ELOGIO DE LA PEREZA

El otro día fuimos a hacer una visita a unos viejos vecinos que, tras haberse jubilado recientemente, se instalaron a orillas del mar. Cuando les felicitaba por el tiempo de ocio ilimitado del que debían de disfrutar ahora, me respondieron en un tono algo a la defensiva que, en su nueva situación, se encontraban de hecho mucho más ocupados que en el tiempo de su vida profesional. Ahora, me explicaron con orgullo, era tal el cúmulo de sus actividades y obligaciones, que habían tenido que establecer una agenda estricta. Y, efectivamente, su horario semanal colgaba en la cocina, sobre la puerta de la nevera: en él se leían las horas asignadas respectivamente a las clases de yoga, al grupo de senderismo, a los bolos, al club culinario y gastronómico, al bingo, al golf, a las actividades de artesanía artística (en ese último campo, los platos pintados que decoraban las paredes hacían lamentar que la dueña de la casa no hubiese optado más bien por una juiciosa inactividad).

Ya Chesterton había confesado su asombro ante semejante actitud: «Hay quienes rezongan cuando ven a alguien que no tiene nada que hacer; hay otros, más incomprensibles aún, que refunfuñan cuando ellos mismos no tienen nada que hacer. Ofrecedles maravillosas horas, maravillosas jornadas completamente vacías, y gemirán ante tanto vacío. Obsequiadles con la soledad —lo que es también un regalo de libertad— y la rechazarán, se apresurarán a anularla con algún espantoso juego de naipes, o dando puntapiés a una pelota… No puedo reprimir un estremecimiento cuando los veo echar a perder sus vacaciones, ganadas con tanto esfuerzo, haciendo algo. Por mi parte, nunca tendré bastante de no hacer nada».

Pierre Reverdy ha observado: «Necesito tanto tiempo para no hacer nada, que no me queda ya para trabajar». Por otra parte, ésta es una excelente definición de la actividad poética, que es en sí misma el fruto supremo de la vida contemplativa. Por supuesto, debemos reconocer los méritos de Marta, que se ocupa de las tareas domésticas, pero bien sabemos que es María la que ha elegido la mejor parte, simplemente quedándose sentada a los pies del Señor. Lo que la opinión corriente censura con el nombre de pereza refleja en realidad un juicio más seguro y exige más carácter que la huida fácil en el activismo.

Ya decía La Bruyère:

Se necesita en Francia mucha firmeza y gran amplitud de espíritu para no aspirar a los empleos y destinos públicos, resignándose a permanecer oscurecido, metido en su casa y sin cargo que ejercer. Casi nadie posee suficiente mérito para representar este papel con dignidad, ni fortuna bastante para vivir sin lo que el vulgo llama los negocios. No falta sin embargo a la ociosidad del sabio más que un nombre mejor, y que meditar, hablar, leer y estarse tranquilo se llamara trabajar.

Desde la Antigüedad, siempre se ha considerado que el ocio era la condición primera de toda existencia civilizada. Confucio dijo: «Consagrad al gobierno los ocios del estudio, y al estudio los ocios del gobierno». Política y saber eran privilegios gemelos del hombre de bien, y ambos tenían su origen en el ocio. Los griegos crearon una noción similar, conocida como scholé. Esta palabra designa literalmente la condición de un individuo que es dueño de sí, que tiene libre disposición de sí, de ahí el sentido de ‘descanso’, ‘ocio’, y por tanto también la manera en que se emplea el ocio: ‘estudio’, ‘saber’; y también: el lugar donde se dedica uno al estudio, donde se adquiere el saber: scholé es la etimología de escuela. En la Grecia antigua, la política y la sabiduría eran propiedad exclusiva de los hombres libres, que eran los únicos que disfrutaban del ocio. El ocio no era sólo el indispensable atributo de la «buena vida», sino que era también la marca de un hombre libre. En un diálogo de Platón, Sócrates pregunta de manera retórica: «¿Somos esclavos, o disfrutamos del ocio?». De Grecia, esta noción pasa a Roma; el concepto mismo de artes liberales encarna de nuevo esta misma asociación de las actividades del espíritu con la condición de hombre libre (liber), por oposición a la de los esclavos, cuyas aptitudes se centraban exclusivamente en la esfera inferior de la «técnica». Estos puntos de vista han persistido en la cultura occidental hasta la época moderna. Samuel Johnson no hacía más que expresar una evidencia de buen sentido cuando observaba que «todo progreso intelectual es fruto del ocio». Pero un siglo más tarde, Nietzsche hacía notar ya la erosión del ocio civilizado bajo la presión de lo que él consideraba una deletérea influencia estadounidense:

Hay algo de salvajismo, propio de la sangre de los pieles rojas, en la sed de oro de los americanos. Su furiosa ansia de trabajar —que es un vicio típico del Nuevo Mundo— empieza ya a contagiar a la Vieja Europa, y a propagar por ella una extraordinaria esterilidad espiritual. Ahora nos avergonzamos de nuestro ocio; la meditación prolongada casi produce remordimientos […]. «Más vale hacer cualquier cosa que no hacer nada»: este principio es un ardid para dar el golpe de gracia a todas las formas superiores de cultura y de gusto […]. Y así se llegará hasta el punto de que ya nadie se atreverá a ceder a una inclinación por la vida contemplativa sin sentir arrepentimiento y vergüenza. Pues bien, antes sucedía lo contrario: un hombre de noble origen se esforzaba en disimular que trabajaba cuando le forzaba a ello la pobreza. El esclavo trabajaba abrumado bajo el peso del sentimiento de que hacía una cosa despreciable.

Hoy en día, por una irónica paradoja, el lumpenproletariat está condenado al ocio forzado de un desempleo crónico y degradante, mientras que los miembros de la élite educada, cuyas profesiones liberales han sido transformadas en máquinas dementes de hacer dinero, se condenan a sí mismas a la esclavitud de un trabajo abrumador que no cesa ni de día ni de noche, sin tregua, hasta que revientan en la tarea, como acémilas aplastadas por su propia carga.