Capítulo 2: Greco

Lo primero que quise, nada más llegar, fue irme. Salir corriendo y no dejar de hacerlo hasta llegar a la habitación de mi casa, correr atrás en el tiempo, a cuando era todavía un niño y no existían los problemas. Ya sé que uno no puede arrepentirse de haber crecido, de haber cumplido dieciséis años, pero una vez más me invadió esa sensación de descontento conmigo mismo más que con el mundo, ¿a quién no le ha pasado alguna vez? Esa sensación de la que me costaba desprenderme y que me había acompañado durante todo el final de curso. En aquel instante me arrepentí de no haber estudiado lo suficiente y de haberme pasado el año con Laura y sus amigos, haciendo lo que no debía y lo que mis padres ni siquiera podían imaginar. El recuerdo de Laura volvió a golpearme y pensé que, si algún día conseguía olvidarla, no sabría cómo celebrarlo.

Yo ya sabía que aquello era un campamento de verano distinto a los que había ido de niño con el colegio. Era distinto porque era para chicos problemáticos, con suspensos, con carácter conflictivo, descarriados y rebeldes, inadaptados; chicos y chicas de mi edad que no eran lo que se suele denominar ejemplares. Si mis padres me habían enviado allí era por algo. Como los demás chicos y chicas que veía entrar y se despedían de sus padres igual que yo, sin ninguna convicción y con mucho remordimiento.

La puerta ante la que me dejaron mis padres era de hierro, altísima, y pesaba mucho más de lo que aparentaba. Antes de entrar me despedí de ellos moviendo la mano y diciendo en voz baja «adiós», y unos segundos después el Bentley de mi padre se perdía en el vacío levantando polvo.

A la entrada del centro nos obligaron a cambiarnos de ropa. En un cuarto sin ventanas me quité los pantalones y la camiseta ante la presencia muda de un vigilante que también me cogió el móvil, las llaves de casa, dos chicles y el poco dinero que llevaba. Al sostener mis pantalones separó el cinturón y lo guardó aparte. Olía a cerrado, a sudor, como si aquel espacio no hubiera sido ventilado en años. También la ropa que me dieron (una sudadera, un pantalón con cintura de goma, varias camisetas blancas y unas zapatillas con mi nombre escrito a mano) apestaba a armario cerrado, igual que huele el pasado cuando se visita a un pariente lejano, como si no hubiera sido lavada. No olía a detergente ni a suavizante, como olía normalmente la ropa que mi madre lavaba en casa. Me sorprendió que supieran mi talla de ropa y que tuvieran mis prendas asignadas de antemano, pero no me atreví a decir nada. Para qué: seguí con lo mío, atándome los cordones de las zapatillas, y entonces sí, entonces, mientras me ponía de pie y me miraba de soslayo en un pequeño espejo, recordé a mi madre rellenando unos papeles y preguntándome el número de pie (me extrañó que no lo supiera: ¿no se supone que las madres saben esas cosas?), una tarde en que ella estaba muy nerviosa; de ello hacía apenas uno o dos meses. Una vez vestidos con el chándal del centro nos obligaron a salir al patio y a ponernos en fila. Desde allí levanté la vista y a lo lejos distinguí la torre gris, como emblema de un universo de cemento.

Todo era gris.

El suelo, las paredes de los pabellones, las fuentes del patio (había muchas fuentes, demasiadas), los uniformes de los vigilantes y también el rostro de la directora, miss Fury. Era un rostro tan blanquecino que, con solo mirarlo, provocaba un escalofrío, como si una corriente de aire helado te atravesara la mirada. Pensé que debería utilizar maquillaje antiguo, de señoras mayores que a veces parece que se pasen por la cara harina en lugar de maquillaje. O a lo mejor estaba enferma, recapacité, podría ser eso, pues parecía tan enfadada con el mundo como con ella misma.

Fuimos entrando en el aula. Todas las mesas estaban separadas. Era imposible hablar con el compañero de al lado y se hacía difícil incluso ponerse en pie y distinguir lo que el compañero de delante escribía. Era más tenebroso que lo que había visto por internet. Sabía que iba a ser un verano duro, que lo merecía y que más que un centro en el que repasar asignaturas iba a ser una temporada de castigo. Entendí por qué nos habían dado un sudadera en lugar de una camiseta: pese a ser verano, en el interior de los edificios hacía frío. Habían permanecido cerrados todo el año, y era como si el frío del invierno se hubiera quedado dentro a la espera de nuestra llegada. Hacía más frío dentro de la clase que fuera de ella.

Hasta que el último alumno no tomó asiento, la directora no entró en el aula. Lo hizo con paso firme, marcando el ritmo con los tacones y dejando tras de sí un soniquete fúnebre. Cuando el silencio reinó libre de cualquier amago, empezó a hablar. Cuando lo hizo sentí que algo crujía en el suelo. Pero aquel estremecimiento no era más que el temblor de mis pies al advertir una voz arrugada, hecha de grietas y humo, como de un hombre, ronca y oscura. ¿Cómo era posible que tuviera una voz tan masculina?

Vuestros padres os han enviado aquí porque no habéis aprovechado el tiempo durante el curso. Habéis suspendido varias asignaturas, habéis causado problemas y no os habéis comportado como personas dignas. Hizo una pausa, como si necesitara coger aire, y me fijé en sus ojos, que succionaban la mirada de todos nosotros como si aquello fuera una cuestión de magnetismo. ¡Pero eso no es lo peor! ¡No! ¡Resulta que no habéis tenido bastante con hacer el vago, con manchar los apellidos de vuestros linajes con desgracia y miserable comportamiento! Y ahora vuestros padres os han enviado al centro porque los habéis decepcionado. Espero que seáis conscientes de lo que habéis conseguido, porque decepcionar a unos padres es algo tan indigno como el desprecio: el mismo desprecio que merecéis de mi parte hasta que me demostréis lo contrario. Aquí no se os va a permitir decepcionar a nadie, estáis advertidos. Vuestros padres confían en esta institución por nuestro pasado glorioso y nuestro prestigio, y os puedo asegurar que cuando salgáis de aquí a no volveréis a decepcionarlos: de eso me encargo yo.

Escuchaba con atención, como si la voz de aquella mujer me tuviera hipnotizado. Nadie se atrevía a hablar, ni siquiera a mirar a ninguna parte que no fuera la cara, los ojos, la boca de aquella mujer espeluznante en cuya voz estaban escritos con mayúsculas la amenaza y el peligro más inminente. Era la encarnación del poder llevado al extremo. Había leído texto en la asignatura de Historia sobre lugares a los que algunas sociedades enviaban a los habitantes mal encaminados a reinsertarse, y aquello me los recordó tanto que incluso desde el frío del aula visualicé una página de aquel libro y una fotografía en la que aparecían personas dobladas por el esfuerzo como si su sus piernas fueran de trapo.

Y os invito a que, al salir de clase después de esta primera hora, observéis las fotos que cuelgan en el pasillo, las fotos de antiguos habitantes de este centro, todos ellos a día de hoy triunfadores. Alumnos que pasaron por aquí en su día porque también sus vidas se vieron por momentos desenfocadas, descarriadas, pero que afortunadamente tuvieron unos padres que los enviaron a tiempo a este refugio del que salieron dispuestos a triunfar como saldréis vosotros en dos meses. Porque en la vida todo cuesta. Y todo tiene un precio.

Siguió hablando con ese tono amenazador, enigmático y perverso, con la vos firme y sin apenas precipitarse. Daba la sensación de que tenía el discurso aprendido. En ese instante recordé las fotografías que había visto en el pasillo, enormes retrato de antiguos alumnos que rezumaban polvo y aspereza. Por momentos perdí la atención, hasta que nombró la torre gris y subió el tono de voz.

No querría enviar a nadie a la torre pero, como os estaba diciendo, hay unas normas que seguir y cada verano, tarde o temprano, hay alguno que trata de impedir el buen funcionamiento de nuestra metodología. ¡La torre está preparada, como lo estamos nosotros!

Nadie dijo nada. El discurso de la directora tenía un punto ridículo, que invitaba a la burla y, sin embargo, había algo en ella que despertaba un terror inmediato. Todos permanecimos sentados, en silencio. Y cuando quise llevarme la mano derecha al bolsillo uno de los vigilantes me señaló.

¿Qué buscas en el bolsillo?

Nada dije temblando. Y era verdad. Me había traicionado la inercia. Era la costumbre la que me había hecho llevar la mano al bolsillo para buscar los chicles que el vigilante de la entrada me había quitado.

La directora vino hacia mí y me apretó el brazo derecho con una fuerza de hombre que me hizo recordar a mi padre. Miré de cerca las manos y, cuando estaba a punto de gritar, me soltó y me acarició la nuca. Entonces noté su tacto, gélido como el hielo.

Toda la clase me estaba mirando.

Fueron sus ojos lo que más me llamó la atención. Se sentaba dos sillas por delante de mí, en diagonal. Su mirada mezclaba la súplica con carácter, como si pudiera leerse que había sufrido y no sabía cómo dejar de hacerlo. Bajé la vista y en la suela de sus zapatillas, escrito con rotulador, leí el nombre de Iris.

Y entonces, mientras Iris dejaba de mirarme y el silencio se apoderaba de nuevo de la sala, respiré hondo el vacío de la Academia Fénix y pensé en Laura y en el curso y en las gamberradas. Y también pensé qué hubiera sido de mi vida si no la hubiera conocido y si hubiera continuado con mis entrenamientos de fútbol en el colegio. ¿Dónde estaba mi pasado deportista? ¿Qué quedaba del niño que daba patadas al balón correteando por el pasillo de casa y en el patio del colegio? ¡Nunca más volvería a conocer a ninguna chica! Todos los recuerdos que me venían a la cabeza con Laura me parecían mentiras, falsas y sucias mentiras. Jamás debía de haberme dejado llevar por ella y sus amigos. Nunca debí de entrar en su juego. Pero eso lo sabía entonces, tarde, después de haber sido una marioneta para ella.

Antes de que la directora diera por concluida la sesión me fijé en las piernas de Iris: las movía compulsivamente, como si estuvieran presas de un tic nervioso. Debía de ser miedo. Puro miedo.