Hoy hace siete días que no hemos visto a miss Fury. Si las sospechas de John Stewart son ciertas y, como también apuntaba la pobre de Marjorie, la directora es una especie de pajarraco mitológico que no muere, que simplemente se regenera, eso quiere decir que está escondida en alguna parte de este lugar, esperando el momento preciso para absorber la vida de la elegida. Es decir, mi vida. Pero yo no me voy a rendir. Y no me voy a quedar esperando sin hacer nada como un animal de granja al que van a llevar al matadero. No. Los monitores hablan de mí, dicen que soy «la elegida».
Muy bien, pues la elegida elige pasar a la acción. Dicen que la mejor defensa es un buen ataque. Pues bien, es hora de atacar. De atacar sin mirar atrás.
A la hora de la comida, me he colocado detrás de Giulietta en la fila, con la bandeja en la mano, esperando a que nos dieran nuestra ración.
Giu, no te vuelvas, soy yo.
Hola. ¿Estás bien?
Mejor que nunca. Al decirle esto, he notado cómo los músculos de la espalda de mi amiga se tensaban. No te asustes, no he estado en la torre gris. Escúchame, esta noche no vamos a salir.
¿No?
No. Tengo un plan y necesito que estemos descansados para mañana. Necesitamos dormir.
¿Tienes un plan? Cuéntame.
Ahora no, mañana. Confía en mí.
Iris, tú y Greco sois ahora mismo todo lo que tengo, cómo no voy a confiar en ti.
Al escuchar sus palabras he sentido unas ganas enormes de abrazarla. Pero eso hubiera sido peligroso.
Será mejor que no hablemos una palabra hasta mañana. Y no hables con Greco, yo se lo explicaré.
Al salir del comedor, he aprovechado que teníamos unos minutos antes de la próxima clase y me he acercado a Greco.
Hola, guapa me ha dicho, siempre tan atento. Ojalá pudiera creerme que estoy guapa: con este chándal y con los kilos que he perdido ya debo estar horrible.
Sigue caminando despacio a mi lado y sin mirarme. Tenemos que hablar le he dicho.
Vaya, ahora me has recordado a mi ex.
No es momento para que me hables de tu ex, no me interesa lo más mínimo. Escúchame: esta noche no saldremos, ya he avisado a Giulietta.
¿Por qué?
Tenemos que estar descansados para mañana.
¿Qué va a pasar mañana?
Los otros compañeros ya nos habían sobrepasado.
Ya te lo contaré a su debido momento. Confía en mí.
Greco se ha parado en seco y ha respondido:
La última vez que confié en alguien me hicieron daño.
Parecía desamparado, pero sabía que no podía ablandarme. Por su propio bien.
No seas crío.
No lo he abofeteado, pero Greco ha puesto una cara como si lo hubiera hecho.
¿Qué te pasa? ¿Por qué me hablas así?
Me he vuelto hacia él y le he agarrado por los hombros con fuerza.
Espera a mañana. Entonces te lo contaré todo.
Y me he ido a clase sin esperarlo.
Estoy tan nerviosa que no me hace falta el truco de la cuchara para saber que no me dormiré. Además, no quiero despertar a Giulietta. Espero y espero. No tengo reloj, aquí no hay relojes, pero calculo que ha pasado más de una hora desde que nos acostamos y apagaron las luces. Me levanto con mucho sigilo, me pongo el chándal y coloco la almohada debajo de las sábanas para que, si Giu se despierta, confunda el bulto con mi cuerpo dormido. Con las zapatillas en las manos, salgo de la habitación. Los pasillos están a oscuras, sombras grises dentro de sombras negras. Voy hasta los lavabos y me calzo las zapatillas. Por un momento, me parece escuchar algo, una respiración, el roce de unas ropas, así que me agacho, alerta por lo que pueda aparecer. Pero nada aparece.
Subo las escaleras hasta el piso de arriba y voy hasta la habitación que descubrimos, la de la antigua cocina. Decidida, me meto en el montacargas. Confío en tener bastante fuerza para poder deslizarme hacia abajo tirando de las cuerdas yo sola. Por suerte, llego al sótano sana y salva. Sin duda, subir sería mucho más difícil. Pero si las cosas salen como tengo planeado, no será necesario que vuelva por aquí. Entraré por la puerta principal con las llaves en la mano.
Abro el ventanuco del fondo y salgo al exterior. La hierba está húmeda por la lluvia que ha caído durante todo el día. Sin embargo, la noche está ahora clara y llena de estrellas. Cuesta creer que debajo de un cielo tan hermoso puedan suceder monstruosidades como las que ocurren en este sitio.
El haz de luz del faro de la torre gris barre la zona lentamente, como con pereza. Estoy convencida de que el tipo que lo maneja no sospecha que ninguno de nosotros, agotados y asustados alumnos de la Fénix, nos atrevamos a tratar de escapar. Pero debo tener mucho cuidado, por si acaso.
Me arrastro hasta la esquina más oculta de los barracones donde duermen mis compañeros, la esquina donde Greco me contó que Edgard había escondido un paquete de tabaco y un encendedor Zippo. Antes de que se lo llevaran a la torre, pobre Edgard. A oscuras, barro con mis manos la hierba, brizna a brizna, milímetro a milímetro, del terreno. Me mancho de barro las manos, las rodillas. Hasta que por fin lo encuentro Lo sabía, sabía que estaría aquí. El encendedor Zippo. Bueno, en realidad no lo sabía, pero confiaba en ello. Ha estado aquí todos estos días. La llave para escapar de aquí. Guardo el encendedor en el bolsillo y su tacto me reconforta. Me tranquiliza. No lo enciendo para probar si todavía funciona porque sé que es muy arriesgado: Greco me contó que, justo al encenderlo, escuchó como una ráfaga de viento, y al poco aparecieron los guardias. No puedo arriesgarme. Aún no.
Cubriéndome del haz de luz, escondiéndome detrás de cada árbol, avanzo con paciencia hasta el edificio donde están las habitaciones de la directora y sus secuaces, cerca de la torre gris. A pesar de haber corrido cada mañana y algunas tardes en las clases de gimnasia, siempre nos han mantenido alejados de ese edificio siniestro. Y eso tendría que habernos dado una pista de que algo importante ocultan. Pero ¿quién iba a imaginar que este sitio era una especie de fábrica del horror?
A medida que me acerco se me encoge el corazón: tengo la sensación de que puedo escuchar los latidos repiqueteando en mis sienes. E1 viento sopla suave en mi dirección y pienso que es una suerte: si la directora puede olerme, sería una catástrofe que el viento soplara a mi espalda.
Apenas faltan unos metros. Respiro hondo para darme ánimos y me arrastro hasta llegar a la pared más alejada de la torre gris. No hay ventanas en esta fachada, pero confío en que haya una entrada trasera, un ventanuco, una puerta que dé al sótano o a una leñera que me permita colarme en el edificio.
Al llegar a la esquina, me arrodillo y miro con cuidado. Una farola que parece tener más de un siglo arroja una débil luz sobre la parte trasera. No veo a nadie, así que me atrevo a asomar medio cuerpo para intentar ver mejor la fachada trasera. Bingo, en el centro hay una gran puerta de madera de doble hoja, como los antiguos portones de una cochera de caballos. Me incorporo y me dispongo a acercarme hasta la puerta cuando alguien me sujeta con fuerza:
La elegida tiene prisa con encontrarse con su destino me dice un monitor. Los dedos de su mano derecha se clavan en mi hombro como garras mientras con la izquierda me deslumbra los ojos con una pequeña linterna. Estoy tan asustada que no puedo ni gritar, paralizada por el terror. El hombre acerca su cara a la mía con una sonrisa que parece una cicatriz y puedo oler su aliento, un olor antiguo, como de tabaco de pipa. Entonces me parece ver por el rabillo del ojo que algo se mueve por detrás del monitor y lo siguiente que siento es que se afloja su mano sobre mi hombro y cae al suelo como un saco de patatas gigante.
Greco le ha clavado una estaca en la nuca.
Los ojos se me llenan de lágrimas. Greco está temblando como una hoja bajo una tempestad. Me lanzo sobre él y lo abrazo, su cuerpo pegado al mío.
Eres una idiota me dice con un hilo de voz, y casi siento ganas de reír por la alegría de verlo.
Me has salvado la vida.
No creerías que me había tragado tu numerito de esta tarde. Sabía que tramabas algo.
Ahora sí que no hay marcha atrás digo mirando al hombre que yace sin vida sobre la hierba. Rápido, escondamos el cadáver.
Seguro que jamás pensaste que llegarías a decir una frase así.
Arrastramos el cuerpo del monitor hasta las sombras del edificio y lo pegamos a la pared. Cojo la linterna y me la guardo en el otro bolsillo del chándal.
Vale, creo que ahora ya puedes contarme tu plan dice Greco.
Bueno, vale. Es muy sencillo: tenemos que encontrar dónde está miss Fury y prenderle fuego le digo enseñándole el encendedor.
Me parece un plan excelente.
Sonrío por primera vez en varios días: una de las cosas que primero me llamó la atención de Greco es su manera de hablar, como antigua. Asomamos la cabeza por la esquina. Nos miramos y, en silencio, asentimos. Nos acercamos hasta la entrada, con sigilo pero sin perder el tiempo. Parece mentira, pero la única protección del portón es un sólido travesaño de madera atravesado entre las dos hojas. Lo sacamos de su soporte con cuidado, sin hacer ruido. Greco lo sostiene con las dos manos, como si fuera a utilizarlo como arma, pero hace un gesto descartándolo: demasiado pesado. Empujamos con precaución una de las hojas temiendo que chirríe, pero se abre en silencio. Dentro, y eso no nos sorprende, está oscuro como boca de lobo. Entramos y cerramos la puerta. El interior es frío, como si la piedra con que está construido el edificio no hubiera dejado entrar el más mínimo calor desde hace décadas, siglos tal vez. Enciendo la linterna enfocando al suelo, no vaya a ser que haya más monitores despiertos y nos descubran. Estamos en una estancia amplia, seguramente unas cocheras, como había imaginado. Sin ventanas. Colgando de una pared hay un yugo y, en una esquina, apiladas de manera desordenadas, unas cuantas maderas podridas. Nada que podamos utilizar como arma. En el otro extremo hay una puerta con jirones de lo que parece pintura verde. La abrimos, subimos tres escalones y accedemos a un largo pasillo, salpicado de puertas a ambos lados. No se escucha nada. De puntillas, nos acercamos a la primera puerta. Greco pega la cara a la puerta, como tratando de escuchar algo. Por extraño que parezca, ya no siento miedo. Después del incidente que acabamos de vivir fuera, cuando Greco me ha salvado, es como si ya hubiera agotado mis reservas de miedo. Lo que siento es inquietud, prisa por acabar con esto de una vez por todas. Y muchas ganas de gritar. Pero me contengo. Al menos por ahora.
A mitad del pasillo hay una puerta que es diferente a las otras, más ancha y pintada de color rojo. No puedo dejar de recordar que, en la naturaleza, algunos de los animales más venenosos tienen colores brillantes para alertar a los demás de lo peligrosos que son. Y hay otra cosa que diferencia esta puerta del resto: está entreabierta.
Llevada por una intuición, le hago un gesto a Greco. Él asiente en silencio. La puerta roja da a un sótano. En la oscuridad, bajamos las escaleras muy pero que muy despacio, cogidos de una mano y agarrando la barandilla con la otra. A medida que bajamos, el olor se vuelve más pesado, como una cortina, un olor como a huevos podridos.
Enciende la linterna susurra Greco.
Nada de lo que hemos vivido desde el día en que entramos por la puerta de la Academia Fénix nos ha preparado para lo que encontramos: en el centro del sótano, en la tierra embarrada del sótano, hay una especie de nido de pájaro gigantesco, con la particularidad de que, en lugar de ramas, está hecho con huesos humanos. Ni al más perturbado de los psicópatas se le podría jamás ocurrir una imagen así. Una imagen digna del mismo infierno.
Pero no hay ni rastro de miss Fury.
La linterna se me cae al suelo.
Entonces escuchamos pasos arriba.
Vamos. Greco me coge del brazo y me lleva hasta detrás del nido. ¿Había dicho que ya no tenía más reservas de miedo? Pues me equivocaba. Me equivocaba del todo.
¿Quién anda ahí?, dice la voz de un hombre desde lo alto de las escaleras. ¿Es usted, señora?
Entonces sé lo que tengo que hacer:
Greco, el arroyo pasa por debajo de la torre gris, recuerda que es un antiguo molino le susurro. Seguramente debe haber una presa en alguna parte. Encuéntrala y destrúyela, eso los distraerá.
¿Los distraerá?
El hombre empieza a bajar las escaleras. El haz de su linterna corta las sombras.
Sí, así podrás salvarme.
¿Quién anda ahí?, repite el hombre.
Cojo con ambas manos la cara delgada de Greco y lo beso, lo beso con fuerza pero con ternura; el primer beso de amor de mi vida. Sí, mi primer y verdadero beso.
Me levanto y grito:
Aquí estoy. ¿Me vais a llevar a ver lo que hay en la torre o no?