Esta noche el cielo amenaza lluvia. Bueno, me digo a mí misma, aunque sea verano, estamos en Escocia. A pesar de las nubes, cuando en medio de ellas aparece la luna, esta brilla llena, poderosa. Cuando llegamos a nuestro punto de encuentro, Greco ya nos está esperando. Al vemos, se le ilumina la cara con una sonrisa que hace que te sientas contenta de ser tú quien la ha provocado.
Sin mediar palabra, subimos con el sigilo habitual hasta el piso de arriba. No hemos vuelto a tropezar con el pájaro extraño, pero sabemos que no fue una alucinación, que esa criatura debe rondar por alguna parte, así que somos muy cautos y miramos en todas direcciones antes de cada paso. Giulietta suele mirar incluso hacia el techo, temiendo que algún peligro pudiera estar agazapado a la espera de saltamos encima. Puede sonar irracional, pero en eso es en lo que te convierte el miedo, en un ser irracional. Aun así, hemos pactado no hablar de ello con ningún otro compañero, en parte para no alarmarlos, pero también para evitar llamar la atención.
Antes de doblar cada esquina, Greco, que se siente en el deber de abrir la marcha aunque sé que tiene el mismo pánico que nosotras, estira la mano hacia atrás y me sujeta el brazo. Su contacto siempre me resulta reconfortante. Me pregunto si, de habernos encontrado en una situación y en un lugar diferentes, alguna vez habríamos hablado. Y lo mismo me pasa con Giulietta. Si ella y yo fuéramos al mismo instituto, probablemente nunca habríamos cruzado una palabra. Simplemente por dar por hecho que el vestir de forma diferente significa que somos diferentes. Es una pena cómo a menudo, por no ser más abiertos, podemos perdernos la oportunidad de conocer a gente más parecida a nosotros que nuestra propia familia. Sí, me refiero a Ivette. Y, a pesar del rencor que le guardo por no haber intercedido por mí ante nuestros padres, me alegro de ser yo la que está aquí y no ella, porque sé que Ivette no habría aguantado la presión de este sitio. No es que crea en el destino, eso son tonterías para gente sin imaginación; pero, en cierta forma, empiezo a sentir que estoy aquí por alguna razón. Creo que saldré de la Academia Fénix cambiada. Pero cambiada para mejor, no convertida en un autómata como Geoffrey. O quizá es que le quiero encontrar sentido a lo que estamos pasando aquí. Porque si no saco algo bueno de haber venido a este lugar olvidado por el mundo, todo esto no sería más que una broma cruel.
Me meto en la caja del montacargas y le enseño los pulgares alzados a Greco en señal de que estoy preparada. Empieza a bajarme con cuidado. Cuando llego al sótano, Giulietta me está esperando con una sonrisa de emocionada complicidad. Parece que la noche le da fuerzas: durante el día se la ve frágil, mermada físicamente. Pero al levantamos para nuestras aventuras nocturnas luce como si se hubiera tomado cinco cafés bien cargados seguidos. Echo un rápido vistazo alrededor. Todo es como ella había descrito: un espacio alargado, de techos bajos surcados de tuberías y manchas de humedad en las paredes. Hay un par de ventanucos sucios por los que se filtra la luz del exterior y varios cajones de madera tirados aquí y allá.
Como no nos fiamos de nuestras fuerzas para bajar a Greco a pulso, Giulietta y yo agarramos la palanca de freno del montacargas y lo vamos soltando poco a poco, de manera que la caja se deslice lentamente. Greco llega hecho un ovillo; al salir de la caja suelta un suspiro de alivio, y pienso que no está hecho para estar encerrado; ninguno de los tres lo estamos.
Me sorprende con cuanta rapidez mis ojos se han habituado a la oscuridad. Aun así, seguimos nuestro ritual de avanzar en fila india y pegados a la pared. Por si acaso. Al llegar al ventanuco, Greco se sube a uno de los cajones y lo abre. Asoma primero la cabeza, luego medio cuerpo, mira en todas direcciones y luego espera unos segundos, escuchando con gesto atento, como si estuviera barriendo la zona con un radar.
¿Estamos seguros de que queremos hacer esto?, nos pregunta.
Por supuesto dice Giulietta.
Tenemos que hacerlo contesto.
Greco sale al exterior y nosotras lo seguimos. A lo lejos, la luz de la luna dibuja el lateral del edificio del comedor y, un poco más allá, el edificio de la directora y los monitores. Y, justo después, recortada en la noche, la torre gris, como una pieza gigante de ajedrez. Encima, como si de un faro se tratara, una potente luz barre la oscuridad.
Parece que estamos prisioneros en un campo de concentración digo.
Si tienen un tipo manejando ese foco, es que ahí dentro guardan algo valioso apunta Greco.
O que esconden algo que no quieren que se sepa añado.
Esa torre da mucho miedo dice Giulietta, que mira en la misma dirección que yo.
Eso es porque no sabemos lo que es, qué esconde dentro. Cuando lo averigüemos, seguro que ya no dará tanto miedo propone Greco.
O puede que aún sea peor digo yo, y al momento me arrepiento de haber abierto la boca: Greco trataba de reconfortarnos y yo he tirado sus planes por tierra sin querer.
Decidimos ir en dirección contraria a los otros edificios. Nuestra idea es ver hasta dónde alcanza el muro, averiguar si existe alguna otra salida que la alta puerta metálica por donde entramos el primer día.
Ya sé que estamos cansados de todas las clases de gimnasia, pero creo que deberíamos correr hasta alejarnos de este edificio, no vaya a ser que haya algún vigilante en una de las habitaciones de arriba y dé la señal de alarma.
Giulietta y yo asentimos en silencio.
Greco echa a correr con ganas y nosotras lo seguimos. A pesar del cansancio que acumulamos, el miedo es más fuerte que el dolor de músculos e impulsa nuestras piernas; el miedo a que nos descubran es como gasolina para nuestros castigados cuerpos.
Pronto llegamos a una zona boscosa. Nos detenemos. Giulietta se apoya en el tronco de un árbol para recuperar el aliento:
Si salgo de esta, prometo que no volveré a correr en la vida. Ni para coger el autobús.
Lo ha dicho como una broma, pero la frase «si salgo de esta» delata que lo que estamos viviendo no es ninguna broma. No puedo evitar pensar que solo somos unos chiquillos asustados que están tratando de escapar de algo que no entendemos, de algo que no creemos merecer. Todo lo que queremos es hacer borrón y cuenta nueva. Empezar desde cero una vida mejor. Pero no una vida como la que suele mencionar miss Fury, que suena a amenaza, y en la que nosotros no tenemos voz ni voto. Queremos una vida en la que podamos tomar nuestras propias decisiones y convertimos en individuos con personalidad propia, no en soldados de un ejército gris. No dejo de preguntarme si mis padres saben cómo nos tratan aquí dentro. Me cuesta creer semejante crueldad por su parte. Quizá algún conocido de mi padre le habló de este sitio, de cómo había obrado un milagro con sus hijos, y mi padre, que desde que cumplí los catorce me observa con esa cara que mezcla preocupación y decepción, pensó que pasar el verano aquí me serviría de escarmiento. En cualquier caso, hubiera deseado que hablara conmigo, que me prestara más atención.
Después de un breve descanso seguimos andando en línea recta. Detrás de nosotros, ya hemos perdido de vista los pabellones. Frente a nosotros, una oscuridad arbolada se extiende hasta donde podemos vislumbrar.
Parece que los terrenos de la academia son más vastos de lo que pensábamos dice Greco.
Durante unos minutos que nos parecen eternos, seguimos caminando en silencio. Un silencio que pronto se rompe con un murmullo largo. Como si fuéramos un ballet perfectamente sincronizado, los tres nos detenemos al mismo tiempo.
Es un arroyo dice Giulietta.
Me vendría bien un trago de agua anuncio.
Todo se lo debemos al agua dice Greco.
¿Cómo?, se sorprende Giulietta.
Es algo que dijo Geoffrey y que no deja de darme vueltas en la cabeza.
Vete a saber qué lavado de cabeza le habrán hecho en la torre gris. .
Algo tienen que haberle hecho para que haya vuelto tan serio añade Greco.
¿Os habéis fijado que ya no llevaba gafas?, observo. ¿Cómo puede ser que ya no las necesite?
Es rarísimo coincide Greco. Hasta ayer no podía ver sin ellas ni el plato en el que comía.
Al llegar al arroyo, los tres nos agachamos en la orilla y bebemos utilizando las manos a modo de cucharones.
Qué fresca… empiezo a decir, pero siento que la mano de Greco me tapa la boca. Le miro sorprendido y veo que hace un gesto para que mire en dirección contraria. Lo hago y al instante me alegro de tener la boca tapada por su mano porque lo que veo casi me hace soltar un grito: a unos ciento cincuenta metros siguiendo la orilla del riachuelo se dibuja una silueta que se mueve en la oscuridad.
Al principio creo que es el extraño pájaro que vimos la otra noche, pero luego juraría que es una figura humana. Moviéndonos lo más lentamente que podemos, a gatas, los tres retrocedemos para evitar que lo que sea que está ahí delante nos descubra. Un pie se me resbala al agua con un pequeño chapoteo. Instintivamente, los tres nos detenemos. Ahora mismo somos estatuas. Yo ni siquiera me atrevo a abrir los ojos. Escucho cómo una ráfaga de viento sopla entre los árboles. Me decido a mirar. La silueta sigue ahí; imposible saber si nos ha visto o no. Noto cómo mis amigos siguen retrocediendo, pero mi zapatilla hace ventosa con el fango del fondo del riachuelo y no me atrevo a tirar con fuerza por miedo al ruido que haría.
Se me ha enganchado la zapatilla en el fondo susurro.
Desátatela, luego volvemos a por ella me dice Greco.
Así lo hago.
Retrocedemos a cámara lenta hasta parapetarnos detrás del tronco de un árbol. Los tres asomamos la cabeza, yo por encima de la de Greco, que está tumbado completamente sobre la hierba, y Giulietta por encima de la mía. «Debemos parecer un tótem indio», pienso.
Para terminar de empeorar la situación, empieza a llover. Una lluvia escocesa, claro, suave pero constante. Enseguida me pregunto cómo estará Ivette. Seguro que disfrutando de una cálida noche en algún puerto mediterráneo, tomando un helado en una terraza, viendo pasar a chicos bronceados. En cuanto salga de aquí, pienso tomarme una copa de helado gigante.
Ya no lo veo susurra Greco. ¿Y vosotras?
Tampoco contesto, y siento cómo mi pecho se aplasta contra su espalda y mis piernas se cruzan con las suyas. Por alguna extraña razón, es una sensación agradable, incluso en una situación como esta. Y, por un instante, me siento un poco culpable. Pero solo por un instante.
Por precaución, permanecemos unos minutos más así, escudriñando la oscuridad desde nuestro escondite.
Finalmente, nos incorporamos.
Me apoyo en el hombro de Greco para no tocar el suelo con el pie mojado. Volvemos a la orilla y me arrodillo y meto la mano donde calculo que debe estar mi zapatilla. Al principio no la encuentro, pero después de tantear el fondo, doy con ella y con algo más, algo que parece una bolsa de tela. Saco la zapatilla y, mientras procedo a tirar el agua y a ponérmela, informo a mis amigos:
Hay algo raro atrapado en el fango.
¿El qué?, pregunta Greco. ¿Una caja?
A lo mejor es un tesoro dice Giulietta con su inocencia como de niña pequeña.
No lo sé contesto.
Me remango ambos brazos y los introduzco en el agua y en el fango hasta sujetar la tela. Por un momento, pienso que tiene el mismo tacto que nuestro chándal. Tiro con fuerza pero, como antes con mi zapatilla, hace ventosa con el cieno del arroyo. Es algo más pesado y grande de lo que había creído.
Échame una mano le pido a Greco.
Se arrodilla a mi lado y mete las manos en el agua. Al momento las retira:
Hay algo duro bajo la tela dice con un escalofrío que recorre su expresión.
Yo solo tengo agarrada la tela y no me atrevo a tocar más abajo.
Tenemos que sacarlo le digo. Quizá es algo que tiró un antiguo alumno.
Greco vuelve a meter las manos en el agua.
A la de tres, tiramos con todas nuestras fuerzas, ¿vale?
Ok.
Una, dos y tres.
Tiramos hacia atrás impulsándonos con la piernas contra el suelo como si estuviéramos arrancando una cebolla gigante. A nuestros pies, dejamos caer un cadáver.
El susto es tan grande que no puedo ni gritar; siento cómo se me eriza la piel de todo el cuerpo, abro tanto la boca que noto cómo se agarrota la garganta al instante y tenso los músculos como si me hubiera convertido en una estatua grotesca.
Greco se lleva las dos manos a la boca y aprieta con fuerza, preso del mismo horror.
Giulietta da un paso hacia atrás y tropieza con algo y cae de culo al suelo y empieza a arrastrarse, alejándose del cuerpo pero sin dejar de mirarlo.
Sin duda, se trata del cadáver de un alumno, de un chico, porque lleva el mismo chándal que nosotros. Durante unos segundos que parecen eternos, la lluvia cae sobre su cara y sus gafas sujetas con una goma, lavándole el lodo.
Es Geoffeyanuncia Greco.
¿Qué?, pregunto aterrorizada.
Es Geoffrey repite.
Tiene razón. El cuerpo que yace sin vida a nuestros pies no es otro que el de nuestro compañero.
Pero no puede ser dice Giulietta. Esta noche ha cenado justo delante de mí.
Y no solo eso: esta misma noche, al levantarme para acudir con vosotras, he pasado junto a su litera y lo he visto durmiendo cuenta Greco.
Por un momento, nos quedamos en silencio, intentando buscar algún sentido a todo esto. De repente, un pensamiento cruza por mi cabeza: es una broma, debe ser una broma, y enseguida aparecerá miss Fury acompañada de los monitores riéndose de nosotros, y Geoffrey se levantará gritando «buh». Pero no, nada de eso sucede.
Quizá tiene un hermano gemelo apunto yo.
A mí me contó que es hijo único dice Greco.
En cualquier caso, eso no explica qué hace un cadáver sumergido en el lecho del riachuelo comenta Giulietta.
Quizá el que volvió de la torre gris no era el verdadero Geoffrey especula Greco.
¿Qué quieres decir?, pregunto. ¿Que es una especie de doble, un don o algo así? Eso no existe, solo en las películas. Estoy tan asustada que no me doy cuenta de que mi tono de voz es demasiado alto hasta que Giulietta me pasa d brazo por el hombro y me abraza.
No, ya sé que eso no es posible dice Greco casi disculpándose. Pero tienes que admitir que todo es muy extraño: los retratos de alumnos modélicos que cuelgan de las paredes, el pájaro enorme que hemos visto, esto y señala el cadáver. Este lugar encierra un misterio, eso está claro. Y parece evidente que corremos peligro.
Entonces me acuerdo de algo:
¿Sabéis lo del Loch Arkaig?
¿El lago que está aquí cerca?, pregunta Greco.
Ese. Antes de venir aquí busqué en internet para ver dónde estaba esta academia, y descubrí que el lago tiene fama de embrujado.
¿Quieres decir que esto tiene que ver… con magia negra o algo así?, pregunta Greco.
Y yo qué sé. No tengo ni idea, pero es tan probable o tan poco probable como los clones.
Yo no he afirmado nada de clones, es una suposición.
Sumerjámoslo de nuevo y volvamos a la cama en silencio dice Giulietta atajando nuestra conversación.
Greco y yo la miramos sorprendidos:
¿En serio quieres que volvamos a tocar… a tocar el cadáver?
Hasta que sepamos qué está pasando, sea lo que sea, lo mejor es dejar las cosas como están y procurar pasar desapercibidos.