Capítulo 16: Greco

En el aquel instante, presos del pánico, Iris y yo nos lanzamos a abrazar a Giulietta. Respiraba por la boca y emitía breves sollozos que tratamos de aplacar como podíamos. Fue entonces cuando eché de menos a mi madre. Uno cree que es fuerte, que puede con todo, que se hace a sí mismo a golpe de garrotazos, pero los momentos de debilidad no desaparecen así como así. La flaqueza que hizo temblar mis piernas al ver flotar el cuerpo de Marjorie no era anónima, vino hasta mí para quedarse, y todavía hoy, a veces, me visita y me estremece la memoria. Fue de cosas así, de ese tipo de sensaciones, de las que aprendí aquel verano al que sobreviví todavía sin saber cómo. Me acordé de mi madre, la vislumbré en mi habitación guardando ropa planchada en mi armario, preparándome el bocadillo en la cocina, antes de ir al colegio, y eché de menos el calor de mi casa, al mismo tiempo que entendía los años luz a los que me encontraba de ella.

Así que lejos de enaltecerme y mostrar mi valentía, en privado me hundí. Recuerdo además que pensé en mis amigos del colegio, con los que había jugado durante años y a los que había dado la espalda como un pelele en cuanto apareció Laura. Los recordé, sí; por mi cabeza pasaron uno a uno, y pensé en sus veranos, tan diferentes del mío en la Academia Fénix.

Las lágrimas de Giulietta se unieron a la bravura de Iris, que fue la única que se acercó al cadáver y llegó a palpar las manos de Marjorie. Yo no me atreví.

Todavía está caliente dijo Iris sin rastro de miedo, mientras un temblor atravesaba mis cinco sentidos con forma de escalofrío.

Si en aquel momento hubiera tenido un diario como el de John Stewart, hubiera escrito mil veces seguidas «Iris, me encanta Iris; Iris, me encanta Iris» como si fuera el mejor de los castigos. La Fénix me condenaba a muchas cosas, pero también le debía que me condenara a no separarme nunca más de Iris.

No había un minuto que perder. No podíamos quedarnos allí mucho tiempo. Todo había pasado en cuestión de segundos.

Tenemos que escondernos.

Volvamos a las habitaciones repuso Giulietta todavía llorando.

No, Giu, eso sería peligroso. Seguro que los clones han oído el grito. Ya verás, es mejor escondernos; si nos vamos, nos pueden pillar a las primeras de cambio.

Hacía frío en los lavabos, y la visión de cera de Marjorie colgada trasmitía más frío todavía. Una tensa impaciencia enredaba el ambiente, y nuestras miradas no encontraban salida a aquel embrollo. Por encima de la muerte de Marjorie habitaba el miedo a habernos metido en un lío desmedido e impreciso. Por mi cabeza pasó la idea de que tal vez estábamos yendo demasiado lejos. Quizás deberíamos entregarnos. Dejar que miss Fury dispusiera de nosotros a su antojo y salir de la Fénix al final del verano siendo otros. ¿Por qué no?

Pero entonces volvió a hablar Iris.

Solo os digo una cosa: está prohibido rendirse. Vamos a escapar de aquí como sea. No vamos a acabar así. Y señaló a Marjorie, a la que los tres vimos con el cuello caído, mirando al abismo del suelo de cemento sin ver nada, como una marioneta olvidada.

Entonces se oyó un ruido de pasos que iba creciendo paulatinamente. ¡Se aproximaba a los lavabos como si fuera la sombra de una amenaza!

¡Rápido!, balbució Iris.

La seguimos hasta la zona de las duchas, caminando en sentido contrario a los ruidos pero sin mucha escapatoria. El grito de Giulietta había sido tan estremecedor que a buen seguro había despertado a muchos alumnos que dormían en los barracones situados a ambos lados de los servicios. Con las luces apagadas se hacía difícil discernir el entorno, y todos nuestros movimientos obedecían a la inercia y a la intuición. Sabíamos de una ventana, una pequeña ventana que había al final, a la derecha, que daba al patio, pero quizás era demasiado pequeña. Mientras sobre nosotros se precipitaba la duda, esos pasos espeluznantes que parecían los de una manada nos apremiaban a tomar una determinación urgente. ¿Qué hacemos? ¿Huimos? ¿Nos escondemos? ¿Nos daba tiempo de volver a nuestras habitaciones sin ser descubiertos? El cuerpo de Marjorie quedaba en los lavabos, y ahora estábamos en la sala de las duchas, donde todavía se inhala un indicio de vapor y jabón.

La respiración de Giulietta seguía atropellándose y por momentos se acercaba al sollozo. No llegamos a ver, pero sí intuimos, que Iris pisaba el suelo como si buscara algo. Estaba claro que nadie se vendría abajo. Ya no había tiempo para echarse atrás.

Aquí. ¡Lo sabía!

Iris se agachó. Ni Giulietta ni yo alcanzamos a ver las rejas que había en el suelo.

A las alcantarillas.

Hizo fuerza para levantar la reja. Al ver que no podía, me pidió ayuda con solo decir mi nombre:

Greco.

Me agaché, agarré con las dos manos sendos vértices e hice fuerza. Aquello no parecía moverse.

Rápido, por favor, que vienen, que vienen nos apremió Giulietta.

Entonces Iris saltó sobre el sumidero, concentrando toda la fuerza en uno de los lados, y aquello pareció moverse. Sin pensarlo un segundo repetimos la operación, ella de un lado y yo del otro y, por fin, logramos levantar las rejas.

Vamos chicos, habrá que mojarse, pero no queda otra sentenció Iris.

Escuché el curso del agua que circulaba por debajo de mis pies, a la vez que respiré un olor embrutecido que mezclaba humedad y bazofia. De pronto, un atronador portazo en la entrada de los lavabos nos anunció la llegada de un grupo. De un salto nos metimos bajo los sumideros y enseguida logramos reposar la reja encima de nosotros sin hacer ruido. Ni que decir tiene que nos mojamos hasta las caderas. El agua fría parecía clavarse en la piel. No se veía prácticamente nada, pero todo se oía. Sin más calor que nuestra respiración, intentamos abrazarnos los tres sin movernos más allá de lo necesario para no hacer ruido. Recuerdo que pensé que, si hubiera tenido mi iPod, hubiera buscado mi canción preferida y hubiera puesto un auricular en el oído de Iris y otro en el de Giulietta, para que fuera solo yo quien escuchara aquel perverso mutismo.

Entonces escuchamos voces conocidas. Reconocí las de Geoffrey, Abraham y Cindy. A esas alturas, nuestros «compañeros» daban tanto miedo o más que los monitores. Por la cercanía de sus voces, intuí que estaban junto al cadáver de Marjorie. ¿Por qué no emitían ningún grito del espanto? ¡Parecía que ni siquiera les sorprendía!

Todavía está caliente dijo uno.

Entonces nos la llevamos añadió Geoffrey. Mientras el cuerpo esté caliente, servirá.

Le daremos una alegría a miss Fury dijo una voz femenina que no supe reconocer.

Oímos cómo descolgaban el cadáver de Marjorie. Los sentidos se agudizan cuando aumenta la necesidad, por lo que llegamos a escuchar con nitidez cómo rompían la cuerda con una navaja cuyo afilado filo pareció cortar también nuestra respiración: ¡así que ellos estaban armados! Estábamos descubriendo muchas cosas.

Y cuando parecía que se acababa el martirio y la angustia se alejaba de nosotros, la mala suerte se puso de nuestra parte y empezó a cavar nuestra tumba, porque en aquel instante Giulietta, muerta de frío y sin poder evitarlo, estornudó manifiestamente, y no una vez, sino dos, como siempre que uno se ve incapaz de controlar ese espasmo.

Mi corazón empezó a latir aceleradamente, al tiempo que me vi en la torre gris, torturado y sometido.

¡Ha sido por aquí!, dijo uno de los clones. Aquí, en las duchas.

Nos encogimos aún más. Sobre nuestras cabezas nos ocultaba la reja, dibujando las líneas de la cárcel que nos esperaba a la vuelta de la esquina.

Con el miedo frotándonos los párpados, incrédulos y fríos, pudimos oír con claridad lo siguiente:

Acércame una linterna, que aquí hay alguien.

¡Toma!

¿Quién anda ahí?

Unos pasos se acercaron. Allí estaba el nuevo Geoffrey, andando con esmerado cuidado, como si todo él estuviera hecho de cristal veneciano. El silencio que reinaba en el pasillo se rompió de nuevo por culpa de su presencia y observaciones. Después de dar tres pasos empezó a reírse solo:

Sal, quién quiera que seas. Ya sabemos que ha sido un suicidio, no temas.

De pronto, vislumbramos el suelo por encima de las rejas, el techo y la estancia iluminada por el haz de luz de una linterna. Más pasos prosiguieron y se aproximaron. Ya no era solo Geoffrey, también estaba Abraham:

¿Ves algo?

No, pero estoy convencido de que he oído algo repuso el que sujetaba la linterna, que iluminaba el pasillo por encima de nuestras cabezas. No veo a nadie en las duchas, voy a asomarme por la ventana del fondo, a ver si alguien ha escapado.

Por ahí no cabe un humano dijo el otro.

Durante un segundo la luz dejó de alumbrar el suelo y la reja que había sobre nuestras cabezas. Pero no fue porque nadie se retirase, sino porque Geoffrey decidió avanzar. La luz floreció con él y en ese mismo instante en que Giulietta me agarró fuerte del brazo, en ese instante en que yo quise entregarme porque ya no tenía sentido tanto sufrimiento, una de las zapatillas de Geoffrey pisó la reja. Me faltó el aire. Se me heló la garganta y me quedé sin aliento. Al levantar la vista descubrí la sombra de la suela de una de las zapatillas. Era un número grande, era una suela ancha y larga. Bajé la cabeza como si me rindiera, y empecé a gritar para mis adentros: Pensé que no era justo, que me quedaban muchas cosas por hacer en la vida. Pensé que iba a morir sin poder besar a Iris, y el amor que yo tenía para darle moriría conmigo.

¿Estás seguro de que aquí había alguien, Geoffrey?

Sí, lo estoy. Eso se oyó más lejos, como si estuviera asomando a la ventana; luego siguió: No veo a nadie por fuera, el patio está vacío.

Oye, que no podemos entretenernos, que el cadáver se enfría enseguida le advirtió Abraham.

Hacemos una cosa: vamos a dejar el cadáver y volvemos a las habitaciones, avisamos a los monitores y revisamos cama por cama, ¿te parece?

Así lo haremos. Vámonos, el cadáver se enfría, no podemos perder tiempo.