre el teatro efectuada por Ellery derivaba de diversas observaciones: la forma cómo andaba la joven, cómo ladeaba la cabeza, cierta afectación en la postura, la impresión de una disciplina muscular recién adquirida y, por encima de todo, la estudiada dicción, como si hasta las ligeras vacilaciones hubiesen sido cuidadosamente ensayadas. Llevaba una falda y un polo de angora, con un abrigo de corte parisino echado sobre los hombros, y una bufanda al cuello que podía haber dibujado Picasso. También llevaba guantes. Sus diminutos pies iban embutidos dentro de unos zapatos de tacón bajo, muy caros, con unos lazos en forma de mariposa, lo cual, observó Ellery, equilibraba la marca de nacimiento de su mejilla. Estaba seguro de que la joven había escogido aquellos lazos por tal motivo.
La joven reunía un conjunto tan estudiado y armonioso, que Ellery estuvo tratando de dudar de sus propias conclusiones. Cuando una joven parecía haber salido de las páginas de Vogue, sabía por experiencia que casi siempre era la secretaria de alguien.
—Es usted actriz, ¿no? —afirmó.
Los ojos brillantes, y casi enfebrecidos, de Roberta se agrandaron.
—¿Cómo lo ha sabido, señor Queen?
—Tengo mis métodos —sonrió él, conduciéndola al saloncito—. Éste es el señor Burke. La señorita West.
La joven murmuró una frase.
—¿Qué tal? —dijo Burke, como si acabara de tropezar con algo. Fue hacia la puerta del estudio de Ellery y añadió con cierta renuencia—: Voy a lavar los platos, Ellery… o algo por el estilo.
—Tal vez a la señorita West no le importe que te enteres de su caso… El señor Burke es un detective privado de Londres, que ha venido por asuntos sólo profesionales.
—Oh, en tal caso… —murmuró rápidamente la muchacha, y agachó la cabeza.
Burke, por su parte, miró a Ellery con unos ojos positivamente caninos. Se dirigió a una de las ventanas y se quedó allí, al margen, como mero espectador.
—Bien —exclamó Ellery cuando la joven se hubo sentado, le hubo ofrecido un desayuno, que ella rechazó, y le hubo encendido un cigarrillo—, ¿de qué se trata, señorita West?
Hubo un instante de silencio.
—Casi no sé por dónde empezar —murmuró, confusa. De pronto, se recobró y tiró la ceniza del pitillo a un cenicero—. Supongo que usted recordará a Gloria Guild.
Ellery se acordaba de Gloria Guild. Habría tenido que ser un deficiente mental en caso contrario, o padecer de amnesia. No sólo se acordaba de Gloria Guild, sino que la había escuchado con enorme entusiasmo en su juventud, había soñado con ella —trauma internacional—, y hasta el recuerdo de su voz bastaba para cosquillearle los oídos.
Claro que sabía quién era Gigí, como la llamaban sus íntimos (aunque, por desgracia, Ellery no se había contado entre ellos); algunas veces, todavía ponía en el tocadiscos uno de sus discos de setenta y ocho revoluciones, en una noche de luna llena, cuando dejaba vagar sus recuerdos… Le sorprendía que aquel nombre acabara de asaltarle con tanta brusquedad. Era como si la joven del cabello leonado le hubiese recordado a Helen Morgan, a Galli-Curci, o a la jovencita de la garganta palpitante de El mago de Oz.
—¿Qué pasa con Gloria Guild?
Un movimiento de Harry Burke le dio a entender que el escocés también estaba sorprendido; sorprendido y algo más. Ellery hubiera deseado fervientemente saber por qué. Pero estaba obligado a prestar toda su atención a Roberta West.
—Yo estoy enamorada del marido de Gloria Guild —prosiguió la joven, y el tono en que lo dijo sobresaltó a Ellery—. Mejor dicho estaba enamorada de Carlos —a Ellery le pareció que ella se estremecía, algo que muy pocas personas suelen hacer, pese a cuanto digan los autores de novelas—. ¿Cómo pueden ser tan tontas las mujeres? ¿Tan ciegas?
Sí, había dicho ciegas y tontas.
Las mujeres llorosas no eran ninguna novedad en el saloncito de los Queen, y la causa de tales lágrimas era sumamente corriente; sin embargo, Ellery se sintió conmovido y la dejó llorar sin tratar de consolarla. Por fin, la joven se recobró, sorbió por la nariz como una chiquilla, buscó un pañuelo y se enjugó.
—Lo siento —dijo—, no quise hacer esto… Había decidido no llorar. Además, todo terminó hace ya siete meses. O… pensaba que había acabado. Mas ha sucedido algo que…