ALGO MÁS DE LA HISTORIA DEL PADRE DE TOROSANTOS SOBRE SU GUERRA EN IFNI, Y CÓMO SE LA CUENTA A MERCEDES IBARRA, LA PROPIETARIA DEL HOSTAL LAS VEGAS
Todavía está oscuro, pero son más de las once de la mañana. El padre de Torosantos tiene que salir del Hostal Las Vegas sin pagar. Cuando baja las escaleras canta «Mora, vente conmigo, que llevo en la cintura pistola y cuchillo pa que nadie…»
—¿Sabes que yo cantaba? —pregunta Mercedes Ibarra, sorprendiendo al padre de Torosantos.
—No puedes decir que has cantado si no has oído cantar al irifi. ¿Sabes lo que es el irifi? El viento más terrible que conozcas, más terrible que un huracán, mucho más terrible, porque no muestra su fuerza y no te puedes defender, el viento del desierto africano.
El padre de Torosantos podría decir de memoria lo que sabe del viento de Ifni, que lo que más caracteriza al clima del Sáhara es el viento, que es el más maravilloso de los escultores y cuya labor destructora se refleja en las filigranas de las rocas y en la formación de las hamadas.
Que el viento que más domina en el territorio es el del noreste, el alisio, y el más temible enemigo de los hombres y animales es el cálido del sureste, conocido por irifi.
Cuando sopla el irifi se llena la atmósfera de arena y polvo, se transforma el paisaje y se somete a suplicio a toda alma viviente. El irifi es un viento terroso que impide ver, a veces, a diez metros de distancia. No solamente es molesto por las partículas de arena que se introducen en todas las partes del cuerpo, en las maquinarias y aparatos, sino que también es perjudicial, pues sus efectos, unidos a la fuerte reverberación del sol, producen una conjuntivitis, que es una enfermedad muy corriente entre los nómadas.
También podría seguir diciendo el padre de Torosantos que si en medio de una tempestad de irifi de varios días de duración llegase a faltar el agua, no habría salvación posible para el desgraciado a quien no se pudiese prestar ayuda.
—Y tú, ¿has oído cantar a ese viento?
—Hace más de cuarenta años. Entonces el tiempo pasaba como si no pasara. Un día y otro día y otro día igual a otro día igual a otro día exactamente igual. La arena y el viento y el agua, cuando veíamos el agua. El calor, terrible. Y también el frío, terrible. Días iguales. Días de guardia. Días de espera. Días de retén. Días de cocina. Días de vigilancia. Sin saber lo que esperábamos ni lo que vigilábamos. Estábamos en Ifni, el Protectorado del Norte de África, las colonias, el purgatorio, un sanatorio de enfermos incurables. Cumplíamos órdenes. Defendíamos la puta patria en África. Defendíamos a la puta madre patria de los moros. Allí en el desierto africano, con los alacranes, las serpientes y los chacales y también las arañas.
»La arena. El ruido de la arena parece que te silba dentro de la cabeza y te dice estás loco, completamente loco, te vas a volver loco, eres un loco, estás loco, jodidamente loco, te vas a quedar aquí para hacer arena, la arena son huesos triturados, es tu corazón seco después de que lo coman las hienas y lo caguen las hienas. Eso lo dice la arena en el viento de la noche, la arena de la noche. Tienes que aprender a entenderlo. Habla con palabras claras. Te lo dice muy claro. Sin una mujer, y se refiere a mujeres como tú, mujeres de verdad, te vas a volver loco, te dice la arena. Te lo dice primero muy despacio, muy lentamente te lo dice la arena. Sin una mujer te vas a volver loco, tu cuerpo se va a volver loco, lo sabes, loco, necesitas una mujer. Una mujer de verdad y no una mujer como las que llevas cosidas a tu cuerpo. Una mujer de verdad, tú sabes, loco, te vas a volver loco.
»Luego lo dice, la arena, más deprisa, lo dice mucho más rápido, de forma más violenta. Hay que saberlo escuchar.
»Dice te vas a volver loco si no tienes a una mujer entre tus brazos, si no besas, si no muerdes, tú eres un hombre y necesitas una mujer, y aquí cerca, sabes, loco, hay mujeres, mujeres morenas, mujeres negras, mujeres que saben querer, loco.
»Cuando ya sabes entender a la arena, la lengua de la arena, todo el cuerpo te arde. Y no es del sol. Ni del viento, ni de la tierra, ni de la fiebre, ni porque tengas pus en la cuenca de los ojos. Te arden los pulmones y te arde la lengua y te arde el paladar. Y por mi cuerpo no han pasado nunca animales, eso no. No han pasado. El escozor era un alacrán que se escondía dentro del corazón, en la parte derecha del corazón, la que lleva el ritmo de los latidos, y debajo de los párpados. Primero te comía el estómago, luego subía por el intestino, se quedaba en los pulmones, trepaba hasta la cabeza y luego daba un salto al corazón. Y picaba en el corazón, chupaba el corazón, sacaba toda la sangre que había en el corazón, si había quedado sangre después del vinagre con azúcar que bebíamos para calmar la sed. El corazón era un paracaídas sobre el agua.
»La arena decía necesitas una mujer, porque el alacrán va a acabar contigo, ya lo tienes dentro y sabes que acabará contigo y tus huesos serán la arena.
»Un oficial, el teniente o coronel Márquez Websternhausser, había dicho «Ahora todas las mujeres os parecerán cabras…, dentro de un mes todas las cabras os parecerán mujeres».
»No habíamos olvidado sus palabras.
»Ya no era un alacrán sino todo un nido de alacranes cuando apareció la mora. Una mora dulce que hablaba dulce. No entendía nada.
»La mora decía “papa papa” y movía los labios como las putas del mercado.
»Pero eran unos labios dulces, unos labios que no eran de puta, aunque los gestos eran de puta, de puta vieja, de puta desdentada, de puta yonqui, de puta tirada, de puta barata. Y luego ya la tenía encima a la mora acariciándome la espalda y chupándome. Chupaba como si me estuviera salvando la vida.
»Y la arena decía: “Ya no estás loco, ya se te ha curado la locura”, y la arena cantaba:
Mora, vente conmigo,
que llevo en la cintura
pistola y cuchillo
pa que nadie pueda
quitarme tu cariño…
—Mora, vente conmigo, que llevo en la cintura —empieza a entonar Mercedes Ibarra.
—Muy bien, pero que muy bien, no me extraña que te dedicaras a cantar. ¿Dónde cantabas? ¿Me puedes traer un poco de café? —Y es lo último que dice el padre de Torosantos, porque cuando Mercedes Ibarra va hacia la cocina, el padre de Torosantos sale del Hostal Las Vegas, se mete en la calle lateral y arranca el coche, sin dirección, a donde le lleve la canción de la arena, la pistola y el cuchillo.
MERCEDES IBARRA, QUE PUDO SER UNA ESTRELLA INFANTIL COMO SHIRLEY TEMPLE O COMO MARISOL
Su hija nació enferma. Tuvieron que traer un pulmón artificial desde Estados Unidos. Aunque no sirvió de mucho. Hubo un problema mecánico con el pulmón artificial. No se podía traer a un mecánico desde Texas o desde Los Ángeles o desde donde demonios estuviera ese mecánico del pulmón artificial. La niña murió. Tenía cinco años y murió dulcemente, como si no quisiera respirar más. Cansada, la niña murió muy cansada. Se llamaba Mercedes, y no fue hasta los dos años cuando su dolencia fue diagnosticada.
Antes del nacimiento de la niña, la vida de Mercedes Ibarra había sido feliz, o lo más parecido a feliz que uno puede imaginar. Había empezado a cantar desde muy pequeña. Ganó un concurso en la radio, imitando a Marisol, y luego ganó la final en Madrid, y una compañía de discos que buscaba niñas prodigio le grabó un single, le cambió el nombre, Carolina, y la colocó de amiga de Pili y Mili en una película de Pili y Mili que se rodó en México.
Pero después de la película Mercedes Ibarra «se hizo mujer», así lo decían en la compañía de discos.
Grabó un par de discos más, Soy feliz así, La vida color de rosa, con canciones de Luis Araque, que le había fabricado tres o cuatro éxitos a Antonio Machín.
Pero su voz, así lo dijeron en la compañía, «se había hecho también mujer».
Se casó, una boda que recibió cierta atención de las revistas de actualidad, con el empresario de una sala de fiestas en la que actuaba, y cuando se separaron, después de la muerte de la niña, el empresario le «regaló» el Hostal Las Vegas, del que vive desde entonces.
APARECE MOHAMED ALI HAMAR NAYIM, EX FUTBOLISTA DEL REAL ZARAGOZA, PARA ANUNCIARLE A TOROSANTOS QUE SU PADRE SE HA JUGADO SU VIDA EN UNA PARTIDA DE CARTAS
El cielo está rojo.
Torosantos mira el cielo rojo.
«Rojo como el culo de un mono, como la polla de un perro», piensa Torosantos. Dalila Love no ve el cielo rojo. Dalila Love tiene los ojos cerrados. Torosantos mira el cielo rojo y piensa que le gustaría estar en ese cielo rojo, ser ese cielo rojo.
Están en un pequeño hotel, su hogar, su casa, Hostal Las Vegas, que tiene una pequeña piscina en un jardín interior. Ahora la piscina está cubierta por una lona verde, destensada por el peso de las hojas y de las ramas y del agua estancada y de los insectos y de los pájaros muertos.
Dalila Love le besa el vientre a Torosantos y Dalila Love le besa los brazos y Dalila Love le besa la boca. Dalila Love le da un pequeño mordisco en el brazo donde un lagarto lucha contra otro lagarto. Dalila Love muerde el tatuaje que Torosantos se hizo en Amsterdam, donde follaban encima de las barras de los bares, en escenarios improvisados, y una vez dentro de una urna de cristal. Los dos lagartos se los tatuaron unos gemelos siameses, los hermanos Viale, de Cabo Verde, que habían abierto estudio en Holanda después de convertirse en estrellas de la televisión portuguesa presentando un programa dedicado al sexo enfermo, todo mirado desde una escrupulosa perspectiva de reconversión moral: habían nacido con dos cabezas, cuatro brazos pero con un solo cuerpo; Joáo se encargaba de hacer la silueta del tatuaje y José Antonio tatuaba el interior.
La historia de los dos lagartos es sencilla: Torosantos piensa que dentro de él hay dos lagartos que luchan. Un lagarto le lleva hacia la locura y otro lagarto le lleva hacia el amor. Cuando uno de los dos lagartos venza al otro, Torosantos estará en la locura o estará enamorado para siempre. Ésa es la batalla de Torosantos. Eso es lo que Torosantos piensa, aunque sólo es lo que le contó a Dalila Love en Rotterdam, una semana después de que los hermanos Viale lo tatuaran.
Dalila Love le muerde el brazo. Muerde al lagarto del amor. Dalila Love cree que el lagarto del amor es el que mira hacia el suelo. Dalila Love cree que el lagarto que mira hacia la cabeza es el lagarto de la locura. Es un lagarto con el vientre rojo. Torosantos tiene que remarcarse el vientre rojo del lagarto. La tinta desaparece. La tinta es roja y se convierte luego en sangre en el cuerpo de Torosantos.
Dalila Love besa a los dos lagartos. Dalila Love no tiene certezas y cuida a los dos lagartos por igual, pero prefiere el lagarto que mira al suelo. Dalila Love le besa el vientre, le dibuja un corazón con sus besos.
El cielo está rojo rojo.
«Rojo ceniza, cuando la ceniza todavía está ardiendo», piensa Torosantos.
Dalila Love le besa el vientre a Torosantos y también le besa el vello de las axilas y le besa las muñecas y la cicatriz que tiene en la barbilla y le besa la nariz y le besa los dedos y la espalda y el pelo y las manos.
Torosantos mira el cielo rojo que arde que entra en la habitación. La habitación del Hostal Las Vegas está en llamas.
Dalila Love pasa la lengua por el cuello de Torosantos y pasa la lengua por la nuca y por la nuez de Adán.
Ahora Torosantos ve a Mohamed Ali Hamar Nayim pegado al techo de la habitación del Hostal Las Vegas, como un holograma de segunda generación. Nayim lleva la camiseta negra y amarilla del Real Zaragoza. La camiseta de los partidos de fuera de casa.
—Jugamos fuera de casa —dice Nayim.
Mohamed Ali Hamar Nayim es más grande que Nayim. Y la cara de Mohamed Ali Hamar Nayim es más oscura que la cara de Nayim. Nayim toca un balón con el pie derecho y luego se lo pasa al pie izquierdo. Una vez y otra vez y otra vez y otra vez sin que el balón caiga al suelo.
«Mohamed Ali Hamar Nayim es un ángel», piensa Torosantos. Luego piensa que para ser un ángel hay que estar muerto y no recuerda la muerte de Nayim.
—No estás muerto, ¿no? ¿Es esto un sueño, estoy soñando, sigo en el sueño? —pregunta Torosantos, y lo dice de forma tan natural que es como una respiración, como un latido de su corazón, algo que no puede controlar.
—Amigos ya no tienes, sino yo, que te incito y despierto padeciendo contigo —dice Mohamed Ali Hamar Nayim—. No estoy muerto, vivo en el desierto, en África, cerca de una montaña que es una piedra que es un animal que tiene trescientas cabezas que es un cristal que no es transparente que es el puñal con el que asesinó Constantino Díaz a su mujer que le había dicho que iba a morir atravesado por un rayo que era un río que no tiene final que es un árbol más alto que el alma que es el fuego del Tiempo el que trae las noticias terribles y los huracanes y la palabra Muerte.
—Has crecido —dice Torosantos, y ahora Torosantos se siente como el adolescente que sufría cuando su equipo estaba en segunda división, el niño que escondido escucha la radio, como si fuera un pecado, el hombre que recuerda el momento en que su equipo gana la Recopa con un gol desde el centro del campo, en París, de Mohamed Ali Hamar Nayim—. Dime si estoy soñando, ¿me puedes decir si estoy soñando?
Dalila Love le besa el cuello y le besa las orejas y le besa el vello de las axilas, le lame las axilas y le muerde en el hombro a Torosantos, que ve cómo Nayim se ha mimetizado con el dibujo del papel pintado del tapizado de las paredes de la habitación.
—Tú también has crecido, Mo. Me tengo que ir porque el cuervo me espera en el árbol. He venido para decirte que tu padre te va a matar. Se ha jugado tu vida en una partida de cartas. Tienes que salir del Hostal Las Vegas, buscar a tu padre y matarlo antes de que te mate. Eso es lo que te pido. Es sencillo. Es mucho más fácil que aquella temporada en segunda división —dice Mohamed Ali Hamar Nayim, luego dice—: Tu padre se ha jugado tu vida en una partida de cartas, un juego sencillo.
Dalila Love muerde el ombligo de Torosantos, que ve cómo Nayim se convierte en cuervo, y luego le muerde el vello del pubis y le muerde los testículos a Torosantos y le lame el culo, la lengua dentro del ano, la lengua contra el túnel caliente y elástico del ano.
—Sólo tienes que defenderte, antes de que tu padre te encuentre y te mate, Torosantos. Salir del Hostal Las Vegas, buscar a tu padre y matarlo. Es sencillo, demasiado sencillo —repite Mohamed Ali Hamar Nayim con el graznido del cuervo—, podría hacerlo yo mismo si no fuera un pájaro, o menos que un pájaro, una alimaña.
Y las llamas desaparecen, el fuego desaparece.
Torosantos cierra los ojos.
Dalila Love le chupa dentro y fuera, dentro y fuera, dentro y fuera, dentro y fuera, dentro y fuera, pero allí sólo sigue estando un caracol que sube por las venas para dejar los huevos en su corazón.
TOROSANTOS VA A BUSCAR A LISARDO EXPÓSITO AL GIMNASIO, DONDE SE ENTRENA CON EL SACO DE BOXEO
El gimnasio huele a gato y a sangre y a pis de borracho y a vómito. A sangre de niño. El Gimnasio es un local vacío del que cuelga, en el centro, un saco de boxear. El gimnasio huele a primera sangre. Torosantos no huele nada. Lo que huele lo ha olido muchas veces. Es su propia sangre de niño. El gimnasio huele a lejía y a amoniaco y a Reflex y a vendas y a esparadrapo y a cucarachas y a goma y a Voltaren y a saliva seca y a esperma de rata y a mierda de cucarachas. El único olor que Torosantos podría reconocer es el de su propio miedo cuando era un niño, en los días de Perico Fernández, pero su cabeza sólo está ocupada en encontrar a su padre antes de que su padre le encuentre a él.
Lisardo Expósito da golpes a un saco negro. Del pecho de Lisardo Expósito cuelga una enorme mano de Fátima. La mano de Fátima es de plata y cuelga del pecho de Lisardo, se golpea contra el pecho de Lisardo. La mano de Fátima de plata la tiene desde niño.
Lisardo Expósito dice que se la colocó su padre, su padre verdadero, el primer padre, antes del segundo padre, antes de que le abandonaran en el hospicio.
La mano de Fátima de plata se golpea contra el pecho de Lisardo Expósito y es el latido de su segundo corazón. Cuando golpea el saco negro la mano de Fátima de plata le golpea el pecho. Lisardo Expósito da con la derecha y luego con la izquierda, mejor, y luego con la derecha y otra vez con la derecha y luego con la izquierda.
Lisardo Expósito tiene los ojos negros. No se puede saber si es el reflejo del saco en sus ojos o sus ojos son negros. Nadie lo sabe. Lisardo Expósito tiene un dedo hundido. Es como un dedo blando, como si el hueso se le hubiese podrido ahí dentro.
Lisardo Expósito golpea el saco con la mano derecha. Lleva tantos años golpeando ese saco negro que es como si se golpeara a sí mismo, como si golpeara su propia espalda.
Cuartero le dice a Torosantos que hoy tiene ojos de loco. Ojos de loco.
Cuartero ha olido tanta sangre de niño que se le ha estropeado la suya, eso dice Cuartero. Cuartero está hecho de dos. Es como si un mago hubiera juntado dos trozos de cuerpo distintos después de serrarlos en el ataúd. Cuartero tiene unos brazos enormes.
Dos tatuajes en los brazos: «Lupe todo mi amor» y «Virgen del Pilar protégeme».
Y unas piernas como de ratón. La cabeza es a veces gigante y a veces minúscula.
Cuartero le ha dado todas las hostias a Torosantos. Cuartero le dedicó tres o cuatro años. Cuartero le ha dado tantas hostias a Torosantos que le mira a los ojos y le descubre el alma.
Cuartero le dice a Torosantos «tienes los ojos de loco» y no le dice nada más. Cuartero desaparece porque es un fantasma que vive en la cabeza de Torosantos.
ALGO DE LA HISTORIA DE CUARTERO
José María Cuartero estudió en el seminario y más tarde estuvo dos años en Mozambique de misionero. Fue llamado de regreso para incorporarse a una parroquia. Se cortó la lengua para no revelar un secreto de confesión. Su lengua empezó a crecer poco más tarde en un fenómeno para el que los médicos no encontraron explicación biológica. Conforme crecía su lengua, Cuartero entró en un estado de amnesia parcial en la que olvidó cuál había sido su vocación y toda su relación con la Iglesia católica. Se dedicó desde entonces a arreglar en un taller culatas de coches, que aprendió a reparar de forma instantánea, como una especie de revelación, y a entrenar a los chavales en sus ratos libres. Murió al caer por unas escaleras mecánicas.
—Voy a matar a mi padre —dice Torosantos muy cerca de Lisardo, a la espalda de Lisardo, y Lisardo Expósito le da un golpe con la mano izquierda al saco negro y abraza el saco negro con la mano derecha—, el fantasma de Mohamed Ali Hamar Nayim me ha dicho que mi padre se ha jugado mi vida en una partida de cartas.
—¿Quieres matarlo? ¿Quieres que lo matemos? Vamos a matar a ese hijo de la grandísima puta —dice Lisardo, todavía agarrado al saco negro, luego dice, extrañado—: ¿No eras tú el que no creía en ángeles ni en fantasmas? ¿Cómo era el fantasma? ¿Atravesaba las paredes el fantasma? ¿Hablaba?
«Te veo los ojos de loco Torosantos», dice Cuartero, lo dice desde lejos, desde el estómago de Torosantos, lo dice el corazón de Torosantos con la voz de Cuartero. Luego la voz de Cuartero canta:
Ay de una flor cortando
cortando la vi yo un día
ay las espinas de una flor
qué mala suerte
qué mala suerte la mía
ay qué buena es la flor
que en la mano tú tenías ay.
Y luego ya no es la voz de Cuartero la que está dentro de Torosantos, es la voz de Camarón la que sale de su estómago, como si fuera plomo líquido.
DESPUÉS DE HUIR DEL HOSTAL LAS VEGAS, EL PADRE DE TOROSANTOS RECIBE UNA LLAMADA DE TELÉFONO DE HÉCTOR SANJUÁN
—Me han dicho que si fueras capaz de resolver alguno de tus problemas te darían el doctorado en matemáticas —dice Héctor Sanjuán.
—Tienes el repertorio totalmente agotado, deberías contratar, ¿cómo se llama?, un guionista, deberías contratar un guionista. Yo conozco un humorista muy bueno, si te sirve…
—Te voy a ayudar. Es como si los Reyes Magos, Melchor, Gaspar y Baltasar, acompañados de Papá Noel, te hubieran venido a ver. Dentro de un par de horas te veo en Casa Lacambra —dice Héctor Sanjuán.
—Yo te daría para comer higos chumbos, que te quemaras los dedos con los higos chumbos. Por la noche venían las moras. A coger, y a coger nuestros fusiles. Mi mora era morena y guapa y se llamaba Fátima o Harira. Tenía unas tetas dulces la mora, pero era una hija de la gran puta la mora. El primer día te lamía. Luego te besaba. Y luego trataba de robarte el fusil o el puñal o la bayoneta o la pistola. Después de los besos. Una mora le arrancó el pene a un sargento.
»El teniente Márquez Websternhausser nos había dicho al llegar “ahora todas las mujeres os parecerán cabras…, dentro de un mes todas las cabras os parecerán mujeres”, pero…
—Olvídate de tus historias de África. Dentro de un par de horas nos vemos —dice Héctor.
—Tendrás que comer solo.
Héctor Sanjuán, hermano pequeño de Francisco Sanjuán, es una mezcla de hombre de paja y encargado de los asuntos sucios de su hermano. Héctor Sanjuán entró en el seminario menor después de haber tenido una epifanía, por la que se le internó en un sanatorio psiquiátrico. En el seminario menor descubrió que era homosexual.
A menudo, Héctor Sanjuán repite «Nunca he cambiado de gustos, me he sido fiel, siempre me ha gustado lo mismo, los niños de diez años».
La última vez que se le relacionó con redes de pornografía infantil, aunque no se le detuvo, su hermano decidió castrarle químicamente con Quincey N2, lo que suelen administrar a los violadores en el estado de Texas.
El trato que Héctor Sanjuán le ofrece al padre de Torosantos es sencillo. Tiene que dificultar la entrada de un cargamento de hachís, a cambio recibirá protección frente a Leal y frente al resto de sus acreedores. La operación será en la avioneta de un piloto, un tal Samblancat que se dedica a la fumigación aérea de cultivos.
—Creo que lo conoces —dice Héctor Sanjuán—, fuisteis buenos amigos, me parece.
OTRO MONÓLOGO DE CARLITOS SERAL
Esto me pasó a mí también, el otro día.
En uno de esos peep shows, ya saben, esos sitios donde echas unas monedas y una chica se desnuda al otro lado. Una chica de verdad, ya me entienden.
Me meto en una cabina que estaba oscura, y al otro lado del cristal aparece mi mujer, después de echar la moneda.
Mi mujer.
¿Os lo podéis creer?
Mi mujer. La puta cabra. Sentada en una silla. Acababa de pagar por ver a mi mujer. Estaba vestida, todavía, mi mujer.
Le dije que se desnudara. No quería desperdiciar el dinero.
Mi mujer se desnudó y se apagó la luz. Y, no os lo creeréis, metí otra moneda en la ranura. Y apareció mi mujer, otra vez. Desnuda. Fingía no conocerme. Era muy profesional. Me habría gustado tener la cámara de vídeo de la Facultad de Veterinaria para grabarla. Estaba más delgada, mi mujer.
Le pregunté cómo se llamaba.
Me dijo que Marlene.
Le dije que era un buen nombre. Le dije que se masturbara.
Empezó a masturbarse.
Y me excité. Quiero decir que tuve una erección.
Al otro lado del cristal estaba mi mujer masturbándose y yo había pagado por ver masturbarse a mi mujer. A Marlene.
Pensé que el nombre no le iba mal. Marlene.
Se volvió a apagar la luz y volví a meter una moneda de quinientas. Volvió a aparecer Marlene. Se había vestido.
Me dijo que pensaba que se trataba de otro cliente.
Le dije que Marlene era un bonito nombre.
Me dijo que se lo había puesto su nuevo hombre.
Dijo: «Me lo ha puesto mi nuevo hombre».
Le dije que Marlene era un bonito nombre y se volvió a apagar la luz. Y ya no me gasté más dinero. Se estaban haciendo una fortuna a mi costa mi mujer con eso de llamarse Marlene y su nuevo hombre.
CARLITOS SERAL ABANDONA EL ESCENARIO
Dice «se estaban haciendo una fortuna a mi costa mi mujer con eso de llamarse Marlene y su nuevo hombre», y mientras dice la frase Carlitos Seral va sacando un paquete de Ducados del bolsillo de la americana. Cuando suenan los aplausos, unos aplausos desganados que vienen de una pareja, dos de las cinco personas que ocupan las butacas del Salón Variedades en la sesión de tarde del día de Reyes, Carlitos Seral ya se ha encendido el cigarrillo y ya se va por la puerta lateral.
Suena música de canción española, los primeros compases enlatados de «España cañí».
Palmira, un travestido de más de cien kilos, embutido en un traje de tela metálica, dice «Vamos, chaticos, dad palmas, se acabó el muermo, ahora llega lo que estabais esperando».
GALLEGO VELÁZQUEZ EN SU DESPACHO DEL SALÓN VARIEDADES
Gallego Velázquez está solo en su oficina. Habla por teléfono:
—Ese dinero es una mierda pero ya no puedo más. Prefiero que acabes tú con Salón Variedades que las jodidas deudas.
—No te arrepentirás —dice Pelavivos II—, es un gran negocio, una buena solución para ti y un estupendo negocio para mí… Y, además, te prometo que Salón Variedades seguirá siendo tu casa. En cierto sentido, claro, como histórico, pero tu casa, podrás seguir recibiendo a tus amigos.
—Te la puedes meter por el culo mi casa.
—Toda la vida disfrutando del mejor humor, Gallego, y compruebo que no ha calado en ti… ¿Nos vemos mañana? ¿Te puedo invitar a comer? —pregunta Pelavivos II.
—Quedaremos en el banco, y sólo en el banco. El miércoles por la mañana te llamaré —dice Gallego Velázquez, y cuelga el teléfono, que parece salido de la decoración de un musical.
Un enorme cartel de Camarón, que es una fotografía en blanco y negro de Camarón, casi cubre la pared que está a la espalda de Gallego Velázquez. Un cartel firmado por Camarón.
«A mi compadre Gallego con todo mi corazón».
Lo firmó Camarón cuatro o cinco años antes de morir.
Todas las demás paredes están llenas de fotografías, del suelo al techo. Fotografías de Miguel de Molina, de Antonia de Cachavera, que se pintaba los labios con brasa del rescoldo de los infiernos, de Maruja Tomás, de Rosario la Cartujana, de Estrellita Castro, de Carmen Amaya, de la Bella Dorita, de Bertini, de Mirko, un travestido que competía con Miguel de Molina, de Emy, Gotti y Cañamón, cuya mujer salía a pasear con una boa enroscada al cuello, de Satyi Kajin, que tragaba sables y comía bombillas, de Mike y Alpiste, de Conchita Chevalier, de La Venenosa, que cantaba con voz de hombre y con voz de mujer, de Pabli y Merche, de Regolín, un ventrílocuo que murió en pleno delirio esquizofrénico, de Rosa y Noppy, de Susepet y Pilar, de Lita Claver, de Purita Monterde, de Terremoto de Bronce, de Mary del Romero, de Moscatelli, de Merche Navarro, de Mary Santpere, de Alady, de Antonio Amaya, de Lilian de Celis, de El Titi, de Lolita Cano, de Merche Bristol, de Luisita Tenor, de Alfredo Reyes, de Mari Mistral la Divina, que burlaba la censura de Franco enseñando sus tetas, de Addy Ventura, de Sara Montiel, de Bebe Palmer, de Charito Ceuta, de Brigitte Sant-John, de Ivette René, de Tau Kam, de Lourdes Camarasa, de Mary de Lis, de Blanca Argentina, de Susy Siam, de Monalisa, de Pirondello, el hombre de los mil santos, al que nadie había visto reír, de Antonio Casal, de Carbonilla y sus alegres chicas de la porra, de Mari del Romero, de Nikol’s, de…
Hace frío en la oficina y sólo entra una luz oscura por una ventana enrejada. El único lugar donde no hay ninguna fotografía colgada.
Gallego Velázquez tiene un revólver encima de la mesa y una pajarita de estaño que imita una pajarita de papel y un teléfono móvil y una agenda del año 56 y una cajetilla de Marlboro y un encendedor que tiene una amapola roja dentro de la gasolina y un portarretratos con una fotografía de su tío, de quien heredó el Salón Variedades, abrazado a Miguel de Molina, como si estuvieran a punto de comenzar un baile.
Gallego Velázquez piensa en Camarón, ha sido el pensamiento de un segundo, el único pensamiento que llega con este frío. Gallego Velázquez se quita las gafas de concha negra y se pasa el revólver por la frente y por los ojos y por la nariz y por las sienes y por el cuello. El revólver está también frío. Piensa en Camarón, en un aullido de Camarón, en el grito de Camarón. Gallego Velázquez piensa que el grito de Camarón podría ser también su grito.
Lo último que le viene a la cabeza es el gesto de sufrimiento de Camarón en el camerino, «dejadme solo, sólo un poco solo, por favor, enseguida estaré bien».
Carlitos Seral entra en la oficina de Gallego Velázquez. Carlitos Seral ha sido una estrella cómica. Nadie puede decir que ahora lo sea. La cara de Carlitos Seral es una mueca, que le revienta cuando sube al escenario. Carlitos Seral sabe lo que es estar solo en un escenario. Carlitos Seral lleva una americana de color huevo con solapas grandes, que compró en Barcelona en 1977, dos años antes de que su mujer lo abandonara. Carlitos Seral no tiene frío.
Gallego Velázquez mueve la cabeza y Carlitos Seral se sienta en un sofá, encima de un montón de carteles de África Golden. África Golden sonríe, el brazo detrás del cuello.
El culo de Carlitos Seral encima de la boca sonriente de África Golden, alguna vez formaron pareja.
—Me voy —dice Carlitos Seral, y enciende un cigarrillo, un Ducados.
—Este revólver era de mi tío, a lo mejor ya era del padre de mi tío, del padre del padre de mi tío. ¿Te he contado que el abuelo de mi tío mató a su hermano, que le había robado o que le había engañado con su mujer o que le había vendido un barco a sus espaldas? El abuelo de mi tío era marino, pasaba mucho tiempo en la mar. Pero la historia nunca la he sabido bien del todo, siempre me han faltado detalles. Y lo importante suelen ser los detalles —dice Gallego Velázquez—. Una vez se lo puse en la cabeza a un impresentable, en el centro de la cabeza, le habría podido volar la cabeza, a veces pienso que tendría que haberlo hecho, las cosas habrían sido de otra manera, quizá el revólver no se hubiera disparado, quizá ya no funciona, quizá los revólveres sólo funcionan una vez, quizá todo habría cambiado.
—Me parece que todo lo que sabes de armas lo aprendiste en las películas del Oeste. Mejor que no lo intentaras.
—¿Había gente, había alguien? —pregunta Gallego Velázquez, como si le hubiera desaparecido de la cabeza todo el mundo alucinado que hace un instante tenía dentro—. ¿Cuánta gente había?
—La de siempre en la sesión del café, ya sabes. Pero, de calidad, eran tres y con toda seguridad se trataba de los Reyes Magos. Uno de ellos era bastante moreno. Es fácil que hayan venido a ver la función antes de regresar a Oriente… Estaba pensando —dice Carlitos Seral— y es idiota, porque debería saberlo, que las cosas no tienen ningún sentido, me he dado cuenta demasiado tarde. Todas esas historias graciosas, o chistosas, los números y los monólogos, ya sabes, ese humor, esa risa se me está yendo por el agujero del culo y ya no la puedo recuperar. ¿De dónde demonios me salía esa risa? Joder, lo intento, digo sal, puta risa, sal de una puta vez donde coño estés. Esta mueca que ves se me ha quedado del esfuerzo por sacar la risa. Uno sólo piensa cosas idiotas con este frío —Carlitos Seral da una profunda calada a su Ducados y cuando lanza el humo el humo se convierte en la cara de Bob Hope animando a las tropas norteamericanas—, quiero decir, me tomaría un café con Anís del Mono.
Gallego Velázquez y Carlitos Seral bajan por las escaleras reventadas del Salón Variedades. Hay muy poca luz. Se oye el ladrido de unos perros.
Gallego piensa que la voz de Camarón es ahora el ladrido de los perros, piensa que podría ser un perro.
Carlitos Seral tiene el cigarrillo en la boca y el humo le sube a la cabeza en vez de salirle por la boca, el humo busca un lugar en su cerebro, que todo el cerebro se le vuelva humo.
—Éste va a ser el último año, cierro para siempre —dice Gallego Velázquez.
—¿Llevas la cuenta de cuántas veces me has dicho lo mismo?
TOROSANTOS Y LISARDO EXPÓSITO ESPERAN A CARLITOS SERAL, EL HUMORISTA SIN GRACIA, PARA AVERIGUAR EL PARADERO DEL PADRE DE TOROSANTOS
«Sólo queda humo», piensa Carlitos Seral, mientras camina, levantadas las solapas de su americana de color huevo, que compró en Barcelona en 1977.
Lisardo Expósito se pone a la altura de Carlitos Seral. Torosantos va unos pasos detrás de Carlitos Seral. Lisardo Expósito enciende un habanillo y lanza el humo al aire que forma antes de desaparecer la cabeza de William Blake.
Lisardo Expósito mira el cielo, «parece que se está preparando una tormenta, ojalá nieve», piensa, «hace mucho tiempo que no veo nevar», y luego mira los zapatos de Carlitos Seral, tan blancos, «no se verían en la nieve».
—No vayas tan deprisa, cómico —dice Lisardo—, no corras tanto, cómico. ¡Cómico!
Carlitos Seral mira a Lisardo Expósito y se detiene.
Torosantos llega detrás.
—Pensaba que seguíais en el colegio —dice Carlitos Seral, y mira a Torosantos con una mirada parecida a la piedad, también podría parecer miedo si no hablara.
—Sé sumar, multiplicar, dividir y restar —dice Torosantos—, y no necesito nada más, cómico.
—Iba a tomar un café con Anís del Mono, pero creo que el mono ha decidido adelantarse. ¿Me acompañáis? Aunque ahora que lo pienso, ¿ya os dejan beber?
Lisardo Expósito coge por las solapas de la americana de color huevo a Carlitos Seral.
—Os parecéis a los ladrones de una de mis obras. Van a robar a quien suponen que es un jodido millonario, ya sabéis, ellos se imaginan un gran robo. Y, sobre todo, imaginan lo que viene después, que van a vivir a lo grande, que van a pasar el resto de sus días desayunando champán y caviar junto a una piscina y con un montón de chicas alrededor para que les chupen sus enanas pollas, y resulta que acaban en pelotas, era algo así. Bueno, creo que antes les daba una paliza un ancianito. Este momento me recuerda mucho a esa obra. ¿Sabéis? Estuvo a punto de estrenarla Paco Martínez Soria pero la estrenó Juanito Navarro en un teatro de Madrid. Os estaba copiando antes de que supierais sacaros mocos de la nariz. Es gracioso, muy gracioso —dice Carlitos Seral, luego dice—: Sí, es lo más gracioso que he dicho en mucho tiempo.
Lisardo Expósito arrastra a Carlitos Seral hacia la entrada de un garaje y le da un golpe fuerte en el estómago.
—Ahora entiendo por qué no llegaste a nada en el boxeo, Osito Misha, se llamaba así la mascota de las Olimpiadas de Moscú, ¿no? —dice Carlitos Seral, comido por el dolor—. Sólo recuerdo el nombre de dos mascotas: Osito Misha y Naranjito. —Luego dice—: Con esa pegada habrías tenido problemas para salir adelante en competiciones infantiles.
—Pensaba que habías dejado el humorismo —dice Torosantos—, pero veo que sigues en plena forma. Te podrías presentar a uno de esos concursos de chistes de la televisión… Pero te voy a decir una cosa, esto no es la televisión, aunque es más fácil que en la televisión. Todo es muy sencillo. Quiero encontrar a mi padre. Mi padre, ¿te acuerdas? Tiene el cuerpo lleno de tatuajes. Estuvo contigo en África, en las colonias, como le gusta decir a él. Saltabais en paracaídas y comíais higos chumbos y tratabais de que los moros no os volaran los cojones. Mi padre. Tu gran amigo.
—Tu padre, tu padre, tu padre, tu padre, tu padre, tu padre, tu padre… Ah, ya empiezo a recordar, creo que se fue a México o a Brasil o a Uruguay o a Perú o a Leningrado con una mujer mulata, guapa. Se fue hace muchos años y hace todos esos muchos años que no lo veo. Y no sé, afortunadamente, nada de él —dice Carlitos Seral—; tiene una pésima relación con el dinero en la que siempre quería implicarme a mí.
Lisardo Expósito le golpea de nuevo en el estómago. Una bola de sangre le llega a la boca a Carlitos Seral desde el estómago. Carlitos Seral abre los labios y un hilo de sangre, violeta, cae sobre sus zapatos blancos. Sobre el cuero blanco de los zapatos la sangre hace dibujos: una serpiente con su lengua partida en dos, venenosa; una mano desplegada que pide ayuda; la cara de su mujer instantes antes de que lo abandonara en 1979; y por último la fila de dientes perfectos y blanquísimos de Bob Hope, un cómico al que Carlitos Seral siempre ha odiado.
—Ahora entiendo lo de Moscú. Lo del alemán. Por qué te caíste en el primer asalto, Osito Misha. Pegas como una niña de primera comunión —dice Carlitos Seral, y luego dice entrecortadamente, con dificultad, mientras cae al suelo—, peor que una niña de primera comunión.
LISARDO RECIBE UNA LLAMADA
Mientras Carlitos Seral cae al suelo y su sangre mancha el traje de solapas anchas de color huevo que compró en Barcelona en 1977, el teléfono móvil de Lisardo Expósito suena con la música del Séptimo de Caballería.