En todo aquel miedo había una dosis de aventura que en realidad era lo que nos hacía sentirnos activos. Aunque sabíamos que si nos pillaban se acababa nuestra historia, el secreto nos hacía sentirnos fuertes. La noche se convirtió en nuestro espacio de liberación. Mientras los guardianes de la Fénix creían que nos tenían presos en las camas, nosotros habíamos encontrado nuestro propio espacio para ser nosotros mismos, sin imposiciones. El miedo era constante, sí; pero en nuestra rebeldía había una adicción.
Las primeras noches en que me levantaba de la cama, todavía preso de la sospecha que me provocaba el ruido de la cuchara por si este habría despertado a alguien que decidiera seguirme u observarme, tuve muy presente una frase que había oído decir a padre años atrás. Yo era más pequeño, debía de tener ocho años, aquel verano que mi padre quiso que pasáramos en el pueblo de la abuela. Por las tardes solía jugar al fútbol con otros niños del pueblo, siempre de portero, como prefería. Una noche en que después de cenar reparé en que me había olvidado los guantes, mi madre dijo que no hacía falta ir a por ellos, que allí estarían a la mañana siguiente. Pero entonces mi padre añadió:
Siempre y cuando los jabalís no los devoren.
Entonces empecé a quejarme. No sé a ciencia cierta si llegué a llorar o no, pero sí recuerdo el pánico que sentí y expresé en voz alta. Deseaba aquellos guantes, eran nuevos y nadie tenía otros como aquellos en el pueblo.
Mi padre me ordenó:
Levántate, que vamos a por ellos. Tú llevarás la linterna.
Salimos de casa juntos y, a mitad de camino, cuando ya pisábamos las afueras del pueblo y los cantos de cigarras se mezclaban con el batir de alas de algunas aves nocturnas, ante nosotros y para mi total sobresalto, pasó un zorro, como una presencia. Yo iba con pantalones cortos y aquella visión fugaz me rozó la espinilla y me asusté tanto que llegué a gritar mientras me abrazaba a la cintura de mi padre al tiempo que soltaba la linterna y la dejaba caer. Mi padre siguió impasible.
No temas. Ha pasado de largo y no venía a por ti.
¿Cómo lo sabes?
Porque el miedo respira respondió mi padre, feliz de que estuviera asustado.
Pero ¿cómo puede respirar el miedo, papá? Si el miedo no es una persona, ni un animal le pregunté a mi padre, encogiéndome de hombros.
El miedo respira en ti, antes de que te alcance. Cuando crezcas lo entenderás: el miedo guía tu respiración y tus pulsaciones. Y yo seguí alumbrando el camino sin entender nada, rumbo a la era donde seguían estando los guantes, donde los había dejado, entre los juncos.
Por eso en la Fénix, cuando llegaba la noche, después de recoger la cuchara y esconderla dentro de la funda de la almohada, antes que nada escuchaba las respiraciones de los demás compañeros, sobre todo de los más cercanos. Una mezcla de espiraciones llenaba la sala. Cansancio, pesadumbre y aprensión se recluían en las mentes dormidas de los compañeros. ¿Qué soñarían? La Fénix no era lugar para tener dulces sueños, pero quién sabe, los sueños no se pueden vigilar. ¿O sí? ¿Podrían controlar nuestros sueños? Por lo pronto, nadie soñaba en voz alta, ninguna palabra atravesaba el cargado ambiente de la habitación. Solo cuando notaba que las respiraciones de mis vecinos eran largas y cercanas al resuello, y que de verdad eran respiraciones propias del descanso, me ponía en pie y salía. Y luego, cuando veía a mis amigas, durante aquellas noches, ¡cuantísimas veces escuché el miedo en la respiraciones de Giulietta y de Iris!
Maldita seas, Academia Fénix.
Poco a poco noté cómo la imagen de Laura acudía con menor frecuencia a mis pensamientos. Empecé a ser consciente de que se alejaba de mi vida. Uno se olvida de las cosas sin darse cuenta. De pronto un día descubres que el dolor de acordarte de alguien ya no duele, que flota en el aire que respiras, sí, pero que ya no duele de la misma manera. No sé, como si la vida fuera un inmenso puzle desordenado y los días del calendario, el paso del tiempo, fueran los encargados de ir encajando las piezas en sus debidos huecos. Lo cierto es que el recuerdo de Laura dejaba de doler paulatinamente. No temía la llegada de su recuerdo, aunque, para ser sincero, a menudo aún me preguntaba si sería capaz algún día de olvidarme de ella para siempre. ¿Por qué seguía empeñado en eliminarla, en arrancarla de mi vida? ¡Tonto de mí! Tardé en darme cuenta de que en la vida no se puede borrar a nadie ni a nada del pasado. Antes de entrar en la Fénix había borrado su número de móvil, pero daba igual, porque lo sabía de memoria. Así sucede con tantas cosas. Ahora no tenía móvil, ni ninguna riqueza que no fuera las ganas de huir y la imaginación.
Muy de vez en cuando, y solo por las noches, cuando salía de la cama, también recordaba a mi padre, su predisposición a la valentía y al orgullo. Empecé a entender por qué me había enviado a la Fénix. Incluso por momentos, viendo aquellos retratos, temía encontrarme con alguno de él. Pensé que a lo mejor él también había sido alumno de la Fénix en el pasado. Quizás mi padre, ese hombre perfecto, ese hombre tan diferente a mí, había tenido un pasado subversivo y también había precisado de la Academia Fénix para que lo recondujera por el camino de la virtud y la corrección de las que tanto hablaba miss Fury.
Era todo complicado. Era fácil caer en el abatimiento.
De día había pocas ocasiones para hablar. En los vestuarios algunas veces, en el aula durante el cambio de materia, de camino a la clase del comedor y poco más. Aquellos días todas las conversaciones giraban en torno a la figura de Abraham. Seguía desaparecido. Ya era el segundo día y no había ni rastro de él. ¿Dónde estaría? ¿Qué harían con él? ¿Cuándo volvería? ¿Lo veríamos de nuevo? Pensar en su ausencia era interesarse por Geoffrey. Él era el único que podía decimos lo que supuestamente harían en la torre con Abraham.
Edgard, un chico muy delgado, espigado y con pintas de pasota que no solía hablar con nadie, se me acercó camino del comedor y me dijo:
¿Has visto cómo ha vuelto ese?
Era común referirse a Geoffrey como «ese». Y era muy común en la Fénix encontrarte con alguien que, sin venir a cuento, te soltaba un comentario. Apreciaciones hechas de buenas a primeras que dejaban al descubierto la incertidumbre y el recelo. Tampoco era fácil decidirse por alguien para entablar una conversación. No sabías con quién apandillarte. No podías saber a ciencia cierta quién era quién, y mucho menos entre los chicos. Muchos jugaban a ser valientes. No era fácil hacerse un hueco. Entre ellos me sentía pequeño. Tenía miedo al ridículo. Si tuviera la valentía de mi padre, quizás hubiera sabido detectar a tiempo las traiciones y las conductas de los demás. Pero si hubiera sido valiente como mi padre no hubiera tenido que venir a la Fénix. Tampoco me hubiera dejado humillar por Laura y todo hubiera sido diferente. De momento, el consejo que no podía quitarme de la cabeza me lo había dicho Iris la noche anterior: «la clave está en no destacar, así no tendrán que llevarnos a la torre». ¡No destacar!
Pregúntale tú a Geoffrey, a ver qué te dice.
Por eso, para evitar ser protagonista, sugerí a Edgard que fuera él quien se atreviese.
Si me acompañas tú, sí.
No.
¿Le tienes miedo?
Después de comer te acompaño cambié de opinión para no mostrar cobardía.
Edgard era tan delgado que nada más verlo sufrías por él. Era solitario, tan retraído que podía dar pena. Una vez le pregunté por qué estaba en la Fénix y, como si repitiese la alineación titular del Manchester United, dijo:
Mis padres están separados. Ninguno me hace caso, sé que soy una carga para ellos, pero los dos quieren que sea perfecto. Me han mandado aquí porque así este verano tienen un problema menos.
No pude rebatirlo. Ni supe animarlo ni supe qué decirle. «Pobre Edgard…», pensé.
Comimos lo poco que había en la bandeja en total silencio. Iris y yo cruzamos nuestras miradas apenas un segundo. Iris, Iris, Iris. Me gustaba observarla. La veía de espaldas, curvada sobre el plato, sorbiendo poco a poco, muy despacio, para que durara más. Estiraba el plato de sopa como si fuera un chicle. Fue ella quien me recomendó cortar los alimentos en muchos trozos, muy pequeños, lo más pequeños posibles, para así engañar al cerebro y conseguir la sensación de que había más.
El plato de arroz con un pescado que no supe identificar se acabó antes de que pudiera sentir su peso en el estómago, pero comer viendo la espalda de Iris era un buen condimento.
En la pizarra, doctrinas y números. Los vigilantes alrededor, merodeando, atentos, manteniendo compostura y orden. Ni siquiera se hablaban entre ellos si no era estrictamente necesario.
Después de comer, Edgard me buscó y los dos nos acercamos a Geoffrey. Aprovechamos el pasillo que conducía a la clase de matemáticas. Fue Edgard quien habló, sin levantar mucho la voz:
Oye tú, camarada le puso la mano en el hombro. ¿Sabes qué demonios le están haciendo a Abraham?
¿De quién me hablas? Geoffrey detuvo el paso y apartó la mano de Edgard. Serio y sin que le temblasen las palabras, lo miró a los ojos mientras terminaba. ¿Qué Abraham?
Pues Abraham, el chico que se llevaron el otro día, el pobre chaval que pidió un poco más de comida.
Ah, sí, ese maleducado.
¿Pero qué dices?
Sinceramente, está donde mejor puede estar.
¿Qué te hacen allí? Tú has estado y sabes lo hay en la torre.
Solo puedo decir que me alegro por él, puede considerarse afortunado.
Entonces empezó a caminar de nuevo, y Edgard y yo seguimos tras él para atender a lo que nos seguía diciendo:
No hay nada peor que la gente que no sabe apreciar las oportunidades que la vida le depara.
¿De qué estás hablando, tío?, añadió Edgard a su espalda y casi gritando.
Como dicen las grandes personas, en esta vida se puede ser cualquier cosa, menos desagradecido. Espero que cuando os llegue el momento, sepáis agradecerlo.
¿A quién? Era yo el que preguntaba. ¡Me sorprendí al dejar escapar esa pregunta de mis labios!
Al agua, al agua de la que procedes dijo para mi asombro, clavando sus ojos en mi boca.
Y entonces Edgard dejó de seguirle el paso. Desistió y me miró, levantó el dedo derecho y se lo puso en la sien al tiempo que le dijo:
Una de dos: o está pirado o le han lavabo el cerebro.
No, no estaba pirado. Geoffrey no tenía pinta de estar loco. Eso lo tenía claro. Era lo poco que tenía claro. Además, ahora veía sin necesidad de usar gafas, como si ya no hubiera rastro de su deficiencia visual. El agua, el agua: ¿qué tendría yo que agradecer al agua?
Entramos en clase y me senté. Mientras copiaba los ejercicios de las derivadas especulé acerca de Abraham. ¿Dónde estaría? ¿Lo habrían llevado a la torre? ¿Qué harían con él allí? ¿Qué tenía que ver el agua con todo esto? Debía avisar a Iris de las respuestas que brindaba el nuevo Geoffrey cada vez que alguien lo acometía o le pedía explicaciones.
La única cosa que tuve clara fue que nadie debía enterarse jamás de nuestras reuniones nocturnas. Un chivatazo sería mortal para nosotros. De ahora en adelante habríamos de extremar las precauciones, no solo con los vigilantes y con la directora, sino también con Geoffrey. Su actitud dejaba al descubierto un claro posicionamiento a favor de ellos.
Por la tarde volvimos a clase de gimnasia. Mientras nos cambiábamos en el vestuario nadie abrió la boca. La mirada del vigilante controlaba desde la puerta todos nuestros movimientos. El primero en cambiarse fue Geoffrey, que se colocó ante el vigilante, el primero de la fila. En el patio, contra lo que era habitual, lucía el sol y por primera vez desde que llegué a la Fénix me acordé de que era verano. ¿Qué hora seria? ¿Las tres y media? ¿Las cuatro? Al notar el sol en la cara eché de menos el mar, la playa a la que mis padres y yo habíamos ido durante tantos años, hasta que murió la abuela y mi padre vendió la casa. Este verano no sería como los otros. Y el sol que iluminaba el patio era intenso como la ausencia de mar que me esperaba por delante. Empecé a correr como si persiguiera el olor de aquellos veranos, un intenso aroma a mar, a ropa recién tendida, a una vida diferente.
Este verano en la Fénix la vida me daba la espalda: por unos segundos, odié a mis padres; y no miento si juro que entonces pensé en que, en cuanto cumpliera los dieciocho años, me despedirla de ellos para siempre.
¿Qué habría dentro de la torre? ¡Ni corriendo hasta el agotamiento podía quitarme de la cabeza esa idea!
Durante la sesión me cansé de observar a Geoffrey. A menudo actuaba como si supiera lo que nos iba a decir el vigilante. Tenía sed y sufría por Giulietta, que se cansaba más que el resto y respiraba por la boca y, al hacerlo, una especie de asma se apoderaba de ella. Me pregunté si el miedo del que hablaba mi padre respiraría por la boca. Me esforcé por borrar del pensamiento todo lo que implicara miedo.
Tras acabar la sesión, después de las duchas, fue Edgard quien volvió a acercarse a mí. De tan delgado que era se le marcaban las costillas de tal modo que con un mínimo de esfuerzo podías contarlas.
Tío, esto es insoportable.
Tenemos que aguantar le dije para animarlo. No puedo más.
No puedo más.
Pues no queda otra.
Necesito fugarme de aquí.
¿Fugarte? ¿Cómo?
Acompáñame, por favor.
¿A dónde?
Tú ven y verás.
Llevado por la curiosidad, acompañe a Edgard detrás de los barracones. Para mi sorpresa, se agachó y empezó a escarbar en la tierra.
¿Qué haces?
Ya no aguanto más. Quiero fumar.
¿Estás loco, Edgard? ¡Está prohibido!
¿No te apetece?
En absoluto. El tabaco me recordaba a Laura.
Pues vete, cobarde.
Acto seguido se puso en pie, me miró y me fijé en que sus manos sujetaban un paquete de tabaco. Era rojo y blanco, y en su interior también había un encendedor Zippo, que sacó. De pronto me dio por pensar en sus padres separados, ajenos a su soledad, cada cual por su lado, enviándolo a la Fénix para evitar hacerse cargo de él en verano, apartándolo de sus vidas para que no moleste.
Lo escondí el primer día. Todavía no me había atrevido, pero ya no aguanto más. En esta esquina no hay ventanas, así que es imposible que nos vean.
Eso era cierto. Aquella esquina detrás de los barracones estaba resguardada de miradas extrañas por una pared de ladrillos y por las ramas bajas de los árboles.
Este es mi secreto. No digas nada a nadie.
Yo no quiero saber nada de esto le dije al tiempo que me daba la vuelta. Cuando comenzaba alejar me, escuché que Edgard decía:
Hasta muerto estaría mejor.
Me sorprendió la gravedad de su voz y me giré justo para ver cómo en ese momento encendía el mechero. De pronto, un fuerte viento se levantó detrás de donde él estaba. Lo hizo con tanto ímpetu que pareció que se rompiera el cielo. Vi el rostro de Edgard, lleno de placer al inhalar el humo. Di unos pasos atrás y me giré para ver cómo volaban hojas en la intemperie del patio. Cuando miré hacia arriba guiado por la inercia, lo vi: el cielo se quebraba. Noté la humedad de la lluvia antes de que comenzara a caer.
Vete escuché que me decía Edgard, fumando con ansia al tiempo que se apresuraba a enterrar de nuevo el paquete de cigarrillos y el encendedor.
Lo dijo como si hablara con la pared, como si supiera lo que vendría después.
No hizo falta que me lo repitiera dos veces: no sé por qué, el pánico se apoderó de mí, como una especie de instinto de supervivencia. Me fui deprisa. En cuanto hallé una puerta, entré para que nadie me viera; respiraba por la boca como si fuera el miedo quien me hubiera recomendado esconderme.
A Edgard no lo volví a ver nunca más. Ese Edgard no volvió a aparecer. ¡Qué maldita manera de ir perdiendo compañeros! Por una rendija de la puerta pude ver cómo pasaban tres vigilantes, que corrían junto a miss Fury, cuyo cuerpo temblaba, pero seguía corriendo como un militar aproximándose hacia el patio, hacia las duchas, a por Edgard, ¡acompañada de Geoffrey!