LA PARADOJA DEL ARTE Y DE LA LITERATURA
En arte, se da la idea de lo verdadero con lo falso.
EDGAR DEGAS
No se cree en la verdad más que cuando alguien la ha inventado con talento.
GEORGE SANTAYANA
Para pensar claro en el orden humano, uno tiene que ser movido a hacerlo por un poema.
LES MURRAY
Este ensayo fue concebido originalmente para ser pronunciado como una ponencia en la Conferencia Anual (2007) de la Corte Suprema australiana; pero allí, a petición de los organizadores, se modificó su título por el de Verdades históricas y otras, título que pareció más apropiado para tan serio auditorio. Pues se supone que los jueces son gente seria, en efecto, ya que ¿acaso no llevan togas y pelucas para convencernos de ello (y para recordárselo a sí mismos)? La gente seria no se interesa en absoluto por las ficciones, sea cual sea la forma que éstas adopten; y por consiguiente, presentada bajo el título frívolo que había propuesto primeramente, es muy probable que mi charla no hubiera conseguido atraer a mucha gente. Lo que no impide que el título anunciado me causara cierta incomodidad (pues no soy verdaderamente un historiador) y aprovecho, pues, la presente publicación para desembarazarme de ese anuncio ligeramente deshonesto.
Mis palabras están precedidas de tres epígrafes. La mayoría de las charlas, conferencias y ponencias de circunstancias pronto se olvidan. En cambio, todo epígrafe debería ser memorable. Naturalmente, mis lectores podrán olvidar lo que voy a contarles aquí, pero me parece que deberían cuando menos recordar estos epígrafes. El primero es de un pintor; el segundo, de un filósofo; y el tercero, de un poeta. Los pintores, los filósofos, los poetas, pero también los novelistas —e incluso los inventores y los sabios— alcanzan todos la verdad por los atajos de la imaginación. Veamos algunos de ellos.
Los diálogos de Platón siguen siendo la piedra angular del pensamiento occidental; a menudo, en el corazón de estos diálogos, encontramos no razonamientos discursivos, sino muy diferentes «mitos», especie de breves parábolas filosóficas. El mito es la forma más antigua de ficción, y también una de las más ricas: desempeña una función esencial: «Lo que el mito comunica no es la verdad, sino la realidad. La verdad es siempre acerca de algo, pero la realidad es eso mismo de lo que habla la verdad». (C. S. Lewis).
En China —casi por la misma época que la de Platón en Occidente—, los antiguos pensadores taoístas también expresaron sus ideas de manera imaginativa. Sobre el asunto que aquí nos ocupa —¿por qué caminos llega nuestro espíritu a la verdad?—, hay un cuentecillo de Lie Zi que parece particularmente esclarecedor.
En tiempos de los Reinos Combatientes, la caballería tenía una gran importancia militar, de modo que los distintos soberanos empleaban a expertos para procurarles buenos caballos. Se apreciaba por encima de todo el «supercaballo» (qian li ma), una cabalgadura capaz de galopar mil leguas en un día sin que sus cascos dejaran huella ni levantaran polvo. Tales caballos eran muy buscados, pero también muy escasos, y difíciles de identificar, de ahí la necesidad de recurrir a los servicios de expertos especializados. El más célebre de estos expertos era un hombre llamado Bole, que trabajaba para el duque de Qin. Habiéndose vuelto Bole demasiado mayor para proseguir sus prospecciones en los cuatro extremos del país, el duque le preguntó si podía recomendarle a un experto capaz de reemplazarle. «Sí —le respondió Bole—, tengo un amigo, un hombre que vende leña en el mercado; es un buen experto en caballos». Por consejo de Bole, el duque encargó al individuo en cuestión ponerse a buscar un supercaballo. Tres meses después, el hombre estaba de vuelta y anunció al duque: «He encontrado su animal en el pueblo de X: es una yegua morena». El duque envió al punto a sus gentes, que no encontraron allí más que un semental negro. Muy descontento, el duque mandó llamar a Bole: «¡No es muy competente que digamos vuestro amigo! ¡Ni siquiera sabe distinguir correctamente el color y el sexo de un caballo!». Al oír estas palabras, Bole repuso, estupefacto: «¡Formidable! ¡Es más entendido aún de lo que yo creía, me da cien mil vueltas! Lo que él descubre es la naturaleza interior del animal. Busca y ve sólo lo que necesita ver, e ignora todo lo demás. Sin dejarse distraer por las apariencias exteriores, va derecho a la esencia interior. ¡Su manera de juzgar ese caballo demuestra que está cualificado para juzgar cosas más importantes que simples caballos!». Y huelga añadirlo, el animal en cuestión se reveló un supercaballo capaz de galopar mil leguas en un día, sin que sus pezuñas dejaran rastro ni levantaran polvo.
En lo relativo a los medios para alcanzar la verdad, tal vez juzguéis que una vieja parábola china de hace más de dos mil años no puede seros de gran utilidad. Consideremos entonces un tipo de cuestión aparentemente más próxima a nosotros: los procesos mentales seguidos por la investigación científica moderna.
Claude Bernard, ilustre patólogo cuyas investigaciones y descubrimientos desempeñaron un papel decisivo en el desarrollo de la ciencia médica, al entrar un día en el anfiteatro anatómico donde iba a impartir un curso, observó algo de particular: sobre una mesa había varias cubetas que contenían diversas vísceras humanas; las moscas se habían reunido todas en una de esas cubetas. Un espíritu corriente habría formulado una observación corriente, para deplorar quizá la falta de higiene del local en cuestión, o para requerir al portero que mantuviera las ventanas cerradas. Pero Bernard no tenía un espíritu corriente; observó que las moscas estaban todas en la cubeta que contenía unos hígados, y se dijo de inmediato: «¡Ahí dentro debe de haber azúcar!», y descubrió la función glucogénica del hígado, un descubrimiento que se reveló crucial para la comprensión y el tratamiento de la diabetes.
No es en una obra de historia de la medicina donde he encontrado esta anécdota, sino en el Diario de Paul Claudel. Y el poeta comenta: «Es un procedimiento de asociación de ideas totalmente análogo al de la poesía. Un Rimbaud habría hecho un verso con ello, que habría hecho reír a los imbéciles. Pero el impulso motriz es el mismo. La fuente primera de la ciencia no es, pues, el razonamiento, sino la comprobación detallada de una asociación propuesta por la imaginación».
Téngase en cuenta que, cuando hablo de poesía, tomo la palabra en su acepción más fundamental. Samuel Johnson, en su monumental diccionario de la lengua inglesa (1755), asigna tres definiciones a poeta, en orden decreciente de importancia: primero, ‘un inventor’; segundo, un ‘autor de ficción’; y, por último, ‘un hombre que escribe poemas’.
Es merced a un salto de la imaginación como se capta la verdad. Lo cual es cierto no sólo para el pensamiento científico, sino también para la reflexión filosófica. Cuando yo era un joven estudiante ingenuo, en mi primer año de universidad, el programa de letras (preparatorio para la carrera de derecho) incluía un curso de filosofía. Aunque esta perspectiva primero me entusiasmó, la mediocridad del profesor pronto me hizo desencantarme. No obstante, gracias a un contacto familiar, tenía la oportunidad de frecuentar el trato de un filósofo eminente, que era también un hombre encantador y generoso. A petición mía, me preparó una lista de lecturas filosóficas básicas: en una página anotó las referencias bibliográficas de diversos clásicos de la filosofía, así como algunas buenas introducciones modernas al estudio y a la historia de la filosofía. Conservé como algo precioso ese documento, pero acabó como otras muchas pertenencias mías por las que sentía apego, que he terminado extraviando a fuerza de correr mundo. Hoy, al cabo de medio siglo largo, he olvidado, naturalmente, los distintos títulos que figuraban en esa lista. No obstante, de lo que sí me acuerdo claramente es de la posdata que el gran filósofo escribió a pie de página. La recuerdo tanto mejor cuanto que en ese mismo momento no la comprendí, e incluso me dejó muy perplejo. Esa posdata decía (subrayado): «Y sobre todo, no lo olvide, lea muchas novelas». Al leer esta nota, el estudiante inmaduro que yo era se quedó vagamente sorprendido: en cierto modo, la observación no me parecía suficientemente seria. Y, en efecto, en nuestra ingenuidad, a menudo tendemos a confundir lo serio con lo profundo. (En el periódico, el editorial es generalmente serio, y divertidas las caricaturas; pero con harta frecuencia el editorial resulta ser verboso, mientras que las caricaturas son penetrantes). No fue hasta al cabo de muchos años cuando empecé a apreciar plenamente toda la sabiduría de mi filósofo, y ahora encuentro frecuentemente ecos de su consejo. Así, por ejemplo, Théodore Darlymple (el médico que escribe una crónica ingeniosa y mordaz en Spectator) observaba que, entre dos médicos de una misma cualificación profesional, él tendría más confianza en el que leyera a Chejov. Y por mi parte, añadiría: si cometo un crimen, desearía que mi juez fuese un lector de Simenon.
Los hombres de acción, la gente que está totalmente absorbida por su pugna con lo que ellos llaman «la realidad», tienen tendencia a considerar la poesía y todas las otras formas de creación literaria como una distracción fútil. Tal como hemos mencionado anteriormente en otra crónica, Mawson —el gran explorador de la Antártida— redactó para su mujer una serie de instrucciones relativas a la educación de sus hijos: debía velar por que no malgastaran el tiempo leyendo novelas; era menester, por el contrario, que adquirieran una información real leyendo obras de historia y biografías de grandes hombres.
Esta idea —muy extendida, por lo demás—, que establecería una diferencia de naturaleza entre, por una parte, las obras de imaginación y, por otra, los textos que cuentan hechos y acontecimientos, refleja una gran ingenuidad. A cierta profundidad, o a cierto nivel de calidad, todos los escritos son una creación literaria; emanan de una fuente común: la poesía.
La Historia —contrariamente a lo que cree la opinión pública— no registra los acontecimientos. Únicamente registra los ecos de los acontecimientos, lo que es muy distinto; y, para hacerlo, se apoya en la imaginación tanto como en la memoria. Abandonada a sí misma, la memoria no puede sino acumular datos carentes de objeto y de significado. Recuérdese «Funes el memorioso», el cuento filosófico de Jorge Luis Borges: Funes es un joven que, volteado por un redomón, es víctima de una extraña enfermedad; posee una memoria superdesarrollada; está privado de toda facultad de olvido; lo retiene todo; su mente se ve transformada en una especie de enorme vertedero, un monstruoso depósito atestado de fragmentos dispares, de instantes inconexos; es un gigantesco amontonamiento de imágenes sin contexto; ningún detalle puede ser eliminado, por insignificante que sea. Esta capacidad permanente e implacable de recuerdo total y absoluto es una maldición; excluye toda posibilidad de reflexión, pues el pensamiento requiere un espacio en el que sea posible olvidar, elegir, borrar, aislar, eliminar, poner de relieve. Si no pudiéramos desechar nada del desván de la memoria, no podríamos abstraer ni generalizar. Sin abstracción ni generalización, no puede haber pensamiento.
El historiador no se contenta con registrar, corrige, omite, juzga, interpreta, reorganiza, arregla, compone. Su misión consiste nada menos que en «hacer el tipo más elevado de justicia al universo visible, sacando a la luz la verdad multiforme y única que subyace en cada aspecto». Pero ¡cuidado! Esta frase que acabo de citar no es de un historiador que describe su disciplina, sino de un novelista que celebra el arte de la ficción: se habrán reconocido las primeras líneas del prefacio que Joseph Conrad escribió para su El negro del «Narcissus», prefacio que constituye verdaderamente una especie de manifiesto universal de la Novela.
El hecho es que esas dos artes —la del historiador y la del novelista—, nacidas una y otra de la poesía, desarrollan una actividad semejante y ponen en práctica las mismas facultades: memoria e imaginación; y por eso se ha podido decir con justicia al respecto: el novelista es el historiador del presente, el historiador es el novelista del pasado. Uno y otro deben inventar la verdad.
Para alcanzar la verdad del pasado, los historiadores deben superar obstáculos especiales: tienen que reunir una información a veces de difícil acceso, y en este sentido, deben dominar en primer lugar los métodos de una disciplina especializada. En contrapartida, por lo que se refiere a comprender la verdad de nuestro tiempo presente —lo que tenemos ante los ojos—, no se trata de un oficio reservado exclusivamente a los historiadores; es una tarea común a todos nosotros. ¿Cómo la llevamos a cabo habitualmente? No demasiado bien, según parece.
Limitémonos a examinar solamente dos ejemplos. Los tenemos bien cerca de nosotros y su barbaridad única no tiene precedentes en la historia: el estalinismo y el nazismo.
Cuando releemos los escritos de los disidentes y exiliados soviéticos y europeos del Este, nos sorprende un tema recurrente: su estupor, su indignación y su ira frente a la estupidez, ignorancia e indiferencia de la opinión pública occidental, muy en particular de la clase intelectual, que se mostró completamente incapaz de captar la patente realidad de esa peste totalitaria que afectaba a la existencia de una mitad del género humano. Y, sin embargo, los países occidentales empleaban vastos recursos para reunir información sobre los diversos regímenes comunistas, ya fuera financiando la investigación universitaria u organizando costosas redes de espionaje. Estos enormes esfuerzos apenas si producían resultados. Robert Conquest, uno de los rarísimos sovietólogos que vieron claro desde un principio, se sintió enormemente frustrado cada vez que trató de comunicar lo que sabía: tras la desintegración de la URSS, su editor le sugirió reeditar una recopilación de sus antiguos escritos y le preguntó qué título se podría poner a ese volumen. Conquest se lo pensó unos segundos y dijo: «¿Qué le parece Ya os lo dije, jodidos cretinos?».
Cosa digna de tenerse en cuenta, en los escritos de los grandes disidentes de los países del Este se menciona con frecuencia el nombre de un escritor occidental; se le rinde homenaje como al único autor que fue capaz de percibir completamente la realidad concreta de su estado, hasta en sus ruidos y olores: George Orwell. Aleksander Nekrich resumió perfectamente esta opinión: «George Orwell quizá haya sido el único escritor occidental que ha conseguido comprender la naturaleza profunda del mundo soviético». Czeslaw Milosz y muchos otros formularon un juicio parecido. Y, sin embargo, 1984 es una obra de ficción: una proyección imaginaria, con una Inglaterra futura como telón de fondo.
La incapacidad occidental para comprender la realidad soviética y todas sus variantes asiáticas no era debida a una falta de información (ésta fue siempre abundante): fue una falta de imaginación.
Los horrores del régimen nazi son bien conocidos: los criminales fueron vencidos y condenados; las víctimas, los supervivientes y los testigos han hablado; los historiadores han reunido todos los hechos y emitido su fallo. Se ha arrojado plena luz sobre toda esta época. Los documentos y los archivos llenan bibliotecas enteras.
Quisiera destacar de entre toda esta inmensa bibliografía un librito singularmente turbador, por cuanto descansa en una experiencia extraordinariamente normal: se trata de los recuerdos de preguerra de un joven berlinés, Raimund Pretzel, que decidió finalmente exiliarse en 1938 por razones estrictamente morales. Este testimonio, firmado con el seudónimo de Sebastian Haffner, lleva —de manera apropiada— un título modesto: Historia de un alemán (Geschichte eines Deutschen). Fue publicado de manera póstuma hace apenas unos años (2000) por el hijo del autor, que descubrió el manuscrito entre los papeles de su padre, fallecido en 1999 tras una larga y brillante carrera de periodista y de historiador.
El autor era un joven que había recibido una excelente educación; hijo de magistrado, se disponía a seguir también él esta misma carrera; sus perspectivas de futuro eran brillantes; quería a su grupo de amigos, su ciudad, su cultura, su lengua. No obstante, al igual que todos sus compatriotas, había presenciado la subida al poder de Hitler. No disponía en absoluto de una información exclusiva; simplemente, como cualquier intelectual, leía la prensa y discutía de la actualidad política con sus amigos y colegas. Sintió con toda claridad que, como el resto del país, se había metido insensiblemente en un pantano emponzoñado. Para asegurarse una existencia aceptablemente cómoda y sin problemas, cada ciudadano se veía llevado constantemente a consentir pequeños compromisos, lo que no era ni muy difícil ni particularmente dramático; todo el mundo, en diverso grado, estaba implicado en ese mismo proceso. Pero la suma total de esas pequeñas claudicaciones banales y cotidianas suponía una erosión progresiva de la integridad de cada individuo, Haffner mismo no se vio nunca expuesto a una situación extrema, no se vio nunca enfrentado de forma directa con ninguna atrocidad, no fue nunca personalmente testigo de ningún acontecimiento violento o criminal. Sólo que se sentía muellemente envuelto por la omnipresente y universal degradación moral de toda la sociedad. Con una experiencia que realmente no era nada más y nada menos que la de la nación entera, se le hizo imposible eludir la realidad. Y como tenía la suerte de que no pesaban responsabilidades familiares sobre él, era libre de ir donde le placiera: abandonó un medio que le gustaba; renunció a hacer una buena carrera; se exilió voluntariamente primero en Francia, luego en Inglaterra, para salvar su alma. Su colección de recuerdos —breve, sobria, lúcida (e inacabada)— plantea una pregunta aterradora: todo lo que Haffner sabía en esa época, los millones de compatriotas suyos lo sabían también. ¿Por qué no hubo más que un solo Haffner?
He señalado más arriba que los artistas y escritores desarrollan vías alternativas para llegar a la verdad. Pero, sobre todo, quisiera evitar cualquier malentendido: me refiero a caminos alternativos hacia la verdad; no creo en absoluto que existan verdades alternativas. La verdad no es relativa; por su propia naturaleza está al alcance de todos; es simple y evidente: a menudo, incluso, de una manera que duele. El ejemplo de Haffner es una buena prueba de ello.
Con ocasión del caso Dreyfus, el mariscal Lyautey tomó partido por la víctima inocente, cuando su propio medio aristocrático, militar, monárquico y clerical habría podido arrastrarlo al otro bando. Cuando quiso organizarse un comité de dreyfusistas, del que él era miembro, bajo el nombre de Unión por la justicia, Lyautey sugirió adoptar, más modestamente, el nombre de Unión por la verdad: «Se puede dudar de lo que es justo, pero no de lo que es verdadero».[15]
Esto me lleva a mi conclusión. Esta conclusión fue en realidad mi punto de partida: cuando me invitaron a venir a hablar sobre la verdad era unos días antes de Pascua. Durante los oficios católicos de Semana Santa, leemos en la iglesia, varios días seguidos, los relatos que hacen los cuatro evangelistas de las dos últimas jornadas de la vida de Cristo. Estos relatos contienen cada uno de ellos un pasaje sobre el proceso a Jesús, presidido por el gobernador romano Poncio Pilatos: el concepto de «verdad» aparece en él en un corto diálogo entre el juez y el acusado. Se trata de un pasaje perfectamente conocido, pero esta vez me impresionó de manera muy especial, y es por eso por lo que acepté la invitación a tratar este tema.
Los Sumos Sacerdotes y el Sanedrín habían prendido a Jesús: a modo de conclusión de su interrogatorio, decidieron condenarle a muerte, por blasfemo. Sólo que, como eran ahora súbditos coloniales del imperio romano, no tenían ya el poder de pronunciar ni de ejecutar sentencias de muerte. Sólo el gobernador romano contaba con autoridad para hacerlo.
Llevan, pues, a Jesús ante Pilatos. Éste se halla en una situación espinosa. En primer lugar, está el problema inherente a sus funciones: se encuentra tanto a la cabeza del poder ejecutivo como del poder judicial. Como jefe supremo, es responsable del orden público; como juez supremo, debe asegurar que las exigencias de la justicia se vean satisfechas. Añádase a ello su situación personal; los judíos le consideran naturalmente como lo que es: un odioso opresor extranjero. Y él, por su parte, teme y detesta a esos nativos pendencieros e incomprensibles que le dan constantemente quebraderos de cabeza. Desde que ha asumido sus funciones, ha tenido ya por dos veces graves desórdenes que ha reprimido con torpeza; ha sido denunciado incluso en Roma. No puede correr el riesgo de un nuevo incidente. Y esta vez, presiente una trampa.
Los notables del lugar se presentan como leales súbditos de César. Acusan a Jesús de rebelión: es un agitador político que incita al pueblo a negarse a pagar el tributo, y que desafía la autoridad de César afirmando que él mismo es rey. Si Pilatos no le condena, será Pilatos quien se muestre culpable de deslealtad para con el César.
Pilatos interroga a Jesús. Naturalmente, su idea del reino espiritual se le antoja más bien fantasiosa, pero perfectamente inofensiva. Por otra parte, el acusado no parece ni violento ni fanático; tiene prestancia, se expresa sobriamente. Pilatos está impresionado favorablemente por su serena dignidad; pronto le resulta evidente que Jesús es totalmente inocente de los crímenes que se le imputan. Pilatos lo repite varias veces: «No encuentro ninguna culpa en este hombre». Pero los acusadores exigen su muerte, y el evangelista añade que al oír los gritos de la multitud «Pilatos se quedó más espantado que nunca». Pilatos tiene miedo, no quiere cargar con un nuevo motín: sería el fin de su carrera.
En el curso del interrogatorio, cuando Pilatos pregunta a Jesús por sus actividades, éste le responde: «Yo para esto he venido a este mundo, para dar testimonio de la verdad; todo el que es de la verdad oye mi voz». A lo que Pilatos replica: «¿Y qué es la verdad?». También él es un hombre educado, un romano cultivado; ha viajado, ha visto mundo, ha leído a los filósofos; a diferencia de ese hombre sencillo, de ese carpintero provinciano, sabe que hay muchos dioses y muchas creencias bajo el sol…
Pero ¡cuidado! Cada vez que la gente se pregunta «¿Qué es la verdad?», normalmente es porque tiene la verdad delante de las narices, pero resultaría muy incómodo reconocerlo. Y también, en contra de su convencimiento íntimo, Pilatos cede a la voluntad de la muchedumbre y le entrega a Jesús para que sea crucificado.
El problema para Pilatos no era determinar si Jesús era inocente o no. Esta cuestión era fácil de zanjar. No, el verdadero problema es que, a fin de cuentas —como todos nosotros, la mayor parte del tiempo—, tenía la verdad delante de las narices, pero prefirió lavarse las manos.