LOS CIGARRILLOS SON SUBLIMES

«Diga lo que diga Aristóteles y toda la filosofía, no hay nada como el tabaco. Es la pasión de la gente honesta, y quien vive sin tabaco no es digno de vivir…». (Molière, Don Juan).

Tras una búsqueda bastante larga, he conseguido por fin encontrar el libro de Richard Klein, Cigarretes Are Sublime (traducido en Seghers con el título De la cigarrette…),[12] pero, en lugar de leerlo enseguida, lo he alineado en un estante de mi biblioteca, y todavía no lo he abierto. ¿Por qué? Me pregunto si lo que me detiene no es el temor inconsciente a que este libro no haya conseguido precisamente lo que yo mismo me había planteado vagamente hacer. El proyecto que yo acariciaba era hacer una especie de antología literaria y pictórica que celebrase el tabaco. En cuanto a las ilustraciones, habría puesto primero unos tabagies[13] de los viejos maestros de los Países Bajos, como Brouwer, Van Ostade, Teniers, etcétera; luego, para la época moderna, habría contado con Baudelaire y su pipa, visto por Courbet; el retrato de Mallarmé por Manet, que muestra al poeta envuelto en la voluta azul del humo de su puro; la pipa sobre la silla de Van Gogh; distintos retratos de fumadores de Cézanne y Degas. Incluso los músicos habrían sido movilizados para mi empresa: hay una frase impresionante de Johann Sebastian Bach que afirma sin vacilar su fe en Dios y la confianza que ponía en su pipa. Dado que había compuesto ya una Cantata del café, ¡qué lástima que no pudiera hacer también una Cantata del tabaco! Actualmente, habría podido constituir un espléndido himno de combate para sostener la moral de los pobres fumadores acorralados.

En la parte literaria, mi antología se habría visto enfrentada a un verdadero problema de elección entre tanta riqueza de material. Naturalmente Balzac habría proporcionado memorables pasajes sobre el puro. (Recordemos, por ejemplo, que en La muchacha de los ojos de oro, después de que el joven de Marsay consiga finalmente los favores de la misteriosa y elusiva «muchacha de los ojos de oro», al término de una embriagadora noche de pasión, deja de madrugada la casa de la enamorada y, una vez en la calle, enciende un puro; exhala una larga bocanada y suspira: «¡He aquí al menos algo de lo que un hombre no se cansará nunca!»). Pero sin duda la recopilación entera debería estar bajo el patrocinio espiritual de Samuel Johnson: no es de extrañar que esta inagotable fuente de cordura acerca de todos los asuntos de este mundo celebrara también los méritos del tabaco en algunas frases memorables. Por ejemplo, atribuía la admirable placidez de los holandeses a sus hábitos de fumadores (así como a su gusto por el juego de las damas). Para Johnson, cuyo ingenio se veía atormentado por un temor neurótico a la locura (recuérdese, en Historia de Rásselas, príncipe de Abisinia: «De todas las incertidumbres de nuestra presente condición, la más espantosa e inquietante es la incierta continuación de nuestra razón»), el tabaco aparecía como un poderoso calmante, y Hawkins le oyó declarar: «A medida que el uso del tabaco disminuye, aumenta la insania». En la actualidad, los caprichos fanáticos del lobby antitabaco demuestran elocuentemente lo exacto de esta observación.

De hecho, las bufonadas de los activistas antitabaco habrían podido ofrecer un material muy rico para toda una sección de mi antología. Hace muy poco, un semanario inglés traía una anécdota ejemplar: en el compartimento relativamente lleno de un tren, dos enamorados que se besaban apasionadamente desde hacía un buen rato se entregaron finalmente a un completo ayuntamiento ante la mirada impasible de los otros pasajeros. Al fin, cuando en el pos-coito los amantes se encendieron un cigarrillo, sus compañeros de viaje abandonaron de repente su reserva y les recordaron con indignación que era absolutamente inapropiado fumar en un lugar público.

Esta reveladora anécdota podría tener su corolario en otro episodio ferroviario que el padre de C. S. Lewis gustaba de contar. A. N. Wilson ha reproducido esta historia verídica en su biografía de C. S. Lewis. La escena sucedió en el Ulster, a principios del pasado siglo. Albert Lewis, el padre de C. S. Lewis

viajaba en uno de esos trenes a la antigua, sin pasillos, en los que los pasajeros se hallan aprisionados en sus compartimentos mientras el tren está en marcha. No estaba solo en su compartimento: enfrente de él había sentado otro viajero, un granjero de aspecto respetable, vestido con un traje de tweed, pero cuya tensa expresión se explicó bien pronto por una imperiosa necesidad natural. Como el tren continuaba resoplando por montes y valles sin ninguna estación a la vista en que fuera posible encontrar unos servicios, el personaje en cuestión se bajó los pantalones, se agachó sobre el suelo del compartimento y defecó. Terminada la operación, y una vez que el viajero, vestido ya de nuevo, se hubo vuelto a sentar enfrente de Albert Lewis, el olor que flotaba en el compartimento se volvió tan espantoso, que Lewis se sintió a punto de vomitar. A falta de poder ahogar ese olor espantoso, Albert Lewis intentó al menos diversificarlo encendiendo su pipa. Pero en ese momento, el extraño sentado enfrente de él, que no había dicho ni una sola palabra en todo el viaje, se inclinó hacia él y con un índice severo indicó un cartelito pegado en la ventanilla, que rezaba: «PROHIBIDO FUMAR». Para C. S. Lewis, esta anécdota que contaba su padre había resumido siempre de un modo ciertamente demencial una profunda verdad respecto a Irlanda del Norte y a lo que significaba vivir en ella.

No cabe ninguna duda de que si la brigada antitabaco pudiera conseguir sus fines, no tardaría en transformar el mundo entero en una especie de Ulster tétrico y lunático. Por eso creo que —aunque ahora apenas si fumo ya— cada vez que se me brinda la ocasión, instintivamente opto siempre por la sección de fumadores en los cafés, restaurantes, salas de espera y otros lugares públicos: la compañía es allí más simpática. Desde cierto punto de vista, los fumadores se benefician de una especie de superioridad espiritual sobre los no fumadores: tienen una conciencia más aguda de nuestra común mortalidad. Pero en ese punto deben gratitud al lobby antitabaco. En efecto, los anuncios que la ley ordena imprimir en los paquetes de tabaco y de cigarrillos hacen involuntariamente de eco a un hermosísimo rito antiguo de la iglesia católica: a principios de la Cuaresma, el Miércoles de Ceniza, cuando a cada fiel se le impone en la frente la ceniza bendecida, el cura le dice: «Recuerda que polvo eres y en polvo te convertirás». La mayor parte del tiempo, la vida moderna se esfuerza en embotar u obliterar en nosotros el pensamiento de la muerte. No debe confundirse esta conciencia con un culto morboso a la muerte, que repugna al humanismo cristiano («¡Viva la muerte!» era un obsceno eslogan fascista; cuando uno de los generales de Franco lo soltó al comienzo de la guerra civil española, Unamuno, que estaba al final de su vida, lo denunció en un discurso, inspirado por una pasión sublime). Por el contrario, esta conciencia es una celebración de la vida. Mozart confió en una carta que pensaba cada día en la muerte, y que este pensamiento era la fuente profunda de toda su creación musical. Explica ciertamente la alegría inagotable de su arte.

No quiero decir con ello que la inspiración que se puede sacar de los anuncios fúnebres lanzados por los diversos organismos de la salud y del pensamiento políticamente correcto vaya a transformar a todos los fumadores en unos Mozarts, pero sin duda estas advertencias estridentes paradójicamente vienen a adornar el consumo de tabaco de una nueva seducción, cuando no de un significado metafísico. Cada vez que veo una de esas amenazantes etiquetas en un paquete de cigarrillos, me siento seriamente tentado de volver a fumar de nuevo.