Nada hay más irritante que ver a alguien que, pese a apuntar de forma casi precisa, yerra el blanco. Chesterton comparaba este tipo de frustración con el hecho de ver un sombrero caído al mar que el oleaje se lleva de nuevo justo cuando iba a tocar la arena de la playa. Experimenté esta sensación el otro día en una librería, mientras hojeaba el último libro de Harold Bloom, How to read and why [Cómo leer y por qué]. Este libro contiene numerosas observaciones vigorosas y saludables que uno no puede sino aplaudir de todo corazón, como por ejemplo: «Temería por el porvenir de la democracia si la gente dejara de leer», o también: «Descifrar textos en una pequeña pantalla no es leer». Y en primer lugar me alegré de ver que, en su selección de obras maestras de la literatura mundial, Bloom había incluido con toda justicia un cuento corto de Chejov, El estudiante. Pero lamentablemente, cuando se pone a explicar las razones de esta excelente elección, expone una interpretación tan obtusa de la obra a la que acababa de declarar su admiración que todo el crédito que se habría concedido a su juicio literario se ve anulado inmediatamente.
Como sucede a menudo con los más hermosos cuentos de Chejov, El estudiante es un relato muy corto —apenas tres páginas— y casi desprovisto de intriga. Un joven estudiante de teología ha vuelto a su pueblo para las vacaciones de Pascua; es Viernes Santo, él acaba de pasar la tarde cazando en los bosques, y regresa a su casa al caer la tarde. El tiempo es aún muy frío; se detiene de camino para calentarse un momento cerca de una fogata que unas vecinas —una viuda y su hija— han hecho en su patio. De pie cerca del fuego, mientras charla con las dos mujeres, rememora de pronto un pasaje del Evangelio referente a la Pasión que han leído la víspera en la iglesia durante el oficio del Jueves Santo, y se lo recuerda a sus vecinas: la noche del prendimiento de Jesús, Pedro también había estado junto a un fuego parecido en el atrio del palacio del Sumo Sacerdote; mientras se calentaba entre los guardias y los siervos, se pusieron a interrogarle. A él le entró miedo, negó tres veces haber conocido a Jesús. En ese preciso momento cantó un gallo, y Pedro, tomando de repente conciencia de lo que acababa de decir, «abandonó el atrio y lloró amargamente». Cuando el estudiante se despide de las dos mujeres, se da cuenta con sorpresa de que la viuda está llorando en silencio, mientras que su hija parece presa de un vivo desamparo, como si tratara de contener un extremo dolor». Retomando su camino en la noche que cae, se pregunta sobre la emoción de las dos mujeres: sus lágrimas
mostraban que todo lo sucedido a Pedro durante la horrible noche tenía un significado especial para ellas […]. Era evidente que lo que él acababa de contar, lo que sucedió diecinueve siglos antes guardaba relación con el presente, con las dos mujeres y sin duda también con esa aldea perdida, con él mismo y con la Humanidad entera. Si habían llorado, no era porque él estuviera dotado de una elocuencia especial, sino porque se interesaba con todo su ser por lo que había ocurrido en el alma de Pedro […]. Y una súbita alegría agitó su alma […]. Luego cruzó el río en una balsa y a continuación, tras subir la colina, contempló su aldea natal y el poniente, donde en la raya del ocaso brillaba una luz púrpura y fría. Entonces pensó que la verdad y la belleza que habían orientado la vida humana en el huerto y en el palacio del Sumo Sacerdote habían continuado sin interrupción hasta el presente y siempre constituirían lo más importante de la vida humana y de toda la Tierra […]. Un sentimiento de juventud, de salud, de fuerza (sólo tenía veintidós años) y una inefable y dulce esperanza de felicidad, de una misteriosa y desconocida felicidad, se apoderaron poco a poco de él, y la vida le pareció admirable, encantadora, llena de un elevado sentido.
Chejov escribió unos doscientos cincuenta cuentos. Confesó que, entre todos, éste era su preferido. Pero Harold Bloom se asombra de esta predilección:
¿Por qué Chejov ponía este cuento por encima de tantos otros relatos en los que sus admiradores encontrarán más sustancia y vitalidad? Se me escapa la razón… En El estudiante, a excepción de lo que ocurre en la mente del protagonista, todo es espantosamente deprimente. Es, a fin de cuentas, ese surgimiento irracional de una alegría impersonal y de una esperanza personal nacidas de todo ese frío y de esa miseria, así como las lágrimas tras la negación, lo que parece haber emocionado al propio Chejov…
Sin embargo, Bloom se queda perplejo: «Esta alegría no implica ningún rasgo de auténtica piedad ni de salvación».
Si el relato parece misterioso es simplemente porque la pobreza de espíritu es en este mundo el misterio más grande que existe. Aparte de ello, no implica en verdad más que un solo enigma: Chejov, que siempre se declaró decididamente agnóstico, da prueba aquí de una inteligencia intuitiva de la esencia misma de la experiencia religiosa, que se remontaría a los teólogos más curtidos. Cabe, naturalmente, suponer que el estudiante en cuestión era piadoso y erudito; por consiguiente, creía sinceramente que los acontecimientos que habían rodeado la negación de Pedro habían tenido lugar, en efecto, mil novecientos años antes en el atrio del palacio del Sumo Sacerdote; su fe le había enseñado que el relato evangélico era verdadero, pero ahora las lágrimas de las dos mujeres le revelan de pronto que es real. Así, este episodio no está relacionado ya solamente con la Historia, sino que pertenece al presente. Las lágrimas de las mujeres han permitido al joven teólogo efectuar un salto gigante que le traslada del dominio del saber abstracto al de la experiencia concreta: de la verdad a la realidad, esa realidad que es el mantillo mismo en el que arraiga toda verdad. (Como decía C. S. Lewis: «La verdad es siempre acerca de algo, mientras que la realidad es eso mismo de lo que habla la verdad»). En lugar de reflexionar sobre dogmas y doctrinas, el estudiante está de repente frente a la evidencia. De ahí su alegría, que es en efecto irresistible y misteriosa, pero que no presenta ciertamente nada de «irracional», contrariamente a la extraña aserción de Bloom.
Sin embargo, Chejov, con la escrupulosa honestidad intelectual que no le abandona jamás, señala también que hay otros elementos que han podido contribuir a la alegría extática del estudiante: «La juventud, la salud, la fuerza», pues, después de todo, «no tenía más que veintidós años».