Sabía bien lo que pensaba Iris.
Ya me había fijado en ella la primera clase, y ahora fui yo quien la busqué. Mi primera impresión fue que era una chica inquieta, menos tímida que el resto, poco paciente. Por esa forma de ser, callada pero nerviosa, intuí que se parecía a mí y supuse que también estaba sufriendo en la Fénix. En realidad, nadie podía estar contento en la Fénix. Lo supe por el tono en que comentó mi apreciación sobre los pájaros. Me resultó tan extraño que no hubiera rastro de la presencia de animales, que no tuve más remedio que decirlo. Iris pensaba en su casa, en enfrentarse al monitor de gimnasia y perderlo de vista para siempre; y puede que en violencia, en un estallido de violencia. Sí, aquello era tan insólito que daba pie a que nuestras mentes, lejos de reformarse, se vieran inducidas a rebelarse. Nunca he deseado tanto convertirme en pájaro como allí.
Antes de entrar en la Fénix, siempre estaba escuchando música, y se me hacía raro tanto silencio. Por un lado echaba en falta mi iPod; por otro lo agradecía, porque todas las canciones me recordaban a Laura. Y en la Fénix el silencio era una regla inquebrantable. Solo se podía hablar si un profesor te preguntaba algo. Sin duda, la organización no estaba a favor de que nos relacionáramos entre nosotros.
Las clases de gimnasia no me gustaban. Aquello de saltar vallas, correr, estirar, flexionar y esprintar me sacaba de quicio. No había ni rastro de ejercicios con pelota. Ningún ejercicio en equipo. Todo se basaba en la individualidad. Cada vez que sonaba el silbato, debíamos cambiar de ejercicio y, si te equivocabas, cincuenta flexiones de castigo. Mientras las hacías ante el monitor, el resto podía descansar, por lo que se fomentaba la competencia al desear que el otro, cualquiera, se equivocase para poder reposar y respirar aunque fuera un minuto. El sonido del agua se escuchaba por el torrente de las fuentes, pero estaba prohibido beber. La teníamos ahí, cerca, pero si te veían acudir a ella a refrescarte, estabas castigado. Solo cuando finalizaba la clase y el monitor nos daba permiso para beber. Si tuviera que definir la Fénix en dos palabras diría cemento y agua.
Estaba cansado después de la clase de gimnasia y, al ir a las duchas, me sorprendió que un vigilante permaneciera mirándonos. Era también un tipo rapado. Tenía el mentón y los pómulos marcados y vestía una camiseta ajustadísima a través de la cual se le marcaban las abdominales como a los boxeadores que había visto en la tele alguna vez. Cuando Geoffrey, un chico que a primera vista parecía iba de listo, se quitó la camiseta y la lanzó al suelo en señal de enfado, el monitor se acercó, lo cogió del brazo y lo mandó limpiar todos los retretes, los nuestros y los de las chicas, sin ni siquiera ducharse y ante su atenta vigilancia. Eran duchas abiertas. Todos nos mojábamos bajo el chorro de agua en silencio, como si aquella presencia no nos permitiera hablar. Querían reformarnos en serio y no nos quitaban ojo. Los chorros de agua eran abundantes. Recordé mis entrenamientos, cuando tenía trece o catorce años y los jugadores de mi equipo de fútbol nos duchábamos, nos hacíamos bromas y tonteábamos con las toallas. Nada de eso se nos permitía en la Fénix. Bastaba la mirada de aquel vigilante para mantener el silencio y el orden. No sé si era más inquietante que amenazador, o viceversa.
Todavía hoy me sorprendo de que siga con vida.
Lo más fácil en la Fénix era sentirse solo. El miedo que te inculcaban bastaba para que nadie quisiera apandillarse con nadie. Podía más el miedo que las ganas de integrarse o socializar. Conocer a Iris me permitió tener una confidente. Después de dos días sin hablar con nadie, me vino bien. Para un corazón roto como el que yo tenía al ingresar en la Fénix, encontrar alguien con quien compartir la pesadumbre del momento fue como un bálsamo. Aunque ella dormía en el barracón de las chicas y yo en el de los chicos, ambos se comunicaban por un largo y estrecho pasillo donde estaban los baños y las duchas. Los barracones eran unas amplias alas que contaban con habitaciones sin puertas y con cuatro literas. Cada mañana, a las seis y media nos despertaban con un timbre ensordecedor. A decir verdad, yo estaba despierto mucho antes, me desvelaba con facilidad y, cuando sonaba el estruendoso timbre, mi cabeza ya estaba dando vueltas: al pasado, a Laura, a todo lo que nos estaba prohibido utilizar en la Fénix (el iPod, el móvil, los cigarros, el alcohol), a mis padres, a los meses que me faltaban para cumplir los dieciocho y poder hacer mi vida y, por supuesto, a los días que faltaban para salir de la Fénix. Porque en mi mente tenía dibujado un calendario y cada día que pasaba era como un alivio inmenso. Sin embargo, ese alivio no podía con el suplicio de ver en el calendario imaginado los días de los dos meses que quedaban amontonándose en una larga hilera.
Acostumbrado como estaba a pasar las tardes de los últimos meses con Laura y sus amigos en el parque, donde fumábamos y bebíamos, confieso que los primeros días mi organismo echaba de menos la cerveza y el humo. No sé. Todo ello mezclado con el recuerdo era como un peso que no sabía descifrar. ¿Qué me pasaba exactamente? ¿Cómo identificar ese sentimiento contrariado? ¿Qué echaba en falta realmente? ¿A Laura o a mí con Laura? No lo sé. No sé si fue ese día o al día siguiente, lo cierto es que no tardé en descubrir que mi desazón provenía de la soledad a la que me había arrastrado la traición de Laura. La humillación de que volviera con Jay, el más mayor de su grupo, que ya tenía diecinueve años y una Kawasaki de 750, no era superior al vacío que sentí al verme fuera de la banda. Me avergonzaba tener que volver a mis antiguos amigos de colegio y decirles que lo sentía, que me aceptaran de nuevo porque Laura, después de haberme utilizado para conseguir lo que quería, me había dejado. Lo que Laura quería no lo supe hasta entonces, porque cuando uno se enamora no ve más allá de esa persona, de sus gestos y, sobre todo, de su cuerpo. Pero una vez que terminó todo, recordé su primer beso, después de que robara para ella aquel perfume sin que me diese cuenta, fue ella quien lo colocó en el bolsillo de mi cazadora. Luego dijo que no, que lo tenía en la mano. Y la creí. ¡Cómo no creerla cuando te miraba con aquella sonrisa suya!
Pero Laura nunca estuvo enamorada de mí, sino de Jay. Me utilizó para quitárselo de la cabeza: fui un juguete, el perro fiel que le vino bien mientras él pasaba de ella y se liaba con otras; todo el mundo lo sabía menos yo. Luego, tan pronto le pidió volver, me dejó sin reparos. Lo que para ella era un juego, un pasatiempo, para mí fue mi primer amor.
Después de las duchas, a la hora de la cena, entrábamos en el comedor. Lo que más me sorprendió fue que no era un comedor normal, ¡era un aula llena de pupitres individuales! Se comía como se estudiaba. De cara a la pizarra en la que permanecían nombres de personajes que desconocía o derivadas y raíces cuadradas, con soluciones falsas algunas y otras acertadas. La pizarra estaba repleta de problemas de aritmética y soluciones. ¡Y también había frases en latín y en griego! Como si fuera un resumen de todo lo que nos enseñaban en clase. A mí las frases en latín me parecían amenazas, cuyo sonido como de exorcismo (eso me recordaba a mí) me producían escalofríos. Y en las paredes, nombres de antiguos alumnos que ahora triunfaban en la vida como lo haríamos nosotros tras salir de la Fénix.
Ni siquiera en las comidas estaba permitido hablar. Cogías tu bandeja de aluminio, escogías un primero, un segundo y un postre y te sentabas, siempre en el mismo sitio, separado de los demás como en las horas de clase. He de ser sincero, porque todo esto es verdad, y puedo asegurar que vi compañeros sufrir durante las comidas, porque el ejercicio de comer no era un momento de relajamiento, era un castigo más, un ejercicio matemático, otro problema que resolver. A veces, muchas, mientras masticaba la verdura sin rastro de sal ni aceite, creía que mi cabeza me iba a estallar; desde el primer plato hasta el postre, comer era un acto de calculada tortura que terminabas odiando.
Ese día me fijé con más atención en Geoffrey, el chico que había tirado al suelo la camiseta y que nadie hubiera dicho que pudiera atreverse a levantar la voz. Me miró a través de sus gafas, que lleva sujetas a la cabeza con una goma elástica. Enseguida vi que con esa mirada entablaría complicidad.
La verdad es que me parecía el chico más agradable de todos lo que allí estábamos. Mi primera impresión es que era una persona que transmitía bondad y cierta predisposición al conformismo. Por eso me había sorprendido tanto su estallido en los vestuarios. Recuerdo que pensé que, con un poco de tiempo, podría llegar a ser uno de mis mejores amigos en la Fénix; solo faltaba que se atreviese a saltar el obstáculo que imponía en él la timidez, porque desde que estábamos allí no le había visto hablar con nadie. No acababa de entender qué hacía un chico como él en la Fénix. No tenía pinta de dar problemas ni de ser un rebelde sin solución. Quizá daba esa impresión por las gafas, no sé.
Mientras comía reparé en que tendía a acercar demasiado la cara al plato. Me hizo gracia y pensé qué manía tan rara de encorvarse de aquel modo… Si mi madre me hubiera visto hacer ese gesto, estoy seguro de que me hubiera corregido de malas maneras. Se observaba en Geoffrey una expresión particular, la pantomima que mi madre hubiera condenado con gritos y es probable que con algún zarandeo. El rostro de Geoffrey manifestaba extrañeza y curiosidad al mismo tiempo. A veces podías pensar que se estuviera riendo de todos los vigilantes y de la directora y de las normas y del control e incluso de todos los demás.
Las gafas que usaba eran un poco anticuadas, como si le hubieran dado una montura hallada en un viejo cajón, un regalo herencia de sus bisabuelos. Resultaba cómico y sorprendía, pues si había algo que diferenciaba a Geoffrey del resto de chicos era su prevención, su falta de protagonismo, como si su principal intención, más que aprender y ser mejor, fuera pasar desapercibido y que su paso por la academia consistiese más en una anécdota que en una experiencia increíble. Puede que hubiera en él cierto temor a mezclarse, vete a saber por qué.
Después de la comida pensé en preguntarle por el modelo de gafas, pero me dio corte. No me atreví. Hay cosas que pueden resultar ofensivas. Tuve que esforzarme para contenerme.
A la mañana siguiente repetimos clase de latín en la misma aula. Pasó el día con la lentitud aplastante de las cosas que pesan. Era un sentimiento que aprendí los primeros días y al que había que habituarse: en la Fénix, los días pesaban. Oscurecía temprano y ese era el único medidor de tiempo. Aquellas tardes sombrías eran para nosotros una metáfora de nuestro futuro si no acatábamos las normas.
Hubo clase de gimnasia bajo una intermitente lluvia. Carreras, flexiones, estiramientos… Hacia el final tenía el sonido del silbato metido en el cerebro; eran unos pitidos que sabía que tardarían en irse porque seguirían repiqueteando durante horas en mi inconsciente como un goteo perpetuo. Lo más curioso es que fue Geoffrey quien se me acercó después de la clase de gimnasia y, tras ponerse las gafas, me dijo:
Sin gafas no veo nada.
¿Nada?
Prácticamente nada aseguró, esbozando una sonrisa tímida.
Había un vigilante cerca que observaba nuestra conversación.
¿Cómo es posible?, pregunté en voz baja.
Según mis padres es una miopía total. A veces, si no llevo gafas, no veo ni la comida del plato.
¿Desde cuándo?, quise saber.
Desde que era pequeño. Mi madre dice que si me porto bien y saco todo sobresaliente me operarán. Hoy en día se puede solucionar. Según mi madre, entras en el hospital por la mañana, te sierran con un láser la córnea y sales por la tarde viéndolo todo. Solo que es muy caro.
No entendía muy bien qué era la córnea. Sin duda él estaba más familiarizado que yo con ese lenguaje.
¿Y a mí me ves?
No, qué va, cuando te miro veo un bulto. Y luego, riéndose de mí, añadió: ¡Un bloque de cemento asqueroso, jajaja!
Aproveché su buen humor para saber más de él. Le hice la pregunta que nos hacíamos todos los primeros días.
¿Por qué estás aquí? ¿Has suspendido muchas?
Qué va, he aprobado todas, pero mi madre me ha enviado a la Fénix para, como ella, dice, «cambiar la actitud». Siempre está con el «cambio de actitud» en la boca, es muy pesada, pero puede que tenga razón: me dan prontos, tengo arranques de furia, como ayer con la camiseta, y mi madre quiere que los corrija. Desde siempre han estado muy encima, no tengo hermanos, y no me gusta que me manden, por eso a veces me entra la rabia y…
Escuchaba hablar a Geoffrey y él se sentía a gusto explicándome sus cosas. De alguna manera agradecía que me interesara por él.
¿Sabes lo que dice mi madre de mis gafas?
No.
Que las trate como si fueran mi mejor amiga. Mi madre lee muchos libros y quiere que yo también lea, por eso descubrió mi deficiencia, porque tenía que acercarme mucho a todo para poder identificarlo. Ella siempre dice que cuide mis gafas, que las quiera como a mí mismo. ¿Por qué? Porque, como le decía mi abuela, las cosas son como las personas, si nadie les tiene cariño no sirven para nada.
Esa última frase de Geoffrey me descubrió un chico sensible. No le hice mucho caso entonces, pero con el tiempo la he conservado en la memoria.
A la salida de las duchas, un par de vigilantes se acercaron a nosotros y detuvieron nuestro paso. Con solo notar su presencia, un temblor zarandeó mis piernas. Posaron su mirada sobre Geoffrey.
Este es el de la camiseta de ayer dijo uno de ellos, señalándolo.
De acuerdo añadió el otro, antes de apuntar una equis en una libreta y empezar a alejarse.
Sentí cómo se apoderaba de mí la inquietud y, en cuanto desaparecieron, intenté preguntar algo a mi compañero, pero de pronto me vi sin fuerzas para hablar. No me salían las palabras. Fue él quien me dijo:
No te asustes, Greco. Ya todo el mundo me llamaba así, y la verdad era que me gustaba. Estarían pasando lista.
Esa noche Geoffrey no apareció en la hora de la cena y no vino a dormir al barracón de los chicos. Varios compañeros lo comentamos en voz baja. No era la primera vez que sentí miedo, pero sí la primera que sentí que iba en serio y que el miedo no iba a dejarme ser yo mismo. Ser uno mismo, sí, entonces lo descubrí: ser uno mismo en la Fénix era por un lado lo que podía condenarte y, por otro, también lo único que podría liberarte. El miedo de aquella noche no me dejó dormir. Daba vueltas al destino de Geoffrey y especulaba con su ausencia, si estaría en la torre gris o si lo habrían devuelto con sus padres y si volveríamos a verlo. La noche era una corteza negra, un barracón, más grande que aquel en el que tenía que dormir, cerrado a cal y canto, como si nuestra vida estuviera encajonada en depósitos, uno más espacioso que el otro. Y el único ruido que se oía era el soplo del viento; a ratos resultaba similar al que hace el afilador de cuchillos cuando acciona la rueda del amolar para sacar filo a la herramienta. O al menos eso nos parecía a nosotros. El viento soplaba con fuerza: me sorprendía que no pudiera escuchar el ruido de las hojas de los árboles o el golpe de ninguna de las pocas contraventanas que había. Prueba inequívoca de que cerraban perfectamente. O de que fueran de mentira. Me había fijado en que a veces había puertas que no parecían más que pinturas perfectas.
De pronto me vinieron ganas de ir al lavabo, necesitaba orinar. Sabía que no estaba permitido levantarse durante la noche. Por eso, antes de acostarnos, nos obligaban a ir al lavabo, y un monitor nos vigilaba mientras meábamos. Pero el hecho de beber tanta agua, el simple hecho de imaginarme el sonido del agua después de escuchar su torrente en las duchas y en las fuentes, hizo que no me pudiera controlar. Di vueltas en la cama, cada vez más nervioso, moviendo las piernas y respirando hondo. No quería abandonar la cama. Pero no había forma de controlarlo. Pensé en hacerlo allí mismo y luego disimularlo, esperar a que se secara; pero no era posible y era una guarrada. En una excursión que hicimos en tercero, recordé a un compañero que se meó en la cama; al día siguiente expusieron su saco de dormir mojado al sol, y la vergüenza del niño fue tan grande que nunca más quiso apuntarse a ninguna otra excursión.
Me vino aquel recuerdo a la mente y decidí levantarme. Tenía miedo. Sentía como si me temblara el corazón. Al pisar el suelo, descalzo, un repentino frío se apoderó de todo mi cuerpo. Era una sensación que mezclaba vacío y soledad. Las plantas de mis pies acumulaban el frío que luego se repartía por mis extremidades. Cuando llevaba unos cuantos pasos, escuché algo similar a una dicción que me asustó. Tardé en identificar que era la voz de alguien que decía en voz baja:
Chist, Chist, Greco, Greco.
Con más miedo que interés, me acerqué a la oscuridad, adentrándome en el lugar de donde procedía aquella voz, que según mi instinto pertenecía al pasillo, antes de que tuviera que doblar para encontrar los servicios.
Iris no estaba sola. Giulietta estaba con ella. Palpé el brazo frío de Iris y ella me devolvió el saludo cogiendo mi mano. Me la apretó fuerte como antes, cuando nos saludamos por primera vez.
¿Qué hacéis aquí?, pregunté en voz baja.
Hemos venido al lavabo confesaron entre risas.
¿Juntas?
Sí. Se rieron más, tanto que tuvieron que esforzarse por controlar la risa antes de añadir muy coquetas: Siempre vamos juntas.
Me gustó mucho escuchar cómo se reían, pues era el único indicio de alegría que reconocía en mucho tiempo.
Hace frío, ¿no?
Sí, por eso hemos decidido buscar mantas.
¿Estáis locas?
¡Es que hace mucho frío por la noche! Y no nos atrevemos a pedir que nos den una.
Son capaces de llevaros a la torre gris solo por eso.
Pero Iris, para mi vergüenza, cambió de tema.
Greco, ¿se puede saber por qué mueves tanto las piernas?
Si hubiera habido luz, seguramente habrían visto cómo se me subían los colores a la cara.
Es que me estoy meando confesé.
Pues venga, ve dijeron las dos entre risas. Te esperamos.
Cuando regresé con ellas buscamos una equina donde sentarnos. El suelo estaba helado, pero podía más la aventura de estar despiertos mientras la Fénix dormía. Entonces, sentados, les hice saber mi preocupación por la ausencia de Geoffrey.
No ha venido a dormir. ¿Dónde estará?
No lo sé, esta gente es capaz de cualquier cosa dijo Giulietta.
Lo mismo se lo han llevado a la torre gris aventuré.
No sé dijo Iris, encogiéndose de hombros.
¿Qué habrá ahí dentro?
La verdad, prefiero no tener que averiguarlo.
Después de estar un rato más hablando y comentando la desolación del lugar, cuando el temor a que alguien nos descubriera iba en aumento, los tres decidimos que lo mejor sería dormir algo. Pero eso sí, también los tres convinimos en que de ahora en adelante sería bueno vernos por las noches, los tres juntos, como esa noche, a solas en la oscuridad, para poder hablar, aunque fuera en voz baja, sin ningún vigilante impertinente al lado.
Pero entonces, cuando ya nos habíamos puesto en pie y le había soltado la mano a Iris, a nuestra espalda se escuchó algo así como un portazo y el sonido de unos pasos fuertes en la oscuridad. Iris me apretó la mano de nuevo y nos volvimos a la vez para ver lo último que esperábamos ver.