Me llamo Giulietta Hamilton, tengo dieciséis años y creo en los monstruos. Creo en los monstruos porque el pasado verano maté a uno. Sí, lo maté, pero ¡a qué precio!
Mis recuerdos de aquella última noche en la maldita Academia Fénix son muy confusos. Es curioso cómo la memoria subraya algunas cosas y otras las relega a un cuarto oscuro. Supongo que es una manera de protegernos. Recuerdo cómo, al abrir la compuerta de la presa, el caudal de agua se derramó con toda su fuerza contenida, desbordando el cauce del riachuelo. El torrente de agua llegó a la torre gris antes que Greco y yo. El vigilante en lo alto de la torre hizo sonar una alarma como las que suenan en las películas de fugas de cárceles. Entonces lo supe: era tanta la tensión que acumulaba que me sentía capaz de matar a alguien. Lo que fuera por salvar a Iris. No hacía ni dos meses que la había conocido, pero vivir una tensión como la que habíamos soportado juntas en la Fénix nos había unido tanto que no me hubiera sentido rara llamándola «hermana». E imaginármela a merced de la odiosa miss Fury me llenaba de rabia. Miss Fury, que probablemente se había estado alimentando de chicas como ella, regenerándose durante años. Pues de acuerdo, ahora eso se había terminado. Cuando estás mucho tiempo encerrado pierdes la noción de muchas cosas, pero jamás el instinto de supervivencia. Los oídos me silbaban, el sudor bañaba mi cuerpo demasiado delgado por culpa de aquellas semanas terribles y me faltaba el aire después de tanta carrera, pero aun así me sentía con fuerza para enfrentarme a cualquier cosa.
Greco me agarró del brazo e, intuitivamente, me tumbé en el suelo: un grupo de monitores, probablemente todos ellos, corría en dirección contraria al agua. La torre gris estaba ahora desprovista de vigilancia, tal como habíamos previsto.
Greco y yo nos acercamos aún con cuidado, no fuéramos a encontrarnos con algún esbirro rezagado. La sirena de alarma seguía aullando como un animal extraño, de otra época. Alcanzamos la puerta de la torre, situada en la parte de atrás. Era una puerta ancha, de madera basta, sin pomo. Como Greco llevaba las manos ocupadas con la barra de hierro y la lata de aceite, fui yo quien la empujó con el puño cerrado, mientras con el otro apretaba mi estaca con fuerza, como si fuera un amuleto. Greco y yo cogimos aire antes de entrar, como si fuéramos a sumergirnos en la parte profunda de una piscina. Nada de lo que pudiéramos habernos imaginado nos hubiera preparado para lo que allí nos encontramos. El interior del antiguo molino estaba provisto de diferentes niveles, cada uno de ellos iluminados por lo que parecían lámparas de gas. Por todas partes había una especie de grandes bañeras transparentes, comunicadas entre sí, llenas de un agua turbia. Como si de un gran laboratorio lleno de extrañas y enormes probetas se tratara, los cauces de todas las bañeras se unían en un pequeño estanque o piscina donde estaba miss Fury. Pero no era exactamente la miss Fury que nos había dado clases de latín disfrazada de ser humano, sino una especie de mujer alada de pupilas negras que llenaban las cuencas de sus ojos. En lugar de cabello tenía un puñado ralo de plumas negras, negrísimas, y estaba desnuda, con unos pechos como racimos de uva enfermos, la piel gris, escamosa, con los brazos extendidos de los que colgaban las membranas de las alas, que recordaban a las de los murciélagos. En el momento que entramos, pensé que la directora nos había visto; pero, a pesar de tener los ojos abiertos, su cuerpo inhumano estaba como en trance, ajeno a todo el revuelo que había más allá de los muros de la torre gris. Entonces la vi: era Iris, también desnuda en una de las bañeras contiguas a la del monstruo, su piel blanca como la de un cadáver.
Está… Está absorbiéndola tartamudeó Greco a mi lado.
Era cierto: era como si la esencia de Iris se diluyera en aquella agua turbia y pasara directamente al corriente sanguíneo de la directora, que parecía rejuvenecer por segundos.
Rescata a Iris me pidió Greco. Yo voy a matar a esa malnacida.
Corrí hacia mi amiga, subí unos escalones y la cogí por los hombros. No sé si alguna vez habéis intentado levantar a otra persona en vilo: no es nada fácil. Me giré en busca de ayuda y vi cómo Greco se subía a una tarima detrás de miss Fury y vertía todo el aceite de la lata sobre su cabeza. En ese instante, la criatura movió la cabeza hacia un lado con un golpe de cuello, como hacen los loros: se había despertado.
¡Cuidado!, grité con todas mis fuerzas.
Miss Fury lanzó hacia atrás su brazo-ala derecho, que impactó violentamente en el torso de Greco. Él cayó y se golpeó la espalda contra la pared. En apenas un segundo, el monstruo había salido de su estanque y se encontraba delante de Greco, con las alas extendidas en alto, dispuesto a atacar. Greco abrió la capucha del mechero Zippo, lo encendió y se lo tiró a la directora. Aquella criatura de otro tiempo comenzó a arder a la vez que soltaba horribles alaridos que definitivamente no eran humanos. Se volvió y miró el agua de su estanque; con toda seguridad pensó en lanzarse dentro para sofocar las llamas, pero Greco debió adivinarle las intenciones porque, sin levantarse del suelo, la golpeó en las piernas con la barra de hierro. La golpeó una y otra vez, incorporándose él a la vez que miss Fury se doblegaba y caía al suelo. Entonces el tiempo pareció detenerse: Greco con la barra en alto y el monstruo a sus pies dibujaban una estampa mitológica, más propia de un libro de cuentos que de la realidad. Después de unos segundos en que todo, incluidos nosotros, permaneció inmóvil, se escucharon fuertes chispazos y la sirena dejó de aullar. Como supimos después, el agua desbordada había hecho saltar la instalación eléctrica, dejando a oscuras todas las instalaciones de la Fénix y abriendo la puerta de entrada a la academia y la de los barracones.
Greco, te necesito aquí grité.
Mi amigo me miró como si se sorprendiera de que estuviera allí, como si saliera de un trance o despertara de una pesadilla. Dejó caer la barra de hierro y corrió jadeante hacia mí. Juntos sacamos el cuerpo desnudo de Iris y lo tumbamos sobre la madera. Greco se quitó la sudadera del chándal y cubrió el cuerpo desnudo de nuestra amiga. Me agaché y pegué la oreja a su boca.
Creo que no respira dije sin poder creer en mis propias palabras. ¡Creo que no respira, Greco!
La agarré de los hombros y la puse de lado, no fuera a ser que hubiera tragado agua. Su cuerpo no reaccionaba, era como una muñeca rota. Greco se arrodilló y empezó a hacerle el boca a boca. Sus labios trataban de devolverle la vida que ella le había dado antes con su beso, como luego me contó, cuando se sacrificó para salvarlo a él. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Recuerdo que un enorme cansancio se apoderó de mí; solo tenía ganas de tumbarme junto al cuerpo de mi amiga y dormir. Greco seguía intentando hacerla responder… Finalmente, se echó a llorar, la incorporó y se abrazó a ella como si esperara que cobrara vida y fuera a consolarlo. Antes de aquel verano yo jamás había perdido a uno de mis seres queridos. Pueden intentar explicarte qué se siente, pero no hay palabras que puedan explicar la mezcla de tristeza y rabia y agotamiento. Mientras yo lloraba en silencio, Greco lo hacía a gritos, unos gritos que parecía haber contenido toda su vida y que por fin podía soltar, los gritos de una bestia herida. Entonces, no sé si fue el instinto de supervivencia o qué, pero me giré justo para descubrir detrás de mí a miss Fury, calcinada pero viva, dispuesta a atacarnos con sus últimas fuerzas. Como impulsada por un resorte, salté sobre ella, sin miedo, y le clavé la estaca todo lo profundo que pude en el pecho, en lo más profundo de lo que debía ser su corazón. De rodillas sobre su cuerpo monstruoso, mirándola a esos ojos que eran todo pupila, la vi retorcerse unos segundos y después morir. Y su cuerpo se esfumó en una nube de polvo. Desapareció.
Fue como si nunca hubiera existido. Me eché hacia atrás hasta sentarme sobre mis tobillos. Las lágrimas corrían por mi cara como si también se hubiera desbordado una presa dentro de mí. Fue extraño: me sentí muy pequeña, desvalida, sola, pero, al mismo tiempo, poderosa.
Cuando salimos de la torre gris, Greco cargando en brazos el cuerpo sin vida de Iris, vimos al resto de nuestros compañeros. Muchos salían corriendo por la entrada abierta del muro, con maleta o sin ella. Otros vagaban sin acabar de entender nada, como si, tan acostumbrados que estaban a recibir órdenes, al verse libres no supieran qué hacer. Geoffrey y los otros clones estaban muertos, sus cuerpos tirados en el suelo como si los hubieran desenchufado. Esa es la impresión que daban. Algunos alumnos saltaban y abrían la boca hacia el cielo estrellado, como si respiraran por primera vez. Era como una película muda. Como un mal sueño.
Justo al atravesar la puerta abierta de la Academia Fénix, Greco cayó de rodillas, soportando el peso del cadáver de Iris. El cadáver de Iris. Todavía me cuesta decirlo, expresarlo en voz alta. Una vez oí o leí en alguna parte que alguien decía que no hay batalla sin víctimas. Pero ¿tenía que ser ella? ¿En serio?
A lo lejos se oían sirenas, puede que de un camión de bomberos, puede que de varios coches de policía. Mi recuerdo está borroso. Alguien me puso una manta encima y me dijo palabras de consuelo. Pero yo solo podía pensar: «¿Y ahora qué? ¿Cómo se supone que voy a volver a mi casa? ¿Tengo que olvidarlo todo y volver a ser la niña ingenua que era?». Imposible. Dicen que lo que no te mata te hace más fuerte. Pero, ¿y si lo que te hace más fuerte te mata un poco por dentro?
No sé qué tienen los veranos, pero no es difícil encontrarte con alguien que te cuente que tal o cual verano le pasó algo que cambió su vida. Normalmente son cosas muy triviales. El verano pasado conocí a un chico que cambió mi vida, o el otro verano descubrí que lo importante es saber vivir cada momento, te cuentan. Cosas así. Cuando oigo algo semejante, procuro sonreír con educación y luego miro hacia otro lado. Entiendo lo que me dicen, pero no puedo compartir mi propia experiencia. No puedo contarles que durante un verano mi vida cambió para siempre de la peor forma posible. No puedo explicarles lo que se siente al saber que tus peores temores son ciertos. No puedo decirles que un monstruo mató a mi mejor amiga.
El verano en la Fénix. Tantas preguntas que responder. En cuanto a los monitores, habían desaparecido; supongo que huyeron. Quién sabe, quizá también ellos eran prisioneros y habían esperado ese momento para recuperar sus vidas. O quizá estaban asustados. En cualquier caso, no los volvimos a ver. Pero, aunque han pasado ya unos meses, aún tengo el temor de doblar una esquina y toparme con uno de ellos. Todavía miro debajo de la cama antes de irme a dormir. Porque yo sé que los monstruos existen. Y también sé que, tarde o temprano, volverán a por mí.