Anoche no salimos. No nos atrevimos, aterrorizados como estábamos. No sabemos qué pasa exactamente en la torre gris, qué es lo que hacen ahí; pero la verdad es que hemos empezado a temer por nuestra vida, lo cual no es de extrañar: al fin y al cabo, una no se tropieza con un cadáver todas las noches. Pero no conviene precipitarse. Tal y como dijo Giulietta, tenemos que pasar desapercibidos hasta que sepamos cómo huir de este lugar de pesadilla. La clave es no llamar la atención para evitar que nos manden a la torre. E idear un plan de fuga antes de que pase algo más. No quiero ni pensarlo. Me pregunto si deberíamos alertar al resto de los alumnos, montar un motín y atacar a miss Fury y a sus acólitos. Pero lo más probable es que no nos creyeran, que pensaran que habíamos perdido la cabeza. Demasiado arriesgado. No podemos fiarnos de nadie salvo de nosotros mismos. En el momento que desveláramos lo que sabemos, seguro que íbamos los tres de cabeza a la torre. Y aunque nos creyeran, en el estado de agotamiento que estamos no creo que pudiéramos con los monitores. No, lo que tenemos que hacer es escapar y alertar a la policía y contarle lo del cadáver de Geoffrey. Además, la simple idea de enfrentarnos a la directora y sus secuaces hace que un escalofrío recorra todo mi cuerpo. Dejándome llevar por el miedo, me pregunto si lo que aquí hacen es eliminarnos y, de alguna manera que no sé imaginarme, suplantarnos con nuestros dobles, una especie de clones, como parece creer Greco. ¿Y si fuera verdad? ¿Es eso posible? ¿Y si resultara que llevan haciendo eso durante años, quizá décadas? Tal vez todos los ejemplares alumnos que han pasado por aquí no son más que marionetas de carne, un ejército de impostores lanzados al mundo vete a saber con qué objetivo. Eso explicaría la reputación de la Academia Fénix: no tiene fallos porque no te reeducan, te sustituyen por una copia. ¿O acaso es que nos estamos volviendo locos? Quizá es eso: el cansancio nos está haciendo perder la razón. Pero no, no puede ser: el cadáver de Geoffrey era real, terriblemente real.
Durante todo el día he estado muy pendiente de Giulietta, temiendo que se derrumbara en cualquier momento; la expresión de horror de su rostro puede delatarla. He tratado de mantenerme cerca de ella, de darle ánimos con la mirada, que sepa que estoy ahí y que vamos a escapar juntas de este lugar. Ella, Greco y yo.
Pero no puedo dejar de pensar que tenemos que escapar como sea. Una especie de instinto de supervivencia me impulsa a querer salir corriendo sin volver la vista atrás. En cualquier caso, escapar de aquí no sería fácil.
Durante la comida me he cruzado con el otro Geoffrey, vivito y coleando, y he sentido cómo se me aflojaban las rodillas de puro miedo: el rostro embarrado del cadáver se me ha venido a la mente y casi tiro mi plato al suelo. Luego lo he seguido con la mirada. Seguro que ni su madre podría encontrar una diferencia física y, sin embargo, resulta evidente que no es la misma persona… Si es que es realmente una persona. Al instante me acuerdo de Ivette: tan parecida a mí, tan diferente. Empiezo a pensar que quizá Greco tiene razón: es como si en la torre gris fabricaran gemelos. Copias obedientes, ordenadas, disciplinadas, que no dan problemas. Cuerpos sin alma ni personalidad. Imagino que, si me metieran a mí en la torre, lo que saldría en mi lugar sería nada más y nada menos que Ivette. Al fin y al cabo, yo siempre he sido la gemela mala, la desobediente, la desordenada, la indisciplinada, la problemática. Por un momento, me dejo tentar por un pensamiento: lo fácil sería rendirse. Así, al final del verano mis padres tendrían dos hijas perfectas, dos niñas buenas de las que sentirse orgullosos…
No, no pienso rendirme: no seré perfecta, pero soy única.
Del diario de John Stewart
15 de julio de 1948
Añoro las clases de música con el padre Collins, cuando este año estudiamos las sonatas para chelo de Bach y siento que me falta esa música. A veces la recuerdo, la oigo sonar en mi cabeza y me veo a mí mismo ante el pentagrama y el atril, en el conservatorio. Aquí no hay música. Todo es silencio. Y el silencio, para mí, es la peor de las músicas.
Hoy me ha preguntado Martin por qué me enviaron a la Fénix siendo tan niño de mamá. Y he vuelto a mentirle. No soporto hablar de ello.
Del diario de John Stewart
16 de julio de 1948
¡Ha vuelto Randy! Martin se había equivocado. ¡Ha vuelto Randy!
Su vuelta nos ha dejado a todos aturdidos. No por su presencia, sino por las formas en que lo ha hecho. Es Randy, pero no es el mismo Randy. Es otro Randy.
Martin dice que está disimulando, que le han lavado el cerebro, que miss Fury es la sacerdotisa de una secta. Cuando le han preguntado dónde había estado y cómo era la torre gris, ha dicho que ojalá pudiéramos participar todos de la estancia en ella. No es el mismo Randy. En la clase de gimnasia, Martin se ha vuelto a acercar a él y le ha dicho que por qué no era el mismo Randy de antes, ¿y qué le ha respondido Randy? Que algún día no muy lejano el agua purificaría sus malos instintos, y que procurase mirarse al interior más a menudo, allí donde habitan sus malos impulsos y la rabia que ha de condenarlo al infierno de ser un mediocre. Todo muy raro. Muuuuyyyy raro.
Martin se ha alejado. Es la primera vez que veo a Martin temiendo por algo.
Hay una cosa que me preocupa. Me ha dicho Martin que la otra noche, con Fiona, vieron a miss Fury. Estaba sola en el patio, saltando con una cuerda, en la oscuridad, con el mismo vestido negro, y que no paró de saltar y de ejercitarse en las barras.
Creo que son imaginaciones de Martin. Nunca sabes cuándo creerlo.
John Stewart
Del diario de John Stewart
17 de julio de 1948
Yo no quiero ser perfecto, no siento que lo soy, yo quiero ser normal. He revivido el episodio, una vez más. Desde la pregunta de Martin, no dejo de revivirlo.
Intenté suicidarme.
Eso es lo que hice.
Sé que si en lugar de escribirlo se lo explicara a Martin, me preguntaría por qué lo hice.
Porque sí.
Pero él insistiría, y entonces me diría la palabra que más detesto que me digan:
Pero si tú eres un empollón, si eres perfecto.
Todos me repiten lo mismo, pero yo quiero huir de la perfección. ¡Estoy harto de esa frase!
Intenté suicidarme.
Fue hace cuatro meses. Me até el cuello con el cinturón del uniforme aprovechando el tubo de la cisterna del lavabo, pero alguien debió avisar y el padre Collins me rescató de milagro.
¡Lástima!
La tarde anterior; en el examen de matemáticas, una vez más, Richard Price, el más gamberro de la clase, me pidió el examen con premura, de malas maneras, como si me forzara. Lo hizo muchas veces; yo no quería dárselo, no está bien hacer eso. Tenía miedo de que me acusaran de haberlo dejado copiar. Richard siguió insistiendo. Empecé a temblar. Yo no quería. Había terminado el examen y sabía que todos mis ejercicios estaban bien y que Richard Price no aprobaba nunca. Sospecharían de mí si le dejaba el examen para que copiara las respuestas. Entonces iba a levantarme, pero antes de que lo hiciera Richard Price me amenazó: me miró, lo miré, y vi cómo se pasaba el pulgar por el cuello como si lo rebanara. Luego me señaló. Pese al miedo me decidí a levantarme, pero en ese instante Richard se estiró y trató de quitarme la hoja para copiarla. Lo consiguió. El padre Colé levantó la vista hacia nosotros y me vio con la mano en la mesa de Price, arrugando mi examen, y gritó hecho una furia:
Mister Stewart, ¿qué está haciendo?
Vino hacia mí; lo vi caminar con sus zapatones ruidosos. Yo esperaba que Richard Price dijera algo, que dijera la verdad, que era cosa suya, pero el padre Cole me abofeteó y rompió mi examen. Me llevó a rastras hasta su mesa y me hizo agachar la cabeza para que viera con claridad y desde cerca la perfecta circunferencia que trazó en su libreta detrás de mi apellido. Me eché a llorar en la misma mesa del padre Cole. Nunca antes había tenido un cero.
Me echó de la clase, y me dijo que llamarían a mis padres esa misma tarde.
Nunca había sacado un cero. ¿Qué pensaría mi padre? ¿Cuál sería su castigo? Mi padre no acepta ningún traspié. La vergüenza se apoderó de mí. Me encerré en el lavabo. Me escondí a llorar en el retrete mientras me mordía los puños de la camisa. ¡Yo no había hecho nada! Pero mis padres no me creerían, nadie me creería.
En la comida, por un momento pensé que Richard Price quería sentarse a mi lado, pero no lo hizo, simplemente se acercó para decirme al oído:
Maldito empollón asqueroso, maldito chivato traidor, voy a ir a por ti, niñato, sabelotodo, a la salida te voy a cortar las manos, ¿y sabes cómo vas a tocar el chelo a partir de mañana? Lo vas a tocar con los pies, maldito don perfecto.
Eso me dijo Richard, al oído, mientras sus amigos me miraban con desprecio. Durante la comida, desde la otra mesa, no dejaron de mirarme y de señalarme mientras con el brazo derecho hacían el gesto de tocar el chelo, para seguidamente reírse más y más.
Mamá y papá son músicos. Yo no podía soportar esa presión. Y decidí terminar para siempre. Se acabaron las presiones, las perfecciones, las obligaciones, las amenazas, ¡todo!
Después de comer, me encerré en el baño, me subí a la taza y até el cinturón haciendo un nudo en la tubería. Seguidamente me lo ajusté al cuello. Solo cometí un error. Grité mientras había alguien en el lavabo de al lado, y dejé la mano entre el cinturón y la nuez. Todavía hoy siento la marca en la piel, quemándome de vergüenza. Mientras creía que moría, mientras el mundo por fin se desvanecía, escuché gritos y pasos y el padre Collins tumbó la puerta y abrazó mis rodillas para sostenerme.
Quería hacerlo, pero no quería hacerlo… Quería, pero no quería. Siempre es así mi vida. Yo no quiero ser como mis padres, pero tengo que ser como ellos.
Después de aquello estuve expulsado una semana. Llamaron a mis padres y empecé a ir al psicólogo. Tres horas tres días a la semana. Era una mujer rubia, casi una anciana. Me hablaba muy poco, y yo no sabía qué decirle. Tanto silencio ardía en mis entrañas. Empecé a quedarme callado. La última sesión estuvimos los dos sin decirnos una palabra. La psicóloga habló a mis padres de autismo. Yo no entendía nada. Ante los agobios de mis padres, en una de las reuniones, el padre Collins dijo que solo había un sitio en el país donde podrían reconducirme y ayudarme a cambiar y mejorar.
A veces, también a los mejores hay que llevarlos a un correccional. Uno nunca es mejor de lo que puede llegar a ser. Y solo hay un lugar donde puede aprender a competir y forjarse el carácter: la Academia Fénix.
Y aquí estoy, contigo.
John Stewart
PD: diario, desde hoy te llamaré Rudolph, vas a ser mi amigo.