Esto está a punto de terminar.
De una manera u otra, todo acabará pronto. De eso estoy segura.
Estoy tumbada en la cama sin poder dormir, demasiado agitada por los acontecimientos de esta mañana. Ha sido entonces, mientras corríamos como de costumbre, cuando he tenido la certeza de que mi suerte está echada.
Estos últimos días, Giulietta, Greco y yo hemos pactado distanciarnos para no levantar sospechas. Greco corría entre los primeros del pelotón, Giulietta a mitad y yo casi la última. Mientras corría, miraba la silueta a torre gris, un antiguo molino, según el diario de John Stewart. Es una edificación sin ventanas, apenas cuatro aberturas verticales y estrechas en la parte superior. Entre dos de esas aberturas hay una plataforma metálica y techada con un foco giratorio, a modo de faro, y detrás el espacio suficiente para que se aposte un hombre. Como las cabinas de vigilancia de las cárceles en las películas. La puerta de entrada está en la parte de atrás y siempre hay un monitor cerca. Me fijaba en todo eso cuando, de pronto, he tropezado con una raíz y he caído al suelo. Los alumnos que corrían delante no se han enterado, pero los que iban detrás de mí se han detenido, aliviados por tener una excusa para descansar. Nadie me ha ayudado a levantarme, todos estamos demasiado cansados. Entonces se me ha acercado un monitor. Su mirada era furiosa, como si yo hubiera cometido una falta imperdonable. Al momento he sentido cómo se me erizaba el vello de la nuca de puro terror. El monitor me ha agarrado del brazo y me ha levantado de un tirón, sin ningún tipo de miramientos.
Lo siento he dicho con la cabeza gacha, los ojos clavados en la tierra húmeda.
¿Qué sientes, haberte caído o ser tan torpe?
No me he atrevido a contestar nada.
Vamos, te vamos a ayudar a mejorar tu agilidad me ha dicho.
El terror me ha paralizado. ¡Me iba a llevar a la torre gris! He buscado con la mirada a Greco. En ese momento ya todos habían dejado de correr. Los rostros de Geoffrey y del resto de clones tenían una expresión de satisfacción. Detrás de Abraham, he visto la expresión aterrorizada de Greco, el cuerpo tenso como la cuerda de un arco, dispuesto a acudir en mi rescate. Entonces he visto claro lo que tenía que hacer. He negado con la cabeza y le he dicho al monitor:
No hace falta que me agarre. Iré con gusto. Lo estoy deseando.
Él me ha mirado sorprendido, buscando en mi cara alguna señal de desafío. No la ha encontrado.
Chica lista. La resistencia no conduce a nada bueno.
Entonces se ha acercado otro monitor, visiblemente alterado.
¿Qué haces, loco?, le ha espetado a su compañero.
Ha roto el orden ha contestado el primero. Ya conoces las normas.
Es la elegida. No la puedes tocar. Es demasiado pronto.
Entonces me ha soltado, visiblemente nervioso, y ha mirado en la dirección al edificio donde duermen. Donde duerme miss Fury. Si es que realmente duerme. Entonces he reparado en que hacía al menos tres días que no habíamos visto a la directora. ¿Qué estaría tramando? ¿Y por qué el monitor me había llamado «la elegida»? ¿Elegida para qué?
¡Vamos, vamos! Todo al mundo a correr ha dicho el monitor acompañando la orden con unas fuertes palmadas.
Me he quedado quieta, sin saber qué hacer.
¿No me has oído?, me ha preguntado.
He asentido con la cabeza y he echado a correr.
Iris. La que susurra junto a mí es Giulietta. Estaba tan absorta en mis pensamientos que no la he oído levantarse de su cama.
Voy.
He guardado la cuchara, que todavía estaba en mano, dentro de la funda de la almohada.
Juntas hemos salido de la habitación con el sigilo habitual, mirando siempre a un lado y a otro antes de dar un paso.
Greco está esperando junto a las escaleras. Normalmente leemos el diario en el sótano, pero esta noche es especialmente fría, así que decidimos quedarnos en la biblioteca. Acurrucados en una esquina, terminamos la historia del pobre John Stewart. Una sensación de amargura nos embarga al cerrar el diario. Giulietta es la primera en hablar:
¿Creéis que llegó a salvar a Fiona?
Su cuadro cuelga en la pared, así que supongo que no.
Pues que él no haya conseguido salir de aquí no quiere decir que nosotros no podamos. No pienso darme por vencida.
Recuerdo que el año pasado, mi madre nos obligó a Ivette y a mí a acompañarla al hospital para visitar a una de sus amigas de infancia, miss Ambleside. Había sufrido un accidente en coche y se había quedado paralítica. Insensible de piernas para abajo. Siempre he odiado el olor de los hospitales, su ambiente triste, y recuerdo que estaba molesta con mi madre por llevarnos con ella. Al entrar en la habitación de miss Ambleside, mamá rompió a llorar al instante, desconsolada, como no la había visto llorar jamás. Parecía que no podía parar, toda desmadejada y temblorosa. Ivette y yo nos quedamos inmóviles junto a la puerta, sin saber cómo reaccionar. Mi madre no es una mujer dada a mostrar sus emociones; es más, esconderlas lo considera una virtud. Supongo que, de alguna manera, el hecho de ver a su amiga postrada en la cama debió remover algo en su interior que llevaba tiempo aguantando. Quizá un recuerdo que habían compartido en el pasado, en un tiempo en que eran jóvenes y un futuro lleno de posibilidades se abría ante ellas. No sé. La cuestión es que miss Ambleside le sonrío con gran dulzura; una sonrisa que se dibujaba no solo en sus labios, sino también en sus ojos. Mamá y ella se abrazaron y miss Ambleside la consoló como una madre consuela a un niño que se ha caído, como si fuera mamá la que estuviera postrada en la cama y no volviera a andar jamás. Al salir del hospital, mi madre nos agarró las manos a mi hermana y mí y, sin dejar de andar y de mirar al frente, nos dijo:
Algunas personas muestran toda su fortaleza en los momentos de adversidad.
No sé por qué, la actitud de Giulietta me ha recordado ese día. Después de encontrar el cadáver del pobre Geoffrey, sufrí por ella, temí que no fuera lo bastante fuerte para soportarlo. Pero, como miss Ambleside, Giulietta ha superado la frontera del miedo y ahora es ella la que parece más fuerte de los tres.
¿Cómo estás?, me pregunta Greco. Por el incidente de la caída de esta mañana, quiero decir. Sus ojos oscuros están clavados en mí con verdadera preocupación.
¿Y si lo que dice el diario es verdad? ¿Y si miss Fury me ha escogido para…? ¡Yo qué sé! Beberse mi sangre como un vampiro y así mantenerse joven.
Los vampiros no existen dice Giulietta. Y luego, sonriendo, añade: Son solo cuentos para enamorar a chicas cursis como nosotras.
Antes de venir aquí tampoco hubiéramos creído lo que pasa aquí.
Ya lo sé, tonta replica, guiñándome un ojo. Solo trataba de animarte. Y me da un beso en la mejilla.
Greco me pasa el brazo por el hombro y me arrima contra su pecho en un intento de mostrarme también su cariño. Siento cómo mi cuerpo se estremece. Y esta vez no es por miedo.
Hay otros mundos, pero están en este dice.
¿Qué significa eso?, pregunta Giulietta.
Es un verso de un poeta francés, Paul Eluard.
A lo mejor sus padres también lo mandaron aquí bromeo.
Greco se ríe y, al hacerlo, su pecho se agita y, de rebote, yo me agito con él.
Giulietta se incorpora.
Bueno, ejem. Creo que voy al lavabo.
Y por su manera de decirlo, sé que quiere dejarnos solos. En este instante agradezco la penumbra en la que estamos, porque si no mis amigos descubrirían que me estoy sonrojando.
En este piso no hay lavabos, tendrás que bajar. ¿Quieres que te acompañemos?, pregunta Greco, que, como todos los chicos, no tiene ni idea de complicidades femeninas.
No, no, no os preocupéis. Voy solita al lavabo desde que cumplí los tres años.
Greco y yo solos. Me gustaría decirle algo simpático, pero estoy completamente en blanco. Él también está callado, y me pregunto si se sentirá tan nervioso como yo en este momento. Quizá simplemente disfruta de mi compañía pero no tiene ningún interés romántico en mí. Pero, ¿y yo? ¿Siento algo por él? No lo sé. Pero sí sé que me encantaría comprobarlo. Me encantaría probarlo ahora mismo.
¿Tienes alguna chica esperándote ahí fuera?, acierto a preguntarle.
Greco da un respingo muy gracioso, como si se hubiera pinchado el trasero con una aguja.
No… no, en absoluto.
Solo preguntaba.
Hubo una, pero fue un error muy grande. Ya está superado. Es cosa del pasado. ¿Y tú?
¿Yo?
¿Tienes algún chico especial?
Al escucharle decir «especial» casi me da la risa: sí, sin duda Greco está tan nervioso como yo.
¿Aparte de ti?, le digo con toda la coquetería de la que soy capaz, que, teniendo en cuenta que llevo puesto un triste chándal gris, no es mucha.
Greco calla. Estoy tan cerca de él que puedo escuchar cómo traga saliva. Me pregunto si habré metido la pata. Típico de mí: «eres demasiado lanzada, Iris, asustas a los chicos», me parece escuchar la voz de Ivette.
Tú también eres muy especial para mí me dice.
Levanto la cara y tropiezo con sus ojos intensos y oscuros, pendientes de mí. Creo que me va a besar. Estoy convencida. Deseo que me bese.
Su cara se acerca a la mía, lentamente, y, justo un segundo antes de que sus labios alcancen los míos, se me arruga el corazón: escuchamos un grito. Es Giulietta. Greco y yo nos levantamos como impulsados por un mismo resorte.
Quizá se ha encontrado con el pájaro digo, asustada por mi amiga.
Olvidando todo sigilo, corremos hasta las escaleras y bajamos los escalones a saltos.
Giulietta está parada en la puerta del lavabo de chicas, quieta como una estatua.
¿Qué pasa?
Giulietta, ¿qué has visto?
Me acerco a ella y la cojo por los hombros en un gesto instintivo. Sus ojos, muy abiertos, miran al interior. Sigo su mirada y entonces la veo.
Es Marjorie. Es el cuerpo de Marjorie, colgando sin vida de una de las vigas del techo.